Robert Silverberg - Obsesión espacial

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Obsesión espacial: краткое содержание, описание и аннотация

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A causa de la Contracción de Fitzgerald, el viajero del espacio no podía volver a vivir normalmente en la Tierra. Sus viajes duraban años terrestre pero, para los tripulantes de las naves sólo significaban semanas. Cuando regresaban a la Tierra, todo era diferente. Tuvieron que fundar una comunidad de hombres del espacio y convertir sus naves en su único hogar.
Sin embargo, no todos los astronautas estaban satisfechos de su existencia. A Allan Donell le gustaba el espacio y era feliz en su nave, pero su hermano gemelo, Steve, había desertado. El hecho había ocurrido pocas semanas antes, pero ahora Steve, ya tendría veintiséis años y Allan sólo diecisiete.
Eso preocupó a Allan. Quería recuperar a su hermano y encontrar el secreto de la Hiperpropulsi6n de Cavour que, sin duda, estaba escondido en alguna parte de la Tierra y que permitiría al hombre llegar a las estrellas en poquísimo tiempo y eliminaría las diferencias entre el hombre del espacio y el de la Tierra.
Por eso también abandonó la nave. Su hermano y la Hiperpropulsión de Cavour se convirtieron en una obsesión y su búsqueda se convirtió en una terrible aventura en lo que para él, era hostil escenario: la Tierra.

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A finales de noviembre regresó a York. Jesperson le dio la bienvenida en el aeródromo. La ausencia de Alan había durado un año. El joven tenía ya dieciocho años cumplidos y estaba algo más recio y fuerte. Del adolescente ansioso de saber que salió de la Valhalla quedaba muy poca cosa; pero había cambiado por dentro.

Pero una parte de él no había mudado sino para hacer más firme la determinación que había tomado; era la parte que esperaba desvelar el secreto de la navegación a mayor velocidad que la de la luz.

Alan estaba descorazonado. Su viaje habíale revelado el hecho desagradable de que en ninguna parte de la Tierra se hacían investigaciones sobre la hiperpropulsión; las habían iniciado y las habían dejado como cosa imposible o, como los científicos de Zurich, habían condenado a muerte esa idea desde el principio.

—¿Ha encontrado lo que buscaba? — le preguntó Jesperson.

—No; a pesar de haber dado, como quien dice, la vuelta al mundo — respondió Alan. Y mirando un momento al abogado, le preguntó: —¿Cuánto dinero tengo ahora?

—Mucho. Digamos un millón trescientos mil créditos. El año pasado pude hacer algunas inversiones afortunadas.

—Mejor. Procure usted que siga aumentando mi capital. Puede que necesite eso y algo más si me decido a montar un laboratorio para hacer investigaciones y experimentos.

Pero al día siguiente por la mañana el cartero entregó a Alan un paquete. Leyó éste en la etiqueta que el remitente era Dwight Bentley, de Londres.

El joven estuvo un momento pensando quién podía ser el tal Bentley. Recordó en seguida que era el subdirector del Instituto de Tecnología de Londres, la Escuela fundada por Cavour. Una tarde del mes de enero él había tenido una larga conversación con Bentley, en la que se habló de Cavour, de la navegación espacial y de las esperanzas que él abrigaba de perfeccionar la hiperpropulsión.

Abierto el paquete, vio que contenía una carta y un libro. La carta decía:

«Londres, 3 de noviembre de 3877. »

»Apreciado señor Donnell:

»Tal vez no habrá olvidado la agradable charla que sostuvimos en este Instituto el invierno pasado, cuando usted visitó Londres. Recuerdo que mostró usted vivo interés por la vida y obra de James H. Cavour y que dijo se proponía avanzar por el camino que había iniciado Cavour.

»Hace unos días encontramos por casualidad en una de las estanterías de nuestra Biblioteca, el libro que usted buscaba con tanto afán. Me inclino a creer que el señor Cavour nos lo envió desde el laboratorio que tenía en Asia.

»Me tomo la libertad de mandárselo en la esperanza de que le ayudará a realizar su obra y acaso a triunfar al fin en su empeño.

»Le agradeceré lo devuelva a este Instituto después de haberlo leído.

«Atentamente le saluda,

»Dwight Bentley.»

A Alan se le cayó la carta al suelo cuando cogió el libro. Estaba tan deteriorado como el ejemplar de la «Teoría de Cavour» que compró en York. Parecía que un soplo bastaría para convertirlo en polvo.

