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Algis Budrys: El laberinto de la Luna

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Algis Budrys El laberinto de la Luna

El laberinto de la Luna: краткое содержание, описание и аннотация

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El científico Ed Hawks ha creado el transmisor de materia, una máquina increíblemente poderosa que puede enviar a un hombre a la Luna al tiempo que crea un duplicado suyo aquí en la Tierra. Pero todos los voluntarios que son enviados a la Luna mueren unos pocos minutos más tarde en el laberinto alienígena que ha sido descubierto allí, mientras que sus duplicados terrestres, unidos tlepáticamente a ellos, se ven sumidos en la locura. Hasta que aparece Al Barker, un aventurero que ha pasado toda su vida desafiando a la muerte, y que ahora está dispuesto a desentrañar definitivamente ese desafío alienígena…

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—Oh, lo siento…, ¡pensé que trabajaba aquí! —se imitó a sí misma.

—No…, eh…, no lo hago —comentó él.

—Bien…, eh…, ¿hay alguien?

—No lo sé. ¿Cree que deberíamos llamar en voz alta o algo así…?

—¿Qué diríamos?

—«¡Eh, usted!»

—¿Y si golpeáramos con una moneda sobre el mostrador?

—Yo…, este…, sólo dispongo de un billete de a cinco.

—Bien, entonces… —Él dejó que su voz se perdiera en una imitación tensa de un murmullo azarado.

La muchacha golpeó impaciente con el pie sobre la madera del suelo.

—¡Sí, es exactamente así como habría sido! ¡Y ahora lo hacemos aquí en vez de en la tienda! ¿No puede cambiarlo?

Hawks respiró hondo.

—Me llamo Edward Hawks. Tengo cuarenta y dos años, soltero, graduado universitario. Trabajo para la Continental Electronics.

—Yo soy Elizabeth Cummings. Estoy empezando como diseñadora de moda. Soltera. Tengo veinticinco años —dijo ella, volviendo el rostro para mirarle—. ¿Por qué iba caminando?

—Cuando era niño solía andar a menudo —contestó él—. Tenía muchas cosas en las que pensar. No lograba entender el mundo, y no cesaba de tratar de descubrir el secreto que me permitiera vivir satisfactoriamente en él. Si me quedaba en casa sentado en una silla para meditar, preocupaba a mis padres. Hubo momentos en los que pensaron que era pereza, y otros momentos en los que creyeron que había algo que no funcionaba en mí. Yo no sabía de qué se trataba. Si me marchaba a otra parte, debía contar con otras personas. De modo que decidí empezara caminar para estarsolo conmigo mismo. Andaba kilómetros y kilómetros. Y nunca llegué a descubrir el secreto del mundo, o lo que no funcionaba en mí. Sin embargo, sentía que cada vez me aproximaba más y más. Entonces, cuando transcurrió el tiempo suficiente, poco a poco aprendí la forma para comportarme adecuadamente en el mundo tal y como yo lo percibía. —Sonrió—. Ésa es la razón por la que esta tarde iba caminando.

—¿Y adonde va ahora?

—De regreso al trabajo. Tengo que hacer algunas comprobaciones para un proyecto que comenzamos mañana. —Miró fugazmente a través de la ventanilla y, luego, volvió a observar a Elizabeth—. ¿Adonde va usted?

—Tengo un estudio en la parte baja de la ciudad. Yo también he de trabajar hasta tarde esta noche.

—¿Me dará su dirección y su teléfono para que pueda llamarla mañana?

—Sí —repuso ella—. ¿Mañana por la noche?

—Si puedo.

—No me formule preguntas si ya conoce las respuestas —dijo ella, mirándole—. No comente cosas intrascendentes sólo por pasar el tiempo.

—Entonces tendré muchas cosas que contarle.

Ella detuvo el coche delante de la puerta principal de la Continental Electronics para dejar que él bajara.

—Usted es el Edward Hawks —indicó.

—Y usted la Elizabeth Cummings.

Ella hizo un gesto señalando los edificios blancos.

—Ya sabe a lo que me refiero.

La miró con expresión seria.

—Yo soy el Edward Hawks que es importante para otro ser humano. Usted es la Elizabeth Cummings.

Ella alargó el brazo y le tocó la manga de la chaqueta cuando él abrió la portezuela del coche.

—Es demasiado calurosa para llevar en un día como éste.

Se detuvo al lado del coche, se abrió la chaqueta y se la quitó, para volver a doblarla sobre el brazo. Luego sonrió, alzó la mano en un gesto dubitativo, se volvió y atravesó la puerta que un guardia le mantenía abierta.

