—Soy Mary Haggerty, hermana del pobre Michael y su único pariente vivo. He venido a hacerme cargo de las cosas de Michael, me las legó todas en su testamento, el abogado me lo ha dicho, y tengo que hacerme cargo de ellas. Esa ramera tiene que marcharse, ya le sacó bastante al pobre Michael…
—Un momento —dijo Andy interrumpiendo el chorro palabras, y la mujer cerró la boca de golpe, mientras respiraba rápidamente a través de sus palpitantes fosas nasales—. No se puede tocar ni sacar nada de este apartamento sin permiso de la policía, de modo que no tiene por qué preocuparse por sus pertenencias.
—No se puede decir eso estando ella aquí —replicó la mujer, volviéndose hacia Shirl—. Robará y venderá todo lo que no esté clavado. Mi buen hermano…
—¡Su buen hermano! —estalló Shirl—. Usted le odiaba a él y él la odiaba a usted, y ni una sola vez pisó este lugar mientras él vivía.
—¡Cállese! —intervino Andy, situándose entre las dos mujeres. Se volvió hacia Mary Haggerty—. Ahora, puede marcharse. La policía le comunicará cuándo puede hacerse cargo de lo que hay en este apartamento.
Mary Haggerty quedó asombrada.
—Pero… no puede usted hacer eso. Tengo mis derechos. No puede dejar a esa ramera sola aquí.
Andy estaba llegando al limite de su paciencia.
—Modere su lenguaje, señora Haggerty. Ya ha utilizado bastante esa palabra. No olvide cómo se ganaba la vida su hermano.
La señora Haggerty palideció todavía más y retrocedió medio paso.
—Mi hermano era un hombre de negocios —dijo débilmente.
—Su hermano se dedicaba a negocios ilícitos, y eso significa muchachas, entre otras cosas.
Sin su rabia para mantenerla erguida, la mujer se encogió, se deshinchó, flaca y huesuda; la única cosa redonda en su cuerpo era su abdomen, hinchado por muchos años de dieta insuficiente y de excesivos embarazos.
— Y ahora, márchese —añadió Andy—. Nos pondremos en contacto con usted lo antes posible.
La mujer dio media vuelta y se marchó sin pronunciar una sola palabra más. Andy lamentó haber perdido los estribos y haber dicho más de lo que debía, pero ya no había manera de retirar las palabras.
—¿Es cierto lo que… lo que ha dicho usted de Mike? —preguntó Shirl, cuando la puerta se hubo cerrado. Con su vestido blanco y sus cabellos peinados hacia atrás parecía muy joven, incluso inocente, a pesar de la etiqueta que Mary Haggerty le habían endosado. La inocencia parecía más realista que las acusaciones.
—¿Desde cuándo conocía usted a O'Brien? —inquirió Andy, eludiendo de momento la pregunta de la joven.
—Desde hace un año, aproximadamente, pero él nunca hablaba de sus negocios. Y yo nunca le hacía preguntas, siempre creí que tenían algo que ver con la política, ya que recibía muchas visitas de jueces y políticos.
Andy sacó su cuaderno de notas.
—Me gustaría conocer los nombres de algunos visitantes regulares, de personas a las que vio durante la semana pasada.
—Ahora está usted haciendo preguntas… sin haber contestado la mía.
Shirl sonrió al decirlo, pero Andy supo que hablaba en serio. La joven se sentó en una silla de respaldo recto y cruzó las manos sobre su regazo como una colegiala.
—No puedo contestar a eso con mucho detalle —dijo— Mis conocimientos sobre Big Mike no llegan a tanto. Lo único que puedo asegurarle es que era una especie de contacto entre el sindicato y los políticos. A nivel ejecutivo, por decirlo así. Y han pasado al menos treinta años desde la última vez que compareció ante un tribunal o estuvo entre rejas.
—¿Quiere usted decir… que estuvo en la cárcel?
