Robert Silverberg - Obsesión espacial

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Obsesión espacial: краткое содержание, описание и аннотация

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A causa de la Contracción de Fitzgerald, el viajero del espacio no podía volver a vivir normalmente en la Tierra. Sus viajes duraban años terrestre pero, para los tripulantes de las naves sólo significaban semanas. Cuando regresaban a la Tierra, todo era diferente. Tuvieron que fundar una comunidad de hombres del espacio y convertir sus naves en su único hogar.
Sin embargo, no todos los astronautas estaban satisfechos de su existencia. A Allan Donell le gustaba el espacio y era feliz en su nave, pero su hermano gemelo, Steve, había desertado. El hecho había ocurrido pocas semanas antes, pero ahora Steve, ya tendría veintiséis años y Allan sólo diecisiete.
Eso preocupó a Allan. Quería recuperar a su hermano y encontrar el secreto de la Hiperpropulsi6n de Cavour que, sin duda, estaba escondido en alguna parte de la Tierra y que permitiría al hombre llegar a las estrellas en poquísimo tiempo y eliminaría las diferencias entre el hombre del espacio y el de la Tierra.
Por eso también abandonó la nave. Su hermano y la Hiperpropulsión de Cavour se convirtieron en una obsesión y su búsqueda se convirtió en una terrible aventura en lo que para él, era hostil escenario: la Tierra.

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—No creo que lo tengamos. Pero tenga la bondad de esperar un momentito.

Desapareció el hombre y regresó al cabo de unos minutos con un libro en tan mal estado de conservación que casi ni se podía tocar. Tomólo en sus manos Alan y lo abrió por la primera página; en ella leyó lo que ya se sabía de memoria por haberlo leído tantas veces: «El actual sistema de navegación interplanetaria es tan sumamente ineficaz que…»

—Sí; esto es lo que quiero. Me lo quedo.

Llegó nuestro intrépido joven a Londres. Allí había nacido el gran Cavour hacía más de trece siglos y allí había cultivado su inteligencia. La estratonave hizo el viaje cruzando el Atlántico, en menos de tres horas. En media hora más el torpedo aéreo trasladó a Alan desde el aeropuerto al centro de Londres.

Leyendo las Memorias de Cavour, el joven Donnell se había imaginado Londres como una ciudad antiquísima, triste, que apestaba a historia medieval. No podía estar más equivocado. Esbeltas torres —los edificios— de plástico y cemento le saludaban, le daban la bienvenida. Zumbaban los torpedos aéreos sobre las azoteas de las casas, las cuales estaban unidas entre sí por una red de puentes por los que transitaban millares de personas.

Quiso ir a la calle Bayswater, para visitar la casa en que vivió Cavour, por si hallaba allí documentos interesantes. Rogó a un agente de la circulación que le dijese por donde había que pasar para ir a esa calle.

—No conozco esa calle. No la he oído nombrar nunca. Lo siento, joven. Pero puede usted preguntar a ese robot-informador que está ahí.

El robot-informador era un muñeco metálico, pintado de color verde, que estaba metido en un quiosco situado en el centro de una calle ancha y bien pavimentada. Alan se acercó a él y le dio las señas del domicilio que había ocupado Cavour trece siglos antes.

—No existe esa ficha en el archivo —respondió la voz metálica del robot —. Como no haya sido cancelada por haber desaparecido la calle…

—Existía en el año 2570. En ella vivía un tal Cavour.

El robot digirió los nuevos datos. Canturrearon los relés que tenía en su interior en tanto él buscaba los datos que le habían pedido en el almacén de su memoria. Gruñó al cabo de un rato:

—Se ha encontrado la ficha que le interesa.

—¡Bravo! ¿Por dónde se va?

—Fue demolido el barrio entero allá por los años 2982 a 2997, durante la reconstrucción general de Londres. Nada queda ya.

—¡Oh! — exclamó Alan.

No desmayó el joven. Seguiría la pista londinense hasta el fin Se le ocurrió entrar en el Instituto Tecnológico de Londres. En el vestíbulo vio en el cuadro de honor el nombre de Cavour y en la Biblioteca de la Casa descubrió un ejemplar de la obra del sabio científico. Nada más pudo hallar en aquella ciudad. Después de permanecer en ella un mes, partió hacia el Este, atravesando Europa.

La Europa que veía Alan se parecía muy poco a la Europa descrita en los libros que había en la Biblioteca de la Valhalla. Esto no era de extrañar. Las astronaves visitaban la Tierra de diez en diez años. La mayoría de los libros que guardaba la Biblioteca de la Valhalla habían entrado en ésta el año 2731. Y la faz de Europa había cambiado casi totalmente desde entonces.

