—¡No soy una soplona! —sonrió Shirl, y cuando se sentaron uno frente al otro Andy se sintió mucho mejor de lo que se había sentido durante semanas enteras. Su jaqueca había desaparecido, el ambiente era deliciosamente fresco, y la bebida sabía mejor que cualquier otra cosa que pudiera recordar.
—Creí que había terminado usted con la investigación —dijo Shirl—. Eso fue lo que usted me dijo.
—También yo lo creía entonces, pero las cosas han cambiado. Hay un montón de personas interesadas en que se resuelva este caso. Incluso personas como el Juez Santini.
—En todo el año transcurrido desde que conocí a Mike, nunca me había dado cuenta de que fuera tan importante.
—No lo era… vivo. Lo importante es su muerte, y los motivos, si existe alguno, que la provocaran.
—¿Hablaba usted en serio esta tarde al decir que la policía no deseaba que se sacara nada de este apartamento?
—Sí, de momento. Tengo que revisarlo todo, especialmente los papeles. ¿Por qué lo pregunta?
Shirl contempló fijamente su vaso, agarrándolo con fuerza con las dos manos.
—Hoy ha estado aquí el abogado de Mike, y su hermana dijo la verdad. Mis ropas y mis objetos de uso personal son míos, nada más. No es que esperase algo más. Pero el alquiler está pagado hasta final de agosto… —Shirl miró a Andy directamente a los ojos— y si los muebles siguen aquí puedo quedarme hasta entonces.
—¿Desea usted quedarse?
—Sí —dijo Shirl simplemente.
Tiene derecho a ello, pensó Andy. No está pidiendo ningún favor, no lloriquea ni nada por el estilo. Se limita a extender sus cartas sobre la mesa. Bien, ¿ por qué no? No me costará nada. ¿Por qué no?
—De acuerdo. Soy muy lento en registrar apartamentos, y registrar como Dios manda un apartamento tan grande como este me ocupará exactamente hasta la medianoche del treinta y uno de agosto. Si alguien se queja, remítale al detective de Tercer Grado Andrew Fremont Rusch, Comisaría 12-A. Yo me encargaré de que no la molesten.
—¡Eso es maravilloso! —exclamó Shirl, poniéndose de pie de un salto—. Y merece otro trago. A decir verdad, no me atrevería a vender nada del apartamento, sería un robo. Pero no veo nada malo en que terminemos con las botellas. Es preferible eso a dejárselas a su hermana.
—Completamente de acuerdo —dijo Andy, retrepándose en los blandos almohadones y contemplando el atractivo contoneo de Shirl mientras se llevaba los vasos a la cocina.
Esto es vida, pensó, y sonrió aviesamente para sus adentros. Al diablo la investigación. Al menos por esta noche. Voy a beberme el whisky de Mike, y a sentarme cómodamente en su sofá, y a olvidar que soy un policía, sólo por una noche.
—No, nací en Lakeland, Nueva Jersey —dijo Shirl—, y nos trasladamos a la ciudad cuando yo era una niña. El Comando Estratégico del Aire estaba construyendo aquellas pistas especiales para los aviones Mach-3, y compraron nuestra casa y todas las casas contiguas, y las derribaron. Es la historia favorita de mi padre, cómo arruinaron su vida, y desde entonces no ha votado nunca por un Republicano, y jura que moriría antes de hacerlo.
—Yo tampoco nací aquí —dijo Andy, bebiendo un sorbo de whisky—. Nosotros vinimos de California. Mi padre poseía un rancho…
—¡Entonces es usted un vaquero!
—No era esa clase de rancho: árboles frutales, en el Valle Imperial. Yo era un niño cuando nos marchamos, y apenas lo recuerdo. En aquellos valles todas las labores agrícolas precisaban mucha agua, eran todo regadíos, a base de canales y bombas hidráulicas. El rancho de mi padre tenía bombas, y no se preocupó cuando los geólogos le dijeron que estaba utilizando agua fósil, agua que ha estado en el subsuelo millares de años. El agua vieja hace crecer las cosas igual que el agua nueva, recuerdo que dijo. Pero, por lo visto, había muy pocas filtraciones, o ninguna de agua nueva, porque un mal día el agua fósil se agotó, y las bombas se secaron. Nunca olvidaré aquello, los árboles murieron de sed sin que pudiéramos hacer nada para evitarlo. Mi padre perdió el rancho y nos trasladamos a Nueva York y trabajó como peón en el Túnel Moisés cuando lo estaban construyendo.