TRES

1

A las nueve menos cuarto de la mañana siguiente, sonó el teléfono en el laboratorio. Sam Latourette se lo cogió al técnico que lo había cogido.

—Bien, si es así, no aceptes nada de lo que diga, Tom. Dile que espere. Se lo notificaré a Ed Hawks.

Colgó y cruzó el suelo sobre sus viejos zapatos hasta el lugar donde se encontraba Hawks con el equipo de la Marina sacando el traje que llevaría Barker.

El traje yacía abierto sobre su mesa larga y regulable como si fuera un langostino seccionado, de cuyos lados colgaban inyectores de aire desconectados, con sus junturas almenadas sobresaliendo de forma artrítica debido a los motores eléctricos y a los pistones hidráulicos que llevaban empotrados y que harían que se movieran. Hawks había conectado cables para comprobar el suministro de energía a las junturas; el traje se flexionó y se movió, con las perneras rozando con energía sobre la cubierta de plástico de la mesa, retorciendo el grupo de herramientas y pinzas al extremo de sus brazos. Uno de los hombres de la Marina extrajo un cilindro de aire comprimido y lo unió a los inyectores de aire. A un asentimiento de Hawks, el casco, cubierto de capas protectoras, con el yelmo atravesado por unas varillas de hierro entrecruzadas, siseó agudamente a través de las tomas, al tiempo que la superficie de la mesa gemía.

—Deja eso, Ed —comentó Sam Latourette—. Estos hombres pueden manejarlo perfectamente.

Hawks miró a los de la Marina, que habían alzado la vista hacia Latourette con ojos que parecían pedir disculpas.

—Ya lo sé, Sam.

—¿Vas a llevarlo ? ¡Déjalo en paz! —estalló Latourette—. ¡Nunca hay nada que salga mal con el equipo!

—Quiero hacerlo —comentó Hawks con voz paciente—. A los muchachos, aquí… —señaló hacia los técnicos—, a los muchachos no les importa que juegue con su equipo Erector.

—Bueno, pues ese tal Barker se encuentra ya en la puerta. Dame su pase y yo bajaré a buscarlo. Parece ser todo un premio.

—No, yo lo haré, Sam. —Hawks se apartó de la mesa y les hizo un gesto con la cabeza a los técnicos—. Está en perfecto estado. Gracias.

Dejó el laboratorio y subió con aire preocupado por las escaleras hasta la planta baja.

Una vez fuera, recorrió el sendero de asfalto negro cubierto por la neblina que conducía a la puerta, que apenas era visible a través de la punzante bruma. Miró su reloj de pulsera y sonrió fugazmente.

Barker había dejado el coche en el aparcamiento exterior y se hallaba de pie ante la pequeña entrada para los visitantes; miraba con ojos fríos al guardia que, en posición de firme, le ignoraba. Los pómulos de Barker estaban enrojecidos y llevaba la cazadora de popelín doblada sobre su antebrazo izquierdo, como si esperara comenzar de un momento a otro una lucha de cuchillos.

—Buenos días, doctor Hawks —saludó el guardia cuando Hawks llegó a su lado—. Este hombre ha estado intentando convencerme de que le dejara entrar sin un pase. También ha tratado de sonsacarme acerca de sus actividades aquí.

Hawks asintió y miró pensativo a Barker.

—No me sorprende. —Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta que llevaba debajo de la bata y le entregó el pase de la compañía y el papel del visto bueno de seguridad del FBI. El guardia se los llevó a su caseta para grabar los números en la hoja de entrada.

Barker miró con aire de desafío a Hawks.

—¿Qué hacen en este lugar? ¿Otro proyecto de bomba atómica?

—No tiene ninguna necesidad de sonsacar información —contestó Hawks con voz tranquila—. Y ningún sentido hacerlo con un hombre que no la posee. Me sentiría mucho mejor si no hubiera supuesto exactamente cómo iba a comportarse usted aquí. Gracias, Tom —dijo cuando el guardia salió y abrió la puerta. Se volvió de nuevo a Barker—. Siempre se le comunicara lo que necesite saber.

—A veces resulta mejor si se me permite a mí juzgar lo que necesito o no —observó Barker—. Pero… —Hizo una profunda inclinación de cintura—. A su servicio. —Se irguió y contempló las pesadas tuberías de medición que formaban el dintel de la puerta de acceso de la verja Ciclón. Agitó los fruncidos labios hasta formar una sonrisa—. Bien, morüuri te salutamus, doctor —comentó al entrar—. Reconocemos su status en el momento de nuestra muerte.

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