Connie Willis - Tránsito

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Ocho premios Hugo, seis premios Nebula, y el John W. Campbell Memorial en unos diez años avalan la excepcional habilidad narrativa de la autora de
y
. Se trata de una de las mejores y más inteligentes voces de la narrativa modena, que esta vez nos sorprende e intriga con una emotiva y racional exploración del mundo de las ECM (Experiencias Cercanas a la Muerte) en una novela de implacable suspense.
Según diversos testigos, en una ECM parece haber varios elementos nucleares: experiencia extracorporal, sonido, un túnel de altas paredes, una luz al final del túnel, parientes fallecidos y un ángel de luz con resplandecientes túnicas blancas, una sensación de paz y amor, una revisión de la vida, una revelación del conocimiento universal y la orden de regreso final. ¿Es todo esto algo real, o se trata tan sólo de manifestaciones surgidas de la bioquímica de un cerebro moribundo?
En
, Joanna Lander es un psicóloga que investiga las ECM. Su encuentro con el neurólogo Richard Wright ha de permitirle simular clínicamente ese tipo de experiencias con el uso de drogas psicoactivas. Pero los sujetos del experimento del doctor Wright ven cosas completamente distintas de lo esperado, y Joanna decide someterse al experimento para conocer directamente una ECM. Y las sorpresas empiezan…
Novela finalista del premio Hugo 2002
Novela finalista del premio Nebula 2001
Novela finalista del John W. Campbell Memorial Award 2002

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—Yo… parece una locura, creerá…

“¿Que eres Bridey Murphy? —pensó él—, como hice con Joanna.”

—Sea lo que sea, te creeré.

—Lo sé. Muy bien. —Tomó aire—. Tengo bioquímica este semestre. La teoría es durante el día, pero las prácticas de laboratorio son de noche, los martes y jueves, en esa vieja sala. Es larga y estrecha, con todos esos armarios de madera oscura en las paredes donde guardan los productos, así que parece un túnel.

Una habitación larga y estrecha con altos armarios a cada lado. Richard se preguntó qué era realmente. ¿La enfermería? Tendría que preguntarle a Kit dónde estaba la enfermería en el Titanic.

—Era la práctica final de laboratorio —dijo Amelia—. Teníamos que obtener una reacción enzimática, pero no podía conseguirla, y era muy tarde. Ya habían apagado las luces y me estaban esperando para que terminara.

—¿Quiénes? —preguntó Richard, pensando: “¿Práctica final?, ¿reacción enzimática?”

—Mis profesores —dijo Amelia, y él notó el miedo en su voz—. Estaban en el pasillo, esperando. Pude verles esperando ante la puerta con sus batas blancas, esperando a ver si aprobaba el final.

El final de bioquímica y profesores con bata. Había tenido semanas para racionalizar lo que había visto, pensó él, para inventar algo que tuviera sentido. O al menos más sentido que el Titanic.

—¿Cuándo te diste cuenta de que habías estado en el laboratorio de bioquímica?

Ella lo miró, asombrada.

—¿Qué quiere decir?

—¿Fue días después de tu sesión o más recientemente?

—Fue justo entonces —dijo Amelia—, cuando estaba teniendo la ECM. No se lo dije a ustedes porque tenía miedo de que volvieran a someterme al tratamiento. Dije que vi las mismas cosas que antes, la puerta y la luz y la sensación de paz y felicidad, pero no era cierto. Vi el laboratorio.

“No era el Titanic — pensó Richard—. No vio el Titanic.”

Pero en realidad no era el laboratorio —dijo Amelia—, porque los armarios no tienen llave, como en la ECM, y no era mi profesor de bioquímica, era el doctor Eldritch de anatomía y un director que tuve cuando estudiaba teatro musical. Y estaba muy asustada.

—¿De qué?

—De suspender —dijo ella, y él detectó el miedo en su voz—. Del final.

“No estuvo en el Titanic — pensó él—, tratando de asimilarlo. Estuvo en su laboratorio de bioquímica.”

—¿Qué pasó entonces? —consiguió preguntar.

—Empecé a buscar la llave. Tenía que encontrarla. Tenía que abrir el armario y sacar el producto adecuado. Busqué bajo las mesas y en los cajones —dijo, la voz tensa—, pero estaba oscuro, no veía nada…

La conexión no era el Titanic. Y eso era lo que Joanna había comprendido cuando habló con Carl Aspinall.

…y las etiquetas de los cajones DO reñían ningún sentido —esta ba diciendo Amelia—. Había letras en ellas, pero no eran palabras, eran sólo letras y números, todo junto, como un código. Y yo estaba tan asustada… y entonces regresé al laboratorio, así que supongo que lo encontré y que aprobé. No sé qué nota saqué. —Se rió, avergonzada—. Le dije que parecía una locura.

—No. Has sido de gran ayuda.

