Robert Silverberg - Obsesión espacial

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Obsesión espacial: краткое содержание, описание и аннотация

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A causa de la Contracción de Fitzgerald, el viajero del espacio no podía volver a vivir normalmente en la Tierra. Sus viajes duraban años terrestre pero, para los tripulantes de las naves sólo significaban semanas. Cuando regresaban a la Tierra, todo era diferente. Tuvieron que fundar una comunidad de hombres del espacio y convertir sus naves en su único hogar.
Sin embargo, no todos los astronautas estaban satisfechos de su existencia. A Allan Donell le gustaba el espacio y era feliz en su nave, pero su hermano gemelo, Steve, había desertado. El hecho había ocurrido pocas semanas antes, pero ahora Steve, ya tendría veintiséis años y Allan sólo diecisiete.
Eso preocupó a Allan. Quería recuperar a su hermano y encontrar el secreto de la Hiperpropulsi6n de Cavour que, sin duda, estaba escondido en alguna parte de la Tierra y que permitiría al hombre llegar a las estrellas en poquísimo tiempo y eliminaría las diferencias entre el hombre del espacio y el de la Tierra.
Por eso también abandonó la nave. Su hermano y la Hiperpropulsión de Cavour se convirtieron en una obsesión y su búsqueda se convirtió en una terrible aventura en lo que para él, era hostil escenario: la Tierra.

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Se decía el joven que tal vez no sería imposible hallar la nave en que viajó Cavour, y hasta el lugar en que tuvo su laboratorio y algunas notas de sus observaciones. Alan no podía abandonar la pista que había descubierto, sino que tenía que seguirla.

Habló de ello con Jesperson.

—Voy a comprar una nave pequeña para ir a Venus.

Miró al abogado con ansiedad, dispuesto a no admitir los reparos que éste le hiciera. Pero el letrado se limitó a sonreír y responder:

—Está bien. ¿Cuándo piensa irse?

—¿No se opondrá usted? La nave costará por lo menos doscientos mil créditos.

—Me lo figuro. Yo también he leído el Diario de Cavour. Sabía que no tardaría usted mucho en querer ir a Venus. Me creo inteligente y opino que vale la pena dar esa batalla. Cuando haya elegido la nave, dígamelo, y le firmaré el cheque.

Pero no era la cosa tan fácil como parecía. Alan la buscó, pues la quería nueva, a ser posible. Estuvo varios meses viendo y examinando naves, oyendo los consejos de los hombres entendidos que prestaban sus servicios en el astropuerto. Finalmente, eligió una, que le pareció la que necesitaba. Era una bonita y brillante máquina de veinte metros, modelo 3878, equipada con convertidores Lexman y reactores iónicos corrientes para el vuelo atmosférico. Era hermosa de verdad vista en el astropuerto a la sombra que proyectaban las grandes astronaves.

Alan se enorgullecía de ser su dueño. Era una aguja fina de color verde oscuro que deseaba vivamente atravesar el vacío. El joven, que solía pasearse por el astropuerto, oía las alabanzas que le hacían los hombres que trabajaban allí.

—¡Qué bonita es esta nave verde! ¿Quién será el feliz mortal que la posee?

A Alan le daban ganas de decirles: «Es mía. Su propietario soy yo, Alan Donnell.» Pero se hubieran reído de él. Los mozos de menos de diecinueve años no poseían naves último modelo que valían 225.000 créditos.

Ardía en deseos de estrenarla; pero, tras un aplazamiento, venía otro. Primero, tenía que ganar el título de piloto, y para eso había de estudiar y examinarse; pero, como ya había aprendido muchas cosas en la Valhalla —astrogación, etc.—, bastóle seguir un curso abreviado de seis meses. Alan se desesperaba al pensar que se le iba a hacer larguísimo ese medio año, pero sabía que era necesario hacer esos estudios. Por pequeña que fuese una astronave, era un arma peligrosa en manos inhábiles. Una astronave mal gobernada descendía hacia la tierra a una velocidad tan grande, que podría causar millares de muertes. La onda de choque podía arrasar una extensión de tierra de ochenta kilómetros cuadrados.

Fue aprobado en junio de 3879, un mes después del vigésimo aniversario de su nacimiento. Para ese tiempo ya había computado y vuelto a computar un centenar de veces su órbita para ir a Venus.

Tres años duraba su ausencia de la Valhalla. Su niñez y su adolescencia le parecían ahora un sueño confuso y arrinconado en el fondo de su memoria. La Valhalla, con su padre y su hermano y sus amigos a bordo, estaba ya a una distancia de tres años de la Tierra y tardaría otros siete años en llegar a Proción.

Gracias a la Contracción de Fitzgerald, sólo eran unas cuatro semanas para la tripulación; para los tripulantes de esa nave solamente había pasado un mes desde que Alan se había separado de ellos, pero para el mozo habían transcurrido tres años.

