Robert Silverberg - Obsesión espacial

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Obsesión espacial: краткое содержание, описание и аннотация

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A causa de la Contracción de Fitzgerald, el viajero del espacio no podía volver a vivir normalmente en la Tierra. Sus viajes duraban años terrestre pero, para los tripulantes de las naves sólo significaban semanas. Cuando regresaban a la Tierra, todo era diferente. Tuvieron que fundar una comunidad de hombres del espacio y convertir sus naves en su único hogar.
Sin embargo, no todos los astronautas estaban satisfechos de su existencia. A Allan Donell le gustaba el espacio y era feliz en su nave, pero su hermano gemelo, Steve, había desertado. El hecho había ocurrido pocas semanas antes, pero ahora Steve, ya tendría veintiséis años y Allan sólo diecisiete.
Eso preocupó a Allan. Quería recuperar a su hermano y encontrar el secreto de la Hiperpropulsi6n de Cavour que, sin duda, estaba escondido en alguna parte de la Tierra y que permitiría al hombre llegar a las estrellas en poquísimo tiempo y eliminaría las diferencias entre el hombre del espacio y el de la Tierra.
Por eso también abandonó la nave. Su hermano y la Hiperpropulsión de Cavour se convirtieron en una obsesión y su búsqueda se convirtió en una terrible aventura en lo que para él, era hostil escenario: la Tierra.

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Comían a eso de las seis de la tarde y luego se iban a trabajar, Hawkes operaba en las casas de juego de la categoría A. La primera semana Alan acompañó a Hawkes. Se ponía detrás de su maestro para aprender la técnica que éste empleaba. Al empezar la segunda semana el joven jugaba ya en los locales de la categoría C situados cerca de los de la categoría A en que operaba Hawkes.

Cuando el joven preguntaba a Hawkes si debía inscribirse en el Registro de No agremiados, el tahúr le respondía:

—Todavía no.

—Pero ¿por qué? Ya hace una semana que soy jugador profesional.

—Porque no hace falta. No lo manda la ley.

—Yo quiero inscribirme. Tengo ganas de estampar mi firma en algún documento, para demostrar que resido en la Tierra.

Los serenos ojos azules de Hawkes miraron de una manera extraña a Alan, que a éste le pareció amenazadora.

—No quiero que pongas tu firma en ningún papel ni que te inscribas en el Registro de No Agremiados. ¿Te enteras?

—Sí, pero…

—¡Sin pero!

Alan refrenó su cólera. Estaba acostumbrado a obedecer. Hawkes sabía más que él. De todas formas dependía del tahúr y no quería enojarle innecesariamente por el momento. Hawkes era rico; podía financiar la construcción de una nave movida por la hiperpropulsión. Alan pensaba en esto con serenidad, y se sorprendía y hasta se regocijaba cuando se daba cuenta de lo ingenuamente que estaba obrando desde que dejó de ser tripulante de la Valhalla.

Primero empleó esta ingenuidad en las mesas de juego. En los primeros diez días de ejercer la profesión perdió —los perdió Hawkes, que se los dio— setecientos créditos, pese a haber ganado una jugada de trescientos una noche.

Hawkes se quedó tan tranquilo.

—Aprenderás el oficio con el tiempo, Alan. Dentro de unas cuantas semanas más sabrás hacer las combinaciones, mover los dedos con agilidad y destreza, pensar con rapidez.

Alan estaba abatido. Aquella noche había perdido trescientos créditos. Le parecía que sus torpes dedos jamás sabrían hacer las combinaciones con bastante rapidez. Él, como Steve, había nacido para perder. Nunca llegaría a adquirir la destreza que exigía el oficio de tahúr.

—Me alegro de verle tan optimista, Hawkes. Si no le importa perder dinero…

—Algún día ganarás el doble para mí. He hecho una apuesta de cinco contra uno a que antes del otoño serás jugador de la categoría B.

Alan lo dudaba. Para ser jugador de la categoría B había que ganar por término medio doscientos créditos cada noche durante diez días seguidos, o tres mil en un mes. Y eso parecía cosa imposible. Pero, como de costumbre, Hawkes ganó la apuesta. En los meses de mayo y junio mejoró la suerte de Alan. A principios de julio ganó algunas jugadas fuertes, y se oyeron rumores de protesta cada vez que fue a la banca a cobrar. Aquella noche volvió a casa con seiscientos créditos de ganancia. Hawkes abrió un cajón y sacó de él una esbelta pistola que disparaba neutrinos.

—Será mejor que lleves esto encima de aquí en adelante, Alan.

—¿Para qué?

—Para defenderte. Empiezan a fijarse en lo que haces. Se habla mucho de ti. Saben que cada noche vuelves a casa con dinero en el bolsillo.

