George Martin - Los viajes de Tuf

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Los viajes de Tuf: краткое содержание, описание и аннотация

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Haviland Tuf es un ser curioso: un mercader independiente de gran tamaño, obeso, calvo y con la piel blanca como el hueso. Es vegetariano, bebe montones de cerveza, come demasiado y le encantan los gatos. Y además es completa y absolutamente honesto. Tuf logra poseer una enorme nave espacial, el Arca, la única superviviente del antiguo Cuerpo de Ingeniería Ecológica de la Vieja Tierra. Al Arca es un artilugio desaparecido hace más de mil años, pero que revive gracias a Tuf y a sus gatos. A lo largo de los siete relatos que forman este libro, Tuf consigue la nave, la repara y resuelve un sinfín de problemas espaciales con la ayuda de la ingeniería ecológica, una profesión que él recupera y a la que añade la impronta de su personalidad, astucia e ironía.

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Frenó el vehículo, sorprendida, y observó cómo la ola de luz se prolongaba a lo lejos. Se volvió hacia atrás y vio que el pasillo de donde había venido seguía sumido en las tinieblas.

Entonces se dio cuenta de algo que, antes, en la oscuridad, no había resultado tan obvio. En el suelo había seis delgadas líneas paralelas. Estaban hechas de plástico traslúcido y sus colores eran rojo, azul, amarillo, verde, plateado y púrpura. Sin duda, cada línea debería llevar a un sitio distinto. El único problema era que ignoraba adónde.

Pero mientras observaba las líneas, la de color plateado empezó a brillar como iluminada desde dentro hasta que ante su vehículo palpitó una delgada cinta de luminosidad plateada. Al mismo tiempo el panel que tenía sobre su cabeza se oscureció. Rica frunció el ceño y, poniendo en marcha el vehículo, avanzó un par de metros, abandonando las sombras y volviendo a la luz. Pero cuando se detuvo el panel se apagó igual que el anterior. La cinta plateada del suelo seguía palpitando rítmicamente.

—De acuerdo —dijo Rica—, lo haremos a tu modo.

Puso nuevamente en marcha el vehículo y avanzó por el corredor, dejando tras de ella otra vez la oscuridad.

—¡Viene! —chilló Celise Waan al iluminarse el pasillo, dando casi un salto en el aire.

Jefri Lion se quedó inmóvil con el ceño fruncido. En las manos sostenía un rifle láser y en la cintura llevaba un lanzador de dardos explosivos y una pistola ultrasónica. Atado a la espalda en un arnés, tenía un enorme cañón de plasma. Además, una cartuchera de bombas mentales colgaba de su hombro derecho, en tanto que del izquierdo pendía otra con granadas luminosas y en el muslo se había atado una vaina con un enorme vibrocuchillo. En el interior de su casco dorado Lion sonreía sintiendo el nervioso latir de su sangre. Estaba dispuesto a todo. No se había encontrado tan bien desde hacía un siglo, cuando estuvo por última vez en mitad de la acción con los Voluntarios de Skaeglay, enfrentándose a los Ángeles Negros. Al diablo todo ese polvoriento saber académico: Jefri Lion era un hombre de acción y ahora volvía a sentirse joven.

—Silencio, Celise —dijo—. No viene nadie. Somos solamente nosotros. Se han encendido las luces yeso es todo.

Celise Waan no pareció demasiado convencida. También ella iba armada, pero su rifle láser colgaba flojamente de sus manos rozando el suelo porque ella aseguraba que pesaba demasiado. Jefri Lion no estaba demasiado tranquilo pensando en lo que podía suceder si intentaba utilizar una de sus granadas luminosas.

—Mira —dijo ella señalando hacia adelante—, ¿qué es? Jefri Lion vio que en el suelo había dos cintas de plástico, una negra y la otra anaranjada, que se encendió un segundo después.

—Debe ser algún tipo de guía manejada por el ordenador —dijo—. Sigámosla.

—No —dijo Celise Waan. Jefri Lion la miró con expresión malhumorada. —Oye, Celise, yo estoy al mando y harás todo lo que yo te diga. Podemos enfrentarnos a cualquier cosas que se nos ponga por delante, así que en marcha.

—¡No! —replicó tozudamente Celise Waan—. Estoy cansada y este lugar no me parece nada seguro, así que no pienso seguir avanzando.

—Es una orden clara y directa —dijo Jefri Lion con impaciencia.

—Oh, ¡ni hablar! No puedes darme órdenes. Tengo sabiduría completa y tú eres sólo un Erudito Asociado.

—No estamos en el Centro —le replicó Lion irritado—. ¿Piensas venir?

—No —dijo ella, sentándose en el suelo en mitad del pasillo y cruzándose de brazos.