—Nunca he tenido un álbum —dijo Andy.
—Es la clase de cosas que hacen las chicas —dijo Shirl. Se sentó en el sofá al lado de Andy, volviendo las páginas. Había fotografías de niños, vitolas de cigarros, programas, pero Andy apenas los veía. El brazo desnudo de Shirl se apretaba contra el suyo, y cuando se inclinaba sobre el álbum Andy podía aspirar la fragancia de sus cabellos. Se dio cuenta vagamente de que había bebido mucho, y se limitó a asentir con la cabeza fingiendo que miraba al álbum. Pero de lo único que tenía realmente consciencia era de ella.
—Son más de las dos, será mejor que me marche.
—¿No quiere tomar un poco de café? —inquirió Shirl.
—No, gracias —apuró el contenido de la taza y se puso en pie—. Me daré una vuelta por aquí por la mañana, si le parece bien.
Echó a andar hacia la puerta.
—La mañana es estupenda —dijo Shirl, y extendió la mano—. Gracias por quedarse aquí esta noche.
—El que debe darle las gracias soy yo, recuerde que nunca había probado el whisky.
Andy había pensado en estrechar la mano de Shirl, simplemente darle las buenas noches. Pero sin saber cómo la encontró entre sus brazos, se descubrió a si mismo aspirando el perfume de sus cabellos y apretando fuertemente con sus manos el suave terciopelo de la piel de su espalda. Cuando la besó, Shirl le devolvió el beso apasionadamente, y Andy supo que todo iba a pasar como es debido.
Más tarde, tendido en el amplio lecho pudo sentir el tacto del cuerpo cálido de ella a su lado, y la leve brisa de su tranquila respiración sobre su mejilla. El zumbido del acondicionador de aire parecía acrecentar el silencio nocturno cubriendo y enmascarando todos los demás sonidos. Andy pensó que había bebido demasiado, ahora daba cuenta, y sonrió en la oscuridad. ¿Y qué? Si hubiera estado sobrio, lo más probable es que no hubiese ocurrido nada de lo que acababa de ocurrir. Podría lamentarlo al hacerse de día, pero en aquel momento sabía que esto era lo mejor que nunca le había sucedido. Y cuando trató de sentirse culpable, le resultó imposible; su mano apretó con un gesto posesivo el hombro de Shirl, la muchacha se removió en sueños. Las cortinas estaban ligeramente entreabiertas, y a través de la rendija Andy podía ver la luna, lejana y amistosa. Todo está bien, se dijo. Todo está bien, se repitió a sí mismo una y otra vez.
La luna ardía a través de la abierta ventana, un ojo taladrante en medio de la oscuridad, una brillante antorcha en medio del agobiante calor. Billy Chung había dormido un poco, antes, pero uno de los gemelos había tenido una pesadilla y le había despertado, y a partir de aquel momento Billy había permanecido tendido allí completamente desvelado. Si el hombre no hubiese estado en el cuarto de baño… Billy agitó su cabeza de un lado a otro, mordiéndose el labio inferior, notando que el sudor empapaba su rostro. No había tenido la menor intención de matarle, pero ahora que estaba muerto a Billy le tenía sin cuidado. Estaba preocupado por si mismo. ¿Qué ocurriría cuando le cogieran? Acabarían por descubrirle, para eso estaba la policía, extraerían la llanta de hierro de la cabeza del muerto y la examinarían en su laboratorio como tenían por costumbre, y localizarían al hombre que se la había vendido… Su cabeza rodó de un lado a otro sobre la almohada empapada en sudor, y un gemido casi inaudible brotó de su garganta y se abrió paso entre sus dientes.
—No puede decirse que su afeitado sea perfecto precisamente, Rusch —dijo Grassioli en su normal tono de voz irritado.
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