Una noche de principios de octubre volvió a casa después de salir del garito en que trabajaba. No había nadie en ella, y Alan se metió en la cama en seguida. Más tarde llegaron Hawkes y sus amigos. El joven estaba muy cansado y no se sintió con ánimos de levantarse para ir a saludarlos. Se volvió a quedar dormido.
Horas después sintió que le tocaban unas manos. Abrió un ojo y vio a Hawkes inclinado sobre él.
—Soy Max. ¿Duermes?
—No — respondió Alan, soñoliento aún.
Hawkes lo sacudió varias veces.
—Levántate y vístete. Tengo en casa a unos amigos que quieren hablar contigo.
Alan, medio dormido aún, se levantó de mala gana, se vistió y se lavó la cara con agua fría. Entró con Hawkes en el living. Allí estaban reunidas siete u ocho personas, entre ellas Johnny Byng, Mike Kovak, Al Webber y Lorne Hollis. Alan tomó asiento preguntándose por qué Hawkes le había hecho levantar de la cama.
El tahúr, mirándolo fijamente, le preguntó:
—¿Conoces a todos estos señores, Alan?
Alan, malhumorado aún, contestó afirmativamente.
—Son, conmigo, los fundadores del Sindicato Hawkes. Hace un momento hemos tomado el acuerdo de recibirte como socio. Te necesitamos, Alan.
—¿Me necesitáis?
Hawkes sonrió.
—Sí. Te hemos observado desde que vives conmigo, te hemos puesto a prueba, y hemos visto que sabes adaptarte a todo, que eres fuerte e inteligente, que tienes facilidad para aprender.
Alan se preguntó si estaba dormido o no. ¿Qué era eso del Sindicato? Miró a los circunstantes y se dijo que no se proponían nada bueno.
Hawkes ordenó a Byng:
—Dile lo que queremos de él, Johnny.
—Poca cosa —dijo Byng—. Queremos que nos ayudes a realizar un negocio que nos hará ganar un millón de créditos a cada uno. Aunque es empresa fácil, soy de la opinión que tú nos eres indispensable para llevarlo a feliz término.
Alan estaba ya despierto del todo y rogó a Hawkes que le explicara en qué consistía el tal negocio. El tahúr tomó entonces la palabra:
—El Banco de la Reserva Mundial tiene que transportar dinero a una de sus sucursales el viernes próximo. Son por lo menos diez millones de créditos que meterán en un camión acorazado. El amigo Hollis, aquí presente, ha podido averiguar el tipo de onda de los robots que custodiarán el camión. Y Al Webber tiene un equipo que puede paralizar a los robots guardianes si se sabe la longitud de onda a que éstos operan. Siendo así, no parece cosa difícil el dejar el camión sin guardianes. Se espera hasta que esté cargado, se eliminan los robots y los guardianes humanos y nos vamos nosotros con el camión.
Alan, pensativo, frunció el ceño.
—¿Puedo saber por qué se me cree tan indispensable para llevar a cabo este negocio?
El joven no tenía el menor deseo de robar, ni el dinero del Banco ni ninguna otra cosa.
—Porque eres el único de nosotros que no está inscrito en el Registro de No Agremiados, y, por tanto, no tienes número de televector. No podrán dar contigo.
Alan vio claro de súbito.
—¿Por eso no me deja usted que me inscriba? ¿Me ha protegido usted para que no pueda negarle mi colaboración?
—Sí. En la Tierra es como si tú no existieras. Si uno de nosotros se marcha con el camión, la policía no tiene otra cosa que hacer que trazar las coordenadas del camión y seguir los diagramas del televector del hombre que conduce el vehículo. De ese modo la detención del hombre es inevitable. Pero si eres tú el conductor no es posible averiguar el camino que sigas. ¿Comprendes?
—Comprendo —respondió Alan, que dijo para su capote: «no me gusta hacer eso»—. Dejadme que lo piense un poco. Lo consultaré con la almohada y mañana os daré la contestación.
Los rostros de los ocho tertulianos de Hawkes expresaban la turbación de sus dueños. Webber empezó a decir algo, pero Hawkes le interrumpió diciendo:
—El chico tiene sueño. Necesita tiempo para acostumbrarse a la idea de hacerse millonario. Mañana por la mañana os telefonearé. ¿Conformes?