Había crecido en esos tres años. Sabía adonde iba y nada le asustaba. Conocía a la gente. Y veía que se estaba acercando cada vez más el momento de lograr su gran ambición.

La salida estaba señalada para el 5 de septiembre de 3879. La órbita, la trayectoria que iba a seguir, requería un viaje de seis días, a poca aceleración, de un punto a otro de los 65.000.000 de kilómetros que separan la Tierra de Venus.

En el astropuerto, Alan mostró su título de piloto y entregó un informe de la órbita que se proponía seguir.

El personal del astropuerto encargado de poner en condiciones de navegación a la nave estaba ya avisado de que ésta despegaría ese día. Hubo manifestaciones de sorpresa cuando Alan subió a la cámara de mando y al ver que el nombre que llevaba la nave era el de James Hudson Cavour; pero nadie se atrevió a preguntar nada al joven.

Los ojos de Alan acariciaron los relucientes instrumentos del cuadro de mandos. Se puso al habla con la torre central y de allí le dijeron la hora de despegue. Inspeccionó rápidamente los contadores de combustible, las válvulas de respuesta de los timones-reactores. Grabó en una cinta la órbita y la puso en la bandeja receptora del piloto automático. La cinta penetró en el computador haciendo un agradable zumbido.

—Faltan ocho minutos para despegar.

Nunca habían pasado tan despacio ocho minutos. Alan miró hacia abajo, al campo, y vio que los hombres estaban haciendo los preparativos para el despegue.

—Falta un minuto para despegar, piloto Donnell.

Diez segundos antes de que dieran el aviso de salir, Alan hizo funcionar el piloto automático y apretó el botón que transformaba su asiento en una especie de hamaca que le protegería de la aceleración. El asiento descendió, y Alan se halló tendido en la hamaca, la cual se movía suavemente de un lado a otro. Desde la torre de control dieron la orden de despegue. Alan, impaciente, esperaba que se oyera el ruido de la aceleración.

Al hacerse audible, la nave empezó a dar sacudidas, luchó con la gravedad por un momento y luego despegó de la Tierra.

Un rato después vino el silencio repentinamente, al enmudecer las turbinas. Lo rompieron las turbinas laterales al ponerse a funcionar y dar movimiento de barrena longitudinal a la pequeña nave. La gravedad artificial empezó a desempeñar sus funciones. El despegue había sido perfecto. Ya sólo restaba esperar que se acercase Venus.

Los días pasaban. Alan experimentaba, alternativamente, estados de melancolía y de euforia. Cuando se sentía melancólico se decía que ese viaje a Venus era una locura, que Cavour había sido un paranoico y que la navegación hiperespacial era el sueño de un idiota.

Pero en sus momentos de alegría se imaginaba que iba a encontrar la nave de Cavour, y él construiría una flota movida por la hiperpropulsión. ¡Se podría llegar a las lejanas estrellas casi instantáneamente! Como había dado la vuelta a la Tierra hacía dos años, así daría la vuelta a las galaxias. Visitaría Canopus y Deneb, Proción y Rigel, iría a todas ellas. Iría de una estrella a otra, desde un extremo del Universo al otro.

El brillante óvalo de Venus relucía más y más. Se arremolinaba y enroscaba la capa nebulosa que envolvía al planeta hermano de la Tierra.

Virtualmente, Venus era un mundo desconocido. Las colonias de terrestres estaban establecidas en Marte y Plutón; pero Venus no había sido aún explorado a causa de su desagradable atmósfera de formaldehído. Tanto si estaba habitado como si era inhabitable, ese planeta no reunía condiciones para la colonización.

La nave penetró en la capa nebulosa. La Cavour, que estaba siguiendo la órbita, dejaba detrás de sí y flotando los chorros de vapor gris. Alan navegaba ya haciendo él de piloto, ejecutando lo mejor que podía y sabía las viejas ecuaciones de Cavour. Gobernaba la nave haciéndola seguir una extensa órbita en espiral a mil metros sobre la superficie de Venus. Ajustó la pantalla televisora.

Alan orbitaba sobre una llanura. Era fantástico el celaje —de colores azules y verdes de diversos matices sobre fondo rosa—, y el aire era de color gris algo oscuro. Al denso sudario de vapores que envolvía el planeta no lo atravesaban los rayos del sol.

Cinco horas seguidas exploró la llanura, con la esperanza de descubrir alguna señal de haber sido habitada por Cavour. Se decía el joven que era vana esperanza; en los mil trescientos años transcurridos los vendavales de Venus habrían destruido todo lo que allí construyera Cavour, suponiendo que éste hubiese llegado realmente a Venus. Acaso no llegó nunca. Y había un millón de «acasos».

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