—Sí. Lo he comprobado, estaba fichado como delincuente, y le habían condenado un par de veces. Ahora, la cosa era distinta: los que pagan el pato son siempre los que están más bajos en la escala de la delincuencia. Una vez se opera en el círculo de Mike, la policía no le molesta a uno. En realidad, incluso la ayuda… como en esta investigación.
—No comprendo…
—Mire. En Nueva York se producen cada día cinco, tal vez diez asesinatos, un par de centenares de asaltos a mano armada, veinte, treinta casos de violación, al menos mil quinientos robos. La policía tiene poco personal y está sobrecargada de trabajo. No disponemos tiempo para investigar un caso que no se resuelva inmediatamente. Si alguien es asesinado y existen testigos, de acuerdo, detenemos al asesino y el caso se cierra. Pero en un asunto como éste, señorita Greene, ni siquiera solemos intentarlo. A menos que encontremos huellas dactilares y el asesino esté fichado. Pero esto ocurre muy pocas veces. Esta ciudad tiene un millón de individuos que dependen de la Beneficencia y que suspiran por una comida decente, un televisor o una botella de licor. De modo que se dedican a robar con la esperanza de conseguirlo. Capturamos a unos cuantos y los enviamos fuera de la ciudad, a trabajar en el campo. Pero la mayoría de ellos andan sueltos. De vez en cuando se produce un accidente, quizá se presenta alguien mientras realizan un trabajo, el dueño de una casa les sorprende mientras le están robando. Si el ladrón está armado, puede producirse un asesinato. Por puro accidente, desde luego, y hay un noventa y nueve por ciento de probabilidades de que a Mike O'Brien le ocurriera una cosa así. Yo redacté un informe, lo presenté a mis superiores… y en circunstancias normales el caso habría quedado cerrado. Pero, como ya le he dicho, Big Mike tenía numerosos contactos políticos, y uno de ellos está presionando para que se lleve a cabo una investigación más a fondo, y por eso estoy aquí. Ahora… le he dicho más de lo que debía, y me hará usted un gran favor si lo olvida todo.
—No, no se lo diré a nadie. ¿Qué pasará ahora?
—Le haré unas cuantas preguntas más, me marcharé de aquí, redactaré otro informe… y se acabó. Me esperan otras tareas, y el departamento ha dedicado ya a esta investigación más tiempo del que puede permitirse.
Shirl no ocultó su asombro.
—¿No van a detener al hombre que lo hizo?
—Si las huellas dactilares están en el archivo, es posible. En caso contrario, sería una pérdida de tiempo intentarlo. Y, aparte de la falta de tiempo, en este caso la policía opina que la persona que liquidó a Mike O'Brien le hizo un servicio a la sociedad.
—¡Eso es terrible!
—¿De veras? Quizá —Andy abrió su cuaderno de notas y volvió a mostrarse muy oficial. Había terminado con las preguntas cuando regresó Kulozik con las huellas recogidas en la ventana del sótano, y salieron juntos del edificio. Comparada con el refrigerado apartamento, la calle parecía un horno.
Era pasada la medianoche, una noche sin luna, pero el cielo más allá del amplio ventanal no podía igualar la espléndida oscuridad de la caoba pulimentada de la larga mesa de refectorio. La mesa tenía siglos de antigüedad, procedía de un monasterio destruido hacía muchísimo tiempo, y era muy valiosa, como todos los muebles de la habitación: el aparador, los cuadros y la lámpara de cristal tallado que colgaba en el centro de la estancia. Los seis hombres reunidos alrededor de la mesa distaban mucho de ser valiosos, excepto en un sentido financiero, aunque en este último aspecto eran realmente importantes. Dos de ellos fumaban cigarros, y el cigarro más barato que se podía comprar costaba al menos diez dólares.
—No nos lea todo el informe, Juez, por favor —dijo el hombre que ocupaba la cabecera de la mesa—. Disponemos de muy poco tiempo, y lo único que nos interesa son los resultados. —Si alguno de los presentes conocía su verdadero nombre, se guardaba mucho de mencionarlo. Le llamaban señor Briggs, y era el hombre que lo dirigía todo.
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