Connie Willis - Tránsito

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Ocho premios Hugo, seis premios Nebula, y el John W. Campbell Memorial en unos diez años avalan la excepcional habilidad narrativa de la autora de
y
. Se trata de una de las mejores y más inteligentes voces de la narrativa modena, que esta vez nos sorprende e intriga con una emotiva y racional exploración del mundo de las ECM (Experiencias Cercanas a la Muerte) en una novela de implacable suspense.
Según diversos testigos, en una ECM parece haber varios elementos nucleares: experiencia extracorporal, sonido, un túnel de altas paredes, una luz al final del túnel, parientes fallecidos y un ángel de luz con resplandecientes túnicas blancas, una sensación de paz y amor, una revisión de la vida, una revelación del conocimiento universal y la orden de regreso final. ¿Es todo esto algo real, o se trata tan sólo de manifestaciones surgidas de la bioquímica de un cerebro moribundo?
En
, Joanna Lander es un psicóloga que investiga las ECM. Su encuentro con el neurólogo Richard Wright ha de permitirle simular clínicamente ese tipo de experiencias con el uso de drogas psicoactivas. Pero los sujetos del experimento del doctor Wright ven cosas completamente distintas de lo esperado, y Joanna decide someterse al experimento para conocer directamente una ECM. Y las sorpresas empiezan…
Novela finalista del premio Hugo 2002
Novela finalista del premio Nebula 2001
Novela finalista del John W. Campbell Memorial Award 2002

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—Espere —dijo la enfermera al teléfono. Se volvió a medias y asintió.

—Gracias —dijo él, y se encaminó hacia el ascensor.

—No, espere, doctor Wright —llamó la enfermera, la mano sobre el micrófono—. No me di cuenta de que era usted… Richard regresó al puesto de enfermeras.

—Ha llamado alguien de Urgencias preguntando por usted. No sabía que estaba usted en la planta o habría ido a buscarlo. Fue hace sólo unos minutos.

—¿Era Vielle Howard? —interrumpió él.

—Sí, creo que sí. Le pregunté a las otras enfermeras, pero no sabían que usted…

—¿Dijo que quería que la llamara o que bajara a Urgencias?

—dijo que había alguien esperándolo en su laboratorio.

—¿Hombre o mujer?

—Hombre —dijo la enfermera.

“Carl Aspinall —pensó él, y corrió hacia el ascensor—. Ha cambiado de opinión. Debe de haber pensado en lo que dijo Kit.”

Pero cuando llegó a la sexta planta, no era Carl quien esperaba en la puerta del laboratorio.

Era el señor Pearsall.

55

Un poco más y ya no estaré con vosotros, dónde estaré no puedo decirlo. De la nada venimos, a la nada vamos. ¿Qué es la vida? El destello de una luciérnaga en la noche.

Últimas palabras de PIE DE CUERVO, jefe de los indios pies negros.

Había luciérnagas. Se encendían y se apagaban en la oscuridad que la rodeaba. “Estoy en Kansas —pensó Joanna—. Esto debe de ser parte de la Revisión de Vida.” Y debía de estar acercándose al final si estaba recordando su infancia, visitando a sus parientes en Kansas, corriendo en la oscuridad con sus primos, con una jarra vacía en la mano para capturar luciérnagas y la tapa de latón en la otra, dispuesta a cerrarla cuando capturara una, la hierba húmeda contra sus tobillos, el rico y dulce olor de las peonías llenando el aire de la tarde.

Pero no era por la tarde…, era de noche. Y no importaba hasta qué hora les permitieran estar despiertos, nunca se había hecho completamente oscuro como ahora. Siempre había habido un tono azul purpúreo en el cielo, e incluso después de que salieran las estrellas todavía podía verse el contorno de las casas, de los álamos retorcidos. “Todavía podías ver a los adultos en el porche oscuro, y nos veíamos unos a otros.”

No distinguía la hierba en la que estaba sentada, ni la casa, ni su propia mano, que colocó delante de su cara. Estaba completamente negro, a pesar de las luciérnagas.

—La luna no brillaba —dijo en voz alta—, y las estrellas no daban ninguna luz.

Las estrellas. Eran estrellas, chispeando clara, firmemente, en el cielo negro, ¿y por qué había pensado que eran luciérnagas? Obviamente eran estrellas y se extendían hasta el horizonte, claras y chispeantes. Los supervivientes del Titanic habían recalcado eso, cómo las estrellas no se oscurecían cerca del horizonte, sino que brillaban hasta la línea del agua.

El agua. “He sobrevivido al hundimiento —pensó—. Estoy flotando en algo del Titanic, una silla de cubierta” Pero las sillas de cubierta eran de tablas. La superficie que tenía debajo era ancha y lisa. Un piano. El gran piano del restaurante A La Cárte.

