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Alexei Tolstoi: El hiperboloide del ingeniero Garin

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Alexei Tolstoi El hiperboloide del ingeniero Garin

El hiperboloide del ingeniero Garin: краткое содержание, описание и аннотация

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Los periódicos de las dos de la tarde comunicaron un detalle sensacional: en la fatal habitación habían encontrado una horquilla de carey con cinco gruesos brillantes. Además, en el polvoriento piso se habían descubierto huellas de zapatos de mujer. La horquilla de diamantes hizo que París se estremeciera. el asesino era una mujer chic. ¿Sería una aristócrata, una burguesa o una cocote depostín? Enigma, enigma…

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A grandes rasgos, la biografía era verídica. En París, Zoya se orientó rápidamente y resolvió avanzar, avanzar siempre, sin dejar de combatir, hacia lo más difícil y valioso. Había arruinado, efectivamente, a una docena de nuevos ricos, achaparrados sujetos de vellosos dedos ensortijados y de cerril barba. Zoya era una mujer cara, y aquellos hombres se hundieron.

Muy pronto comprendió la cortesana que los nuevos ricos no podían abrirle la puertas del gran mundo Parisiense. Entonces se hizo la amante de un joven periodista, al que traicionó con un parlamentario representante de la gran industria, y, por fin, discernió que lo más chic en el segundo decenio del siglo XX era la química.

Zoya se buscó un secretario que la informaba diariamente de los progresos de la industria química y le facilitaba todos los datos necesarios. Así fue cómo se enteró de que Rolling, el rey de la industria química, se disponía a ir a Europa.

Zoya partió inmediatamente para Nueva York. Una vez allí se ganó, en cuerpo y alma, a un reportero de un gran periódico, y pronto en la prensa aparecieron sueltos diciendo que había llegado a Nueva York la mujer más inteligente y bella de Europa, una mujer que compaginaba su profesión de bailarina con un interés apasionado por la química, la ciencia de moda, y, en vez de banales brillantes, llevaba un collar de bolitas de cristal llenas de gas luminiscente. Lo de las bolitas impresionó a los americanos.

Cuando Rolling tomó el barco que salía para Francia, en la cancha de tennis de la cubierta superior vio sentada en un sillón de mimbre, entre una palmera de anchas susurrantes hojas y un almendro en flor, a Zoya Monroz.

Rolling sabía que aquélla era la mujer más chic de Europa; además, le gustaba de verdad. Le insinuó que fuera su amante. Zoya Monroz puso como condición la firma de un contrato en el que estipulase que si una de las partes lo rescindía, debería pagar a la otra un millón de dólares.

La extraordinaria noticia fue radiada desde alta mar. La torre Eiffel recogió la sensacional nueva, y todo París, hablaba ya al día siguiente de Zoya Monroz y del rey de la industria química.

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Rolling no se equivocó al hacer de Zoya su concubina. Viajaban todavía en el barco, cuando ella le dijo:

—Querido amigo, yo sería una tonta si metiera la nariz en sus negocios, pero no tardará en convencerse de que puedo ser aún mejor secretaria que amante. No me interesan las futilezas que quitan el sueño a otras mujeres. Soy muy ambiciosa. Usted es un hombre fuerte, en el que yo creo. Usted debe vencer. No olvide que he vivido la revolución, he tenido el tifus, he combatido como un simple soldado y he cubierto a caballo mil kilómetros. Hay cosas que no se pueden olvidar. Mi alma ha sido agostada por el odio.

A Rolling le pareció divertida aquella fría pasión. Tocando con un dedo a Zoya la puntita de la nariz, le dijo:

—Tiene usted, queridita, demasiado temperamento para ser la secretaria de un hombre de negocios, es una loca, y en los negocios y en la política nunca pasará de diletante.

En París, Rolling empezó las negociaciones con vistas a reunir en un trust las fábricas de productos químicos. América invertía grandes capitales en la industria del Viejo Mundo. Los agentes de Rolling compraban en secreto acciones y más acciones. En París llamaban a Rolling el “Búfalo americano”. En efecto, entre los industriales europeos parecía un titán. Lo barría lodo. Su campo visual era estrecho. Veía un solo objetivo: la concentración en una sola mano (la suya) de toda la industria mundial de productos químicos.