Impaciente, el joven abrió el libro. Las tres primeras páginas estaban en blanco. La cuarta página del manuscrito, pues manuscrito era, estaba encabezada como sigue:

DIARIO DE JAMES HUDSON CAVOUR

Volumen 16

Del 8 de enero al 11 de octubre de 2570

Capítulo XVII

El Diario de Cavour era un documento curioso y fascinador. Alan no se cansaba de leerlo. Con la imaginación intentaba ver la imagen del denodado y estrafalario fanático que tan desesperados esfuerzos había hecho por acercar los astros a la Tierra.

Como muchos solitarios amargados, Cavour había sido entusiasta diarista. En su Diario relataba los sucesos de su vida cotidiana: las digestiones buenas o malas que hacía, el estado del tiempo, las ideas raras que se le ocurrían o los pensamientos descarriados que tenía, lo que contemplándola como observador veía en la Humanidad en general. Pero lo que más interesaba a Alan era lo que escribía sobre las investigaciones y experimentos para resolver el problema de la hiperpropulsión, de la navegación espacial a mayor velocidad que la luz.

Cavour había trabajado años enteros en Londres, molestado por los periodistas y siendo objeto de la mofa de los científicos. A finales del año 2569 había presentido que se hallaba en el umbral del triunfo. El 8 de enero de 2570 escribió en su Diario:

«El terreno, la situación de la Siberia, es casi perfecto. Si no me ha costado el resto de los ahorros que yo tenía, poco le falta; pero el caso es que aquí tendré la soledad que tanto necesito. Calculo que dentro de seis meses más estará terminado el prototipo inventado por mí. Me llena de profunda amargura el verme forzado a trabajar en mi nave como un obrero cualquiera, cuando hubiera tenido que cesar la parte que a mí me corresponde tres años atrás al exponer yo mí teoría y trazar los planos de la nave. Pero así lo quiere el mundo, y así habrá de ser.»

El 8 de mayo del mismo año:

«Hoy ha venido un visitante, sin duda periodista. Lo he despedido antes de que pudiese distraerme de mi trabajo, pero mucho me temo que él, y otros más, volverán. Ni en esta yerma tundra siberiana me dejan en paz. La obra va saliendo bien, aunque con alguna lentitud. Me daré por satisfecho si la nave queda terminada antes de fin de año,»

El 17 de agosto:

«Los aeroplanos dan vueltas sobre mi laboratorio, y hasta puedo decir que lo cercan. Sospecho que me espían. La nave está a punto de ser acabada. Estará en condiciones de navegar por el sistema de propulsión de Lexman uno de estos días; pero el montaje tardará algunos meses en hacerse.»

El 20 de septiembre:

«Los entremetidos se están haciendo intolerables. Cinco días seguidos hace que un periodista norteamericano intenta que le conceda una entrevista. Al parecer, mi laboratorio siberiano secreto se ha convertido en atracción turística mundial. Por lo que se refiere al generador, tengo que vencer aún grandes dificultades; hay muchas cosas que perfeccionar todavía. No puedo trabajar en estas condiciones. Prácticamente, he suspendido la construcción de maquinaria esta semana.»

Y el 11 de octubre de 2570:

«No me queda otro remedio; tendré que irme de la Tierra para acabar de montar mi generador. Los necios que me acechan para arrancarme el secreto y los burlones no me dejarán en paz, y en ninguna parte de la Tierra puedo tener la soledad que necesito. Me iré a Venus, que está deshabitado o es inhabitable. Acaso no me molestarán durante el par de meses necesarios para poner mi nave en buenas condiciones de navegación interplanetaria. Después podré volver a la Tierra para enseñarles lo que he hecho, y les ofreceré un viaje de demostración a Rigel —ida y vuelta en pocos días—, y quizá…

»¿Por qué atormentan en la Tierra a los pocos hombres que tienen ideas originales? ¿Por qué me persiguen sin cesar desde que declaré que hay un modo de hacer más cortas las distancias espaciales? Nadie contesta a estas interrogaciones. La contestación se oculta en el más apartado y oscuro lugar del alma colectiva humana, y nadie comprende lo que sucede allí. Estoy contento de saber que triunfaré, pese a todo. Algún día, en los siglos venideros, se acordarán de mí y dirán que fui uno de los que lucharon victoriosamente contra la corriente, como Copérnico, como Galileo.»

El Diario terminaba así; pero en las páginas finales —muy pocas— había cálculos, un esquema de colocación en la órbita de Venus, cifras, estadísticas de la distribución geográfica de las masas continentales de Venus.

Alan pensaba que Cavour fue en verdad un bicho raro. La mitad de las «persecuciones» de que se quejaba solamente habían existido en su febril imaginación. Eso poco importaba. Había ido a Venus; daba testimonio de ello el Diario, que había ido a parar al Instituto de Tecnología de Londres. Y, para Alan, sólo había que dar el siguiente paso lógico: ir a Venus, seguir la órbita que Cavour había trazado en su Diario.

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