Ella asintió, pero no estaba convencida.

—Tengo que irme al laboratorio de anatomía, pero… —Tomó aire otra vez—. Si quiere, me someteré de nuevo a la prueba. Se lo debo a la doctora Lander.

—Tal vez no sea necesario —dijo él, y en cuanto se marchó llamó a Carl Aspinall.

Temía que fuera su esposa quien contestara al teléfono, pero fue Carl.

—Hola, residencia de los Aspinall.

—Señor Aspinall, soy el doctor Wright. No, espere, no cuelgue. Comprendo que no quiera hablar de su experiencia. Sólo quería que me respondiese a una pregunta. ¿Su experiencia tuvo lugar en el Titanic?

¿El Titanic! —dijo Carl, y su asombro le dijo a Richard todo lo que necesitaba saber.

No había estado en el Titanic. Y ésa era la revelación que había hecho que Joanna bajara corriendo a Urgencias. No era lo que le hubiera contado sobre su ECM, sino el hecho de que no había estado en el Titanic, y Joanna, al advertir que ésa no era la conexión, que había estado siguiendo la pista equivocada, había visto cuál era la verdadera respuesta, y había corrido a contárselo.

Tenía que asegurarse. Llamó a Maisie.

—Cuando tuviste tu ECM, Maisie, ¿estuviste en un barco? —le preguntó cuando ella respondió.

—¿Un barco? —dijo ella, y él imaginó la cara que estaba poniendo—. No.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque lo sé. No se parecía nada a un barco.

—¿A qué se parecía?

—No lo sé —dijo ella, pensativa—. Le dije a Joanna que pensaba que estaba dentro de algo, pero también era fuera. Un lugar a la vez dentro y fuera.

Y el cuidado que puso en su respuesta le convenció más que ninguna otra cosa de que tenía razón, de que si hubiera estado en un barco lo habría sabido, y que la solución se encontraba en otra parte.

¿Pero dónde? Tenía que estar en algún lugar de las ECM, en un hilo común que compartieran, aunque ni la de Amelia ni la de Maisie ni la de, presumiblemente, Carl Aspinall, fueron como la de Joanna.

—Pero tiene que estar allí —le dijo a Kit por teléfono—, porque en cuanto Joanna advirtió que Carl no estuvo en el Titanic, supo qué era.

—Y tiene que ser algo que esté en todas ellas. ¿Has grabado lo que Amelia acaba de contarte?

—No. Estaba demasiado nerviosa. Pero he transcrito todo lo que recuerdo.

—¿Y tu ECM? ¿La has transcrito?

—¿La mía? —dijo él, aturdido—. Pero fue…

—Estaba relacionada con el Titanic. Lo sé, pero puede que hubiera una pista. Creo que tienes razón. Creo que tiene que haber un hilo común, y cuantas más ECM tengamos, más probable es que lo encontremos.

Ella tenía razón. Richard se preguntó si, llamando de nuevo a Carl Aspinall y explicándole que sus pesadillas, fueran lo que fuesen, eran puramente subjetivas, estaría dispuesto a hablar con él. Lo dudaba.

Lo cual dejaba la ECM de Amelia, y la suya propia, y la de Maisie. Y la visión del tripulante del Hindenburg. Hizo una lista de los elementos de cada una de ellas. Joseph Leibrecht había visto campos nevados, ballenas, un tren, un pájaro en una jaula y a su abuela, y había oído campanas de iglesia y el sonido de metal. Amelia había visto enzimas, cajones de laboratorio y a sus profesores. Joanna había visto escaleras y bicis estáticas, y él no había visto nada de todo eso.

La de Joseph era claramente como un sueño, con imágenes inconexas sucediéndose rápidamente, completamente distinta a la de Joanna. La de Amelia parecía una cosa intermedia. No había saltos temporales ni de imágenes, pero sí saltos arguméntales, mientras que en la suya propia…

Advirtió que no sabía si había incongruencias, excepto por el zepelín de juguete. Había asumido que era real, que las ECM de Joanna eran reales, y más tarde, al repasar los libros del tío de Kit, se había concentrado en el Titanic.

Sacó de nuevo los libros. La gente en efecto se había congregado en las oficinas de la compañía White Star y en el edificio del New York Times, pero no dentro. Lo habían hecho en la calle, esperando noticias del Carpathia. Cuando finalmente llegaron, no hubo ninguna lectura pública de la lista de supervivientes. Se publicó una lista en el Times: la madre de Mary Marvin, que estaba allí con la madre de su yerno, gritó de alegría cuando localizó el nombre de su hija y luego se detuvo, aterrada, cuando vio que el de Daniel no estaba al lado… pero en su mayor parte los parientes habían acudido a preguntar uno a uno al edificio de la White Star. El hijo de John Jacob Astor se había vuelto inmediatamente, el rostro enterrado en las manos.

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