Zoya Monroz estudió rápidamente su carácter y sus métodos de lucha. Comprendió en que consistía su fuerza y en que su debilidad. Rolling se orientaba mal en política y a veces decía necedades acerca de la revolución y de los bolcheviques. Zoya lo rodeó poco a poco, sin que él se diera cuenta, de personas útiles y necesarias. Lo introdujo en el mundillo del periodismo, dirigiendo ella las conversaciones. Zoya compraba pequeños reporteros de quienes él no hacía caso y que le prestaban mayores servicios que las plumas de renombre, pues, como mosquitos, penetraban en todas las rendijas de la vida.

Por último, Zoya “organizó” en el Parlamento un pequeño discurso de un diputado de derechas, que habló de la “necesidad de un estrecho contacto con la industria americana a fin de organizar la defensa química de Francia”. Fue entonces cuando Rolling estrechó por primera vez la mano de Zoya sacudiéndola con fuerza, como si su amiga fuera también un hombre.

—Muy bien. Le ofrezco el puesto de secretaria con un sueldo de veintisiete dólares semanales.

Rolling, convencido ya de que Zoya Monroz podía serle útil, tenía con ella la franqueza propia de los hombres de negocios, es decir, una franqueza absoluta.

18

Zoya Monroz mantenía contacto con algunos emigrados rusos. A uno de ellos, Semiónov, lo tenía a sueldo. Semiónov había acabado la carrera de ingeniero químico durante la guerra, fue después teniente, luego oficial blanco, y en la emigración se dedicaba a pequeñas comisiones, incluida la venta de vestidos usados a las prostitutas callejeras.

Semiónov dirigía el servicio de contraespionaje de Zoya Monroz. Le proporcionaba revistas y periódicos soviéticos y le comunicaba toda clase de datos, chismes y rumores Semiónov era cumplidor, enérgico y poco escrupuloso.

En cierta ocasión, Zoya mostró a Rolling un recorte de un periódico de Revel en el que se hablaba de un aparato de enorme fuerza destructiva que se estaba construyendo en Petrogrado. Rolling rió:

—Tonterías, eso no asusta a nadie… Tiene usted una imaginación excesivamente calenturienta. Los bolcheviques son incapaces de construir nada.

Entonces, Zoya invitó a Semiónov, que, de sobremesa, contó una extraña historia relacionada con aquel suelto.

“…En el año 1919 —dijo Semiónov—, encontré en Petrogrado, poco antes de mi huida, a un amigo polaco, Stas Tyklinski, que había estudiado conmigo en el Instituto de Tecnología. Llevaba a la espalda un saco, los pies, envueltos en pedazos de alfombra, y en el abrigo, cifras escritas con tiza, huellas de las colas. En pocas palabras, en nada se distinguía del resto de la gente. Sin embargo, parecía contento. Me hizo un guiño. Le pregunté qué ocurría “He dado con un filón de oro, con millones. ¡Qué digo millones! ¡Centenares de millones, en oro, naturalmente!” Yo, claro está, insistí en que me descubriera su secreto, pero él se desentendió con una broma. Nos separamos. Unas dos semanas después iba yo por Vasílievski Ostrov, donde vivía Tyklinski. Recordé las palabras que entonces cambiamos y me dije: voy a pedirle media libra de azúcar a ese millonario. Entré. Tyklinski yacía casi moribundo, con un brazo y el pecho vendados.

—¿Quién te ha puesto así?

—Espera —respondió—, si la virgen quiere que me levante, mataré a ese hombre.

—¿A quién?

—A Garin.

Me contó entonces, muy vaga y nebulosamente, sin querer dar detalles, que un viejo amigo, el ingeniero Garin, le había propuesto hiciese unas bujías de carbón para un aparato de extraordinaria fuerza destructiva. A fin de interesar a Tyklinski, le prometió parte de las ganancias, Garin pensaba fugarse con el aparato a Suecia una vez terminados los experimentos, patentarlo y ocuparse él mismo de su explotación.

Tyklinski se puso a trabajar lleno de entusiasmo. Quería conseguir que las bujías fueran pequeñas y proporcionasen la mayor cantidad posible de calor. Garin mantenía en secreto la construcción del aparato, alegando que era extraordinariamente sencilla y, por ello, la más ligera alusión podría descubrir el secreto. Tyklinski lo abastecía de bujías, pero no logró ni una sola vez que le mostrase el aparato.

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