Alan examinó la pistola. Era un arma que lanzaba por la boca mortíferas corrientes de neutrinos activos, de un modo invisible y sin formar masa, de efectos fatales.

—¿He de hacer uso de ella? —preguntó el muchacho.

—Una sola vez. Si lo haces bien, no tendrás que utilizarla más.

Alan no había tenido necesidad de emplearla, pero la llevaba siempre encima. Seguía aumentando su habilidad en el juego. Aquel juego era como la astrogación. Aprendió a hacer las combinaciones en menos tiempo que sus rivales.

En una noche cálida de mediados de julio, el dueño de la casa de juego que más frecuentaba Alan detuvo a éste al entrar y le dijo:

—¿Es usted Donnell?

—Sí, señor. ¿Pasa algo?

—Nada grave. He observado que en las dos últimas semanas ha ganado usted cerca de tres mil créditos. Por esa razón, no puede continuar operando en esta casa. No tengo queja de usted, y de veras lo siento. Tome esto. Es para que le dejen entrar en las casas donde trabajará en lo sucesivo.

El dueño dió al joven una tarjeta. Era una tarjeta de plástico de color gris; en letras amarillas se leía en ella: CATEGORÍA B. Alan había sido ascendido.

Capítulo XIII

No todo eran rosas en las casas de juego de la categoría B; había en ellas más espinas que flores. Los contrincantes no se dejaban vencer así como así. Algunos de éstos eran jugadores que habían ascendido de la categoría C a la B; otros procedían de la A, y eran los que habían perdido esta categoría, pero se defendían bien en la B. Los que no sabían defenderse descendían a la categoría C y no podían poner los pies en los locales de la categoría B. Alan notaba ausencias y veía caras nuevas todos los días.

Alan ganaba con frecuencia, y Hawkes, en su categoría, ganaba también. El joven Donnell entregaba sus ganancias al tahúr, y éste le daba a Alan todo el dinero que necesitaba para sus gastos.

Corría el mes de agosto y hacía aquel verano un calor sofocante, a pesar de los esfuerzos de la Oficina de Regulación del Tiempo. Después de medianoche se hacía caer una lluvia artificial que refrescaba la atmósfera. Alan solía regresar a casa a esa hora, y le gustaba andar despacio por las calles, mojándose. La lluvia era una novedad para él. Y estaba deseando que llegase el invierno para ver lo que era la nieve.

Pensaba muy pocas veces en la Valhalla. Habíase acostumbrado a apartar la nave de su pensamiento, pues sabía que, si empezaba a arrepentirse de la decisión que había tomado, el arrepentimiento lo atormentaría a todas horas. La vida en la Tierra era extraordinariamente fascinadora, y él confiaba en que algún día tendría la suerte de encontrar el cuaderno de apuntes de Cavour, el libro en que este hombre eminente había anotado tantas cosas sobre la hiperpropulsión.

Hawkes le enseñaba a luchar, a hacer trampas con los naipes, a arrojar cuchillos. No era ésta la educación que debía darse a un joven virtuoso; pero en la Tierra se concedía poco valor a la virtud. O matar o ser muerto. Y Alan quería aprender a seguir viviendo en la Tierra. Hawkes era maestro en eso, y Alan un buen discípulo suyo.

En una noche húmeda, calurosa y sofocante de principios de septiembre, Alan hubo de poner a prueba sus facultades de luchador, su destreza en atacar y defenderse. Había estado jugando en el Lido, un garito del suburbio de Ridgewood. Salió de allí con más de setecientos créditos en el bolsillo. El joven estaba contento de su suerte. Hawkes operaba en una casa que estaba muy lejos de aquel arrabal. Por eso convinieron en regresar a casa cada uno por su lado. Solían volver juntos todas las noches, y por el camino comentaban las dificultades que habían tenido que vencer para hacer su trabajo. Hawkes mostraba a Alan los defectos que tenía la técnica del joven y los errores que éste había cometido.

Alan llegó a Hasbrouck a eso de las doce y media de la noche. No había luna. Las calles de Hasbrouck no estaban tan bien alumbradas como las de los barrios comerciales y aristocráticos de la ciudad. La humedad hacía sudar a Alan. Se oía el zumbar de los helicópteros, que reventaban las nubes para que lloviera.

Cayeron las primeras gotas a la una menos cuarto. Alan sonreía de júbilo, porque la lluvia le limpiaba el sudor. Él se mojaba mientras los transeúntes corrían a resguardarse del agua.

Reinaba la oscuridad más absoluta. De pronto, Alan oyó pasos. Un momento después una mano de hierro hizo presa en su hombro, y en la espalda…

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