Alan, con su hermano a cuestas, siguió andando. Gritaba en aquel momento Kelleher:
—¿Es que tenéis los músculos blandos, que no tenéis fuerza para mover las manivelas de los tornos? A ver si… —. Y al darse cuenta de la presencia de Alan, dijo bajito —: ¡Alan!
—¡Hola, Dan! ¿Anda mi padre por ahí?
Kelleher estaba mirando con curiosidad al dormido Steve.
—Está franco de servicio. Está de guardia Art Kandin.
—Gracias —respondió Alan—. Voy a hablar con Kandin ahora mismo.
—Bueno. ¿Traes a…?
—Sí, es Steve.
El chico pasó por entre las grúas y subió a la nave por la rampa mecánica. Estaba cansado, pues hacia rato que llevaba la carga de su hermano. Sentó a Steve junto a una ventana, frente a una pantalla televisora, y dijo a Rata:
—Estáte tú aquí, y si alguien te pregunta quién es, dile la verdad.
—Está bien.
Alan encontró a Art Kandin en la Sala de Mandos Central, formando la lista de los tripulantes que prestarían servicio al día siguiente, que era el de la salida de la nave. El mofletudo primer oficial no oyó entrar a Alan.
—¡Art!
Kandin se volvió y se puso pálido.
—¡Alan! ¿Se puede saber dónde has estado estos dos días últimos?
—En la ciudad. ¿Cómo se ha tomado mi ausencia mi padre? ¿Estaba inquieto por mí?
El primer oficial sacudió la cabeza y respondió:
—Si tenía inquietud, no la manifestaba. Decía que no habías desertado, que te habías ido a ver la ciudad. Y decía eso una y otra vez, como si realmente no lo creyera, como si quisiera convencerse a sí mismo de que tú volverías.
—¿Dónde está ahora?
—En su cámara. Voy a telefonearle.
—No; no le haga venir. Dígale que estoy en la cubierta B. Allí he dejado a Steve.
Kandin se encogió de hombros y dijo que así lo iba a hacer.
Alan regresó al sitio en que había dejado a su hermano. Rata, que estaba sentado sobre el hombro de Steve, miró a su amigo.
—¿Ha venido alguien? — preguntó el joven.
—Nadie, desde que tú te fuiste —contestó el ser extraterrestre.
—¡Alan! — llamó una voz reposada.
Volvióse Alan y dijo:
—¡Papá!
El enjuto y severo rostro del capitán tenía algunas arrugas más. Las ojeras, las manchas lívidas que aparecían debajo de los párpados, pregonaban que no había podido conciliar el sueño la noche pasada. Tomó la mano de Alan y se la estrechó con fuerza, como padre, no como capitán de la nave. Luego miró al hombre dormido que estaba detrás de Alan.
—He encontrado a Steve en la ciudad, padre.
La mirada del capitán Donnell expresó una inquietud que sólo duró un instante. Se sonrió luego y dijo:
—Me extraña veros a los dos aquí. ¿Cómo te las has arreglado para traer a Steve? Volverá a formar parte de la tripulación. ¿Por qué duerme de ese modo? Parece como si estuviese ebrio.
—Le hemos dado un narcótico. Es muy largo de contar, papá.
—Me lo contarás más tarde, cuando la nave haya partido.
—Te lo contará el propio Steve cuando despierte esta noche. Tiene mucho que contar. Yo me vuelvo a la ciudad.
—¿Que te vuelves a la ciudad, dices?
—Sí.
Era eso fácil de decir en aquel momento, puesto que, mientras Alan cruzaba el astropuerto en dirección de la Valhalla, había cristalizado ya la decisión tomada por el joven, la cual había ido adoptando vaga forma durante algunas horas antes.
—Te he traído a Steve, papá. Tendrás un hijo a bordo. Yo me marcho. Necesito vivir en la Tierra por algún tiempo. Según el Reglamento, tú no te puedes negar a concederme la excedencia.
—Es cierto, Alan; pero ¿para qué la quieres?
—Para poder llevar a cabo mis propósitos. En la Tierra podré trabajar en ello mejor que a bordo. Quiero ver si encuentro el cuaderno de apuntes de Cavour. Sigo creyendo que perfeccionó la hiperpropulsión. Y si no es así, la perfeccionaré yo. Dile a Steve que le deseo buena suerte y pídele que él me la desee a mí —. Y mirando a Rata, dijo a éste —: Tú, Rata, quédate con Steve. Si tú hubieras estado con él, en vez de conmigo, mi hermano no habría desertado.