—Entonces, muy bien. Que tengas buena suerte. —Jefri Lion le dio la espalda y empezó a seguir la cinta de color naranja. Detrás de él, inmóvil, su ejército siguió con los brazos cruzados y le contempló marchar en tozudo silencio.

Haviland Tuf había llegado a un lugar muy extraño. Había recorrido interminables corredores en tinieblas llevando en brazos el flácido cuerpo de Champiñón, sin apenas pensar, sin tener ningún plan ni destino concretos. Finalmente, uno de los angostos corredores le había llevado a lo que parecía ser una gran caverna cuyas paredes quedaban muy lejos de él. De pronto se sintió engullido por el vacío y la oscuridad y cada paso de sus botas despertaba un sinfín de ecos en las paredes distantes. Había ruidos en la oscuridad. Primero un leve zumbido que apenas si podía oírse haciendo un gran esfuerzo y luego un ruido de líquido, como el incansable movimiento de algún océano subterráneo que careciere de límites. Pero, como se recordó a sí mismo Haviland Tuf, ahora no se encontraba bajo tierra. Estaba perdido en una vieja nave espacial, llamada el Arca, rodeado de personas malvadas, con Champiñón en brazos, muerto por sus propias manos.

Siguió caminando durante un tiempo imposible de precisar. Sus pisadas resonaban en la oscuridad. El suelo era liso y perfectamente llano, como si fuera a continuar eternamente. Mucho tiempo después tropezó con algo en la oscuridad. No iba muy de prisa y no se hizo daño, pero con el golpe dejó caer a Champiñón. Extendió las manos, decidido a saber con qué objeto había chocado, pero le resultaba difícil saberlo llevando los espesos guantes del traje. Al menos se pudo dar cuenta de que tenía gran tamaño y era de forma curva.

Entonces se encendieron las luces. Para Haviland Tuf no fue ninguna explosión cegadora. En este lugar la luz era débil y no muy brillante. Al proyectarse desde el techo hasta el suelo, arrojaba por todas partes ominosas sombras negras y las áreas iluminadas cobraban una curiosa tonalidad verdosa, como si estuvieran cubiertas con alguna especie de musgo fosforescente.

Tuf contempló lo que le rodeaba y le pareció que más que una caverna era como un túnel. Pensó que debía haber recorrido casi un kilómetro de un lado a otro pero su anchura no resultaba nada comparada con su longitud: debía ir a lo largo de todo el eje principal de la nave, pues parecía perderse en el infinito en ambas direcciones de dicho eje. El techo era una confusión de sombras verdosas y, muy por encima de él, resonaban los débiles ecos metálicos de cada sonido al chocar con sus curvas casi invisibles. Había máquinas, muchas máquinas. En las paredes había subestaciones del ordenador, extraños aparatos que no se parecían a nada visto antes por Haviland Tuf, así como mesas de trabajo con toda clase de servomecanismos que iban de lo enorme a lo diminuto.

Pero el rasgo principal de aquel grandioso lugar eran las cubas.

Había cubas por todas partes. A lo largo de las paredes había hileras interminables de ellas y en el techo se veían asomar también sus rechonchas siluetas. Algunas eran inmensas y sus muros traslúcidos habrían bastado para cobijar a la Cornucopia, y en todos los espacios disponibles se veían celdillas tan grandes como la mano de un hombre, miles y miles de ellas, subiendo del suelo al techo como colmenas de plástico. Los ordenadores y las estaciones de trabajo palidecían insignificantes en comparación con ellas, y era fácil pasar por alto los pequeños detalles de la estancia. Haviland Tuf se dio cuenta por fin de donde procedía el ruido líquido que había estado oyendo. La luz verdosa le permitió ver que casi todas las cubas estaban vacías, pero había algunas (una aquí, dos algo más lejos) que parecían estar repletas de líquidos coloreados que hervían o eran agitados por los leves movimientos de siluetas borrosas contenidas en su interior.

Haviland Tuf permaneció un largo tiempo inmóvil contemplando aquel paisaje colosal, sintiéndose muy diminuto en comparación. Finalmente dejó de mirar y se inclinó para recoger nuevamente a Champiñón. Al hacerlo se dio cuenta de lo que le había hecho tropezar en la oscuridad: era una cuba de tamaño mediano cuyas paredes transparentes se curvaban alejándose de él. Estaba llena de un espeso fluido amarillento en el interior del cual se agitaban, de vez en cuando, chorros de otro color rojo vivo. Tuf oyó un leve gorgoteo y sintió una débil vibración, como si en el interior de la cuba algo se moviera. Se acercó a ella y, alzando la cabeza, miró en su interior.

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