Los ocho se fueron en seguida. Solos ya Hawkes y Alan, el tahúr miró al joven. No existía ya el afecto fraternal que el jugador había profesado al muchacho. En el rostro de Hawkes se pintaba la fría gravedad del hombre de negocios.
—¿Qué es eso de que quieres consultarlo con la almohada? ¿Quién te ha dicho que tienes libertad para hacer lo que te venga en gana?
—¿Es que no voy a poder hacer nada en mi vida? ¿Y si no quiero ser ladrón? Usted no me dijo…
—No tenía porqué decírtelo. Mira, niño; no te traje aquí para que salvaras mi alma. Te traje porque vi en ti facultades para hacer este trabajo. Te he protegido durante tres meses. Te he dado educación para que sepas vivir en este planeta. Ahora te pido que me des muestras de que agradeces un poco lo mucho que he hecho por ti. Byng ha dicho la verdad. Eres indispensable para llevar a buen fin el negocio. En este momento tus sentimientos personales no cuentan para nada.
—¿Cree usted?
—Sí.
Alan miró con frialdad a Hawkes, al Hawkes que se había quitado la máscara que ocultaba su verdadero rostro.
—Max, no crea usted que pido que se me concedan ventajas aprovechándome de la tentadora proposición que me hacen de ingresar en ese Sindicato. Es que no me interesa ser su socio. Pero sí quiero saldar la deuda que tengo con usted. Le he entregado a usted las ganancias que he hecho en el juego, que ascienden a algunos miles de créditos. Déme quinientos créditos, quédese el resto, y en paz. Y usted siga su camino, que yo seguiré el mío.
Hawkes soltó la carcajada.
—¡Qué bonito! Me propones que me quede con el dinero y te deje ir. ¿Tan tonto me crees? Sabes los nombres de los componentes del Sindicato, conoces nuestros planes, lo sabes todo. Muchos pagarían por poder tomar parte en este negocio. Yo andaré por mi camino y tu andarás por mi camino también. Y si te niegas… ¿Sabes lo que te pasaría si te negases?
—Que me matarían. ¡Vaya un modo que tiene usted de entender la amistad! O robo o… lo otro.
Cambió la expresión del rostro de Hawkes. El tahúr sonrió, y con acento que era casi zalamero habló así:
—Escúchame, Alan. Hace meses que venimos madurando este negocio. He pagado las deudas de tu hermano, siete mil créditos, para asegurarme tu colaboración. No hay peligro, te lo digo yo. No he querido amenazarte, sino hacerte ver mi punto de vista. Tienes el deber de ayudarme.
Alan miró al jugador con curiosidad.
—¿Por qué tiene tanto empeño en que se cometa ese robo Max? Gana usted un dineral cada noche. ¿Qué falta le hace un millón de créditos más?
—A mí, ninguna. Pero a algunos de mis amigos no les vendría mal. Johnny Byng necesita dinero. Y Kovak también, porque debe a Bryson treinta mil créditos.
Y como disculpándose, como suplicando, añadió Hawkes:
—Estoy fastidiado, Alan, fastidiado como tú no puedes llegar a figurarte. El juego me hastía, porque soy demasiado buen jugador. Sólo pierdo cuando quiero perder. Por eso quiero dejar la profesión y dedicarme a los… negocios. Pero el negocio que quiero hacer ahora no puedo hacerlo sin ti.
Guardaron silencio por un momento. Durante este instante Alan pensó que Hawkes y sus socios eran hombres en estado de desesperación, que a él no le dejarían vivir si se negaba a ayudarlos. Díjose el joven que se había llevado un gran desengaño al saber que Hawkes lo había protegido para cobrarse la protección haciendo de él un ladrón.
Intentaba persuadirse Alan de que no podía elegir, de que este mundo era una selva donde no se conocía la moralidad y que el millón de créditos que ganaría podría emplearlo en hacer experimentos para lograr la hiperpropulsión. Pero tan sutiles argumentos no contenían convicción alguna. Lo que él iba a hacer no tenía justificación.
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