Alan miró a su alrededor, a su padre, a Steve, a Rata. No podía decir mucho más de lo que había dicho. Sabía que si prolongaba más tiempo la escena de despedida, se afligirían más su padre y él.
—No volveremos de Proción hasta dentro de veinte años, Alan. Tú tendrás para entonces treinta y siete años y…
Sonrióse Alan.
—Tengo el presentimiento y abrigo la esperanza de que nos veremos antes, papá. Despídeme de mis compañeros. ¡Hasta pronto!
—¡Dios te bendiga, hijo mío!
Alan bajó por la rampa. No dijo nada a Kelleher ni a los hombres que estaban cargando la nave. Atravesó el campo casi corriendo. Iba contento. Ya había encontrado parte de lo que buscaba. Steve volvía a hallarse a bordo de la Valhalla. Pero él tenía que empezar a trabajar ahora. Tenía que hacer que fuese un hecho la hiperpropulsión. Quizás Hawkes le ayudaría. Tenía que triunfar, que realizar sus proyectos esta vez. Pero no era aquél el momento de pensar en eso.
El tahúr le aguardaba en el mismo sitio. Recibió, risueño, a Alan.
—Ha ganado usted la apuesta —le dijo el joven.
—Puedo decir que he perdido muy pocas. Me debes cien créditos. Ya me los pagarás más adelante.
Regresaron a la ciudad de York casi sin hablarse durante el viaje. Pensaba Alan que Hawkes, obrando con la discreción que le caracterizaba, o se abstenía de preguntar a su joven amigo los motivos que había tenido para tomar esa decisión o había barruntado que él, Alan, no partiría para Proción en el Valhalla.
El fin que perseguía Alan era la hiperpropulsión de Cavour. Se dejaría proteger por el tahúr para conocer mejor las cosas de la vida. Nada perdería en hacer la prueba. Tenía que inventar, y lo inventaría, un sistema de propulsión que hiciera navegar a las astronaves a mayor velocidad que la luz.
Ya en el piso de Hawkes, éste obsequió al muchacho con una copita.
—Para celebrar la constitución de nuestra sociedad —dijo el jugador.
Alan aceptó la copa y se la bebió. El licor le abrasó la garganta un momento, y pensó el joven que jamás se aficionaría a la bebida. Sacó un objeto de uno de sus bolsillos. Hawkes, al verlo, mostró su extrañeza frunciendo el ceño y preguntando:
—¿Qué es eso?
—Mi reloj calendario. Todos los astronautas tenemos uno. Por él sabemos nuestra edad cronológica cuando estamos a bordo. ¿Ve usted? Aquí dice: «Año 17, Día 3». Cada veinticuatro horas de tiempo subjetivo, cambia el día; y al llegar a trescientos sesenta y cinco días, el año. Me parece que, de ahora en adelante, no voy a necesitar más este reloj. Estoy en la Tierra. Cada día que pasa no es más que un día. La misma cosa son el tiempo objetivo y el subjetivo.
—Puedes tirar ya ese aparatito que te dice la edad que tienes —dijo Hawkes, riéndose alegremente—. Y enseñando a Alan un botón que había en la pared, añadió —: Apretando este botón, saldrá la cama. Yo dormiré en la habitación de siempre. Lo primero que haré mañana es comprarte ropa, para que puedas andar por las calles sin que la gente te señale con el dedo y te insulte llamándote ¡navícola! Te presentaré a algunos amigos míos. Aprenderás el oficio en los locales de categoría C.
Los primeros días de vivir con Hawkes fueron muy emocionantes para Alan. El jugador quiso que su joven amigo vistiera a la última moda, con ropa moderna que tenía cierres automáticos o de cremallera y botones de presión, que, cosa increíble, resultaban más cómodos que el uniforme de astronauta. Poco a poco iba conociendo mejor la ciudad de York y le extrañaban menos las cosas que en ella veía. Estudiaba los mapas del tubo y del torpedo aéreo para saber por donde había de pasar para trasladarse de un lado a otro.
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