Pero los pianos no flotaban. En la película El piano, éste se hundió como una piedra, arrastrándola a las aguas frías y desintegradoras. “Tal vez, es el piano de aluminio del Hindenburg. Sólo pesaba ochocientos kilos.”

“Se hundiría de todas formas”, pensó. Y tal vez se estaba hundiendo. “Todos los barcos se hunden tarde o temprano”, había dicho el señor Wojakowski, y tal vez aquél se hundía muy despacio, porque el océano estaba muy tranquilo. Todos los supervivientes habían dicho que el agua era lisa como el cristal esa noche, tan quieta que los reflejos de las estrellas apenas se distorsionaban.

Joanna extendió la mano hacia el borde del piano, palpando el teclado y luego el agua debajo y, al hacerlo, advirtió que estaba agarrada a algo con la otra mano, sosteniéndolo con fuerza en el hueco del codo. “El pequeño bulldog francés —pensó—, debo haberlo sujetado mientras caía”, aunque recordaba haberlo soltado todo, todo en el agua, recordaba sus manos abiertas agitándose vacías en la oscuridad. “El chaleco salvavidas”, pensó, y palpó en busca de las correas colgantes pero no pudo encontrarlas. Se inclinó sobre el perrito, tratando de verlo. Estaba demasiado oscuro, pero pudo sentir su suave cabeza, su cuerpecito contra su costado. No se movía.

—¿Estás bien, perrito? —preguntó, acercándose más para oír el sonido de sus jadeos, el latido de su pequeño corazón, pero no oyó nada.

“Tal vez se ha ahogado”, pensó ansiosamente, pero mientras lo pensaba, el perrito se apretujó más contra su costado.

—Estás bien —dijo—. Maisie estará muy contenta.

“Maisie”, pensó, y recordó haberse debatido contra la abrumadora oscuridad, esforzándose por no olvidar hasta que fuera enviado el mensaje.

—En cuanto nos rescaten —le dijo al pequeño bulldog—, tengo que enviarle a Richard un mensaje.

Contempló la oscuridad. El Carpathia llegaría dentro de dos horas. Escrutó el horizonte, buscando sus luces, pero sólo había estrellas.

Las miró, tratando de encontrar la Osa Mayor. El Carpathia había llegado desde el suroeste. Si localizaba la Osa Mayor, podría seguir el mango hasta la estrella del Norte y sabría en qué dirección vendría.

Habían buscado la Osa Mayor en aquellas noches de verano en Kansas. Habían corrido por la fría hierba, tratando de capturar luciérnagas con las manos, y cuando un coche aparecía en la calle, gritaban “¡Automóvil!” y se tumbaban boca arriba en la hierba, inmóviles bajo el barrido de sus faros. Haciéndose los muertos. E incluso después de que el coche hubiera pasado, permanecían allí tendidos, contemplando las estrellas, señalando las constelaciones. “Aquélla es la Osa Mayor —decían, señalando—. Esa es la Vía Láctea. Allí está el Can.”

No había ninguna constelación. Joanna dobló el cuello, tratando de encontrar la forma de Sagitario, la larga mancha de la Vía Láctea en el centro del cielo. Pero sólo había estrellas. Y chispeaban brillantes, claras, hasta el agua, que estaba tan quieta que no oía su lamido contra los lados del piano, tan quieta que los reflejos de las estrellas no estaban distorsionados en absoluto. Chispeaban firme, claramente, como si no hubiera ningún reflejo, como si hubiera cielo bajo ella en vez de agua.

Abrazó al perro.

—Creo que ya no estamos en Kansas, Totó —dijo , y apartó los pies del borde.

No estaban en el Atlántico, y la cosa a la que se abrazaban no era un piano. Era otra cosa, una mesa de reconocimiento, o un cajón del depósito de cadáveres. O una metáfora de los supervivientes del naufragio de su conciencia, flotando en el cascarón de su cuerpo, sus últimas smapsis chispeando como estrellas, como luciérnagas.

Y el Atlántico era una metáfora de otro lugar. La laguna Estigia o el río Jordán o el Otro Lado del señor Mandrake. No, no un Otro Lado. Otra cosa distinta, sin ninguna relación con el mundo.

“El país lejano”, pensó, pero tampoco era adecuado. No era un país. Era un lugar tan lejano que ni siquiera era un lugar. Un lugar tan lejano que el Carpathia no podría llegar nunca, tan lejano que no había ninguna posibilidad de ser rescatada, de regresar. Y del cual nunca se sabía nada, a pesar de lo que dijera Maurice Mandrake, a pesar de los mensajes que decía haber recibido de los muertos.

E incluso las últimas palabras de los moribundos no eran mensajes, sólo ecos inútiles de los vivos. Mentiras inútiles. “Nunca te abandonaré”, decían, y se marchaban para siempre. “No te olvidaré”, decían, y luego lo olvidaban todo en las aguas oscuras y desintegradoras.

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