Los resplandecientes edificios actuales reemplazaban a los antiguos, que habían resistido las acometidas impetuosas del tiempo durante más de un milenio. Un puente rutilante enlazaba a Dover con Calais. Sobre todos los ríos de Europa se habían tendido puentes, por los cuales se podía pasar de un Estado a otro de la Federación Europea. En algunos lugares, aquí y allá, conservaban aún los monumentos del pasado: la Torre Eiffel quedaba empequeñecida por los altísimos edificios que la rodeaban, pero aún alzaba su estructura metálica en París. También existía aún en la capital de Francia la hermosa Catedral de Nuestra Señora. Pero el resto de lo que fue Ciudad Luz, el Cerebro del Mundo de otros tiempos —de la que tantas cosas había leído Alan en los libros— había sido barrido, arrollado por los siglos en su constante avanzar hacia el futuro. Los edificios no duraban eternamente.

En Zurich el joven Donnell visitó el Instituto Lexman para la Navegación Espacial, magnífico grupo de edificios construido con los fondos obtenidos de los derechos que dio la explotación del sistema de propulsión Lexman. El monumento a Alexander Lexman, el primer astronauta que puso las estrellas al alcance del hombre en el año 2337, era una bella estatua que medía 15 metros de altura.

Alan consiguió que el director del Instituto le concediera una audiencia. El despacho en que le recibió el director estaba adornado con recuerdos de aquel vuelo de prueba —que hizo época— realizado en 2338.

—Me interesa la obra de James H. Cavour — dijo Alan, que por la cara de desdén que puso su interlocutor conoció que había cometido un grave error.

—Cavour está todo lo lejos de Lexman que se puede estar, amigo mío. Cavour fue un soñador; Lexman, un valiente, un hombre de acción.

—Lexman triunfó. ¿Es que sabe usted positivamente que Cavour no triunfase?

—Es que viajar a mayor velocidad que la luz es absolutamente imposible, amigo. Es un sueño, una quimera.

—¿Quiere darme a entender que no luchan ustedes por conseguirlo?

—Los Estatutos de esta Corporación fueron redactados por el propio Lexman, y disponen y mandan que nos consagremos a la obra de conseguir perfeccionamientos en la navegación espacial. Nada preceptúan sobre sus fantasías y ensueños. No; no nos ocupamos de la hiperpropulsión en este Instituto, y no nos ocuparemos de eso en tanto permanezcamos fieles al espíritu de la obra de Alexander Lexman.

Alan estuvo a punto de decir que Lexman fue un hombre audaz, un explorador sin miedo, que no reparaba en gastos ni hacía caso de la pública opinión. Estaba claro como la luz del día que los elementos del Instituto hacía largo tiempo que se habían fosilizado. Era gastar saliva en balde discutir con ellos.

Desalentado, prosiguió el viaje y se detuvo en Viena. Fue al Teatro de la Opera a oír buena música y cantantes famosos. Max siempre había deseado ir a pasar unas vacaciones en Viena en compañía de Alan, para deleitarse con las obras de Mozart. El joven creía que tenía el deber de rendir ese homenaje al pobre Hawkes. Las óperas que vio eran muy antiguas, en realidad medievales. Recrearon su alma las dulces melodías; pero parecióle al joven que los argumentos de las óperas eran difíciles de entender.

Fue a ver una función de circo en Ankara, vio un partido de fútbol en Budapest y una exhibición de lucha libre con gravedad cero en Moscú. Viajó por toda la Siberia, donde pasó Cavour sus últimos años, y vio que lo que había sido un yermo helado, tierra apropiada para los experimentos con astronaves en el año 2570, era ahora una floreciente ciudad moderna habitada por cinco millones de almas. Tiempo hacía que había desaparecido el campo en que realizaba sus experimentos Cavour.

La fe de Alan en la permanente naturaleza del esfuerzo humano fue restaurada en cierto modo por su visita a Egipto, pues allí vio las pirámides, las cuales contaban muchos miles de años de edad y parecían tan permanentes como los astros.

Se halló en el África del Sur al año justo de haber abandonado la Valhalla, y desde allí se dirigió hacia Oriente, pasando por China y Japón, por las muy industrializadas islas de la parte más remota del Pacífico, y desde las Filipinas regresó al continente norteamericano.

Los cuatro meses siguientes los empleó en viajar por los Estados Unidos. Quedóse admirado contemplando el Gran Cañón y las demás bellezas del pintoresco panorama del Oeste. Al este del Misisipí era diferente el género de vida; entre la ciudad de York y Chicago pocas eran las porciones de tierra que no estuviesen pobladas.

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