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Alexei Tolstoi: El hiperboloide del ingeniero Garin

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Alexei Tolstoi El hiperboloide del ingeniero Garin

El hiperboloide del ingeniero Garin: краткое содержание, описание и аннотация

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Los periódicos de las dos de la tarde comunicaron un detalle sensacional: en la fatal habitación habían encontrado una horquilla de carey con cinco gruesos brillantes. Además, en el polvoriento piso se habían descubierto huellas de zapatos de mujer. La horquilla de diamantes hizo que París se estremeciera. el asesino era una mujer chic. ¿Sería una aristócrata, una burguesa o una cocote depostín? Enigma, enigma…

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—Está bien, de acuerdo —dijo Shelgá, brillantes los ojos—. Yo atacaré el primero, ¿sí?

—Comprenderá que si no me hubiera cazado usted en Correos, no le hubiese propuesto la partida. En cuanto al polaco ese de los cuatro dedos, le prometo que le ayudaré a dar con él. Dondequiera que lo encuentre, se lo comunicaré en seguida, por teléfono o telégrafo.

—De acuerdo. Ahora, Pitkiévich, muéstreme que artefacto es ese con que amenaza…

Pitkiévich volvió la cabeza, sonrió, como diciendo: “Sea como usted quiere, jugamos con las cartas descubiertas”, y sacó con muchas precauciones del bolsillo interior de la chaqueta una caja plana en la que había un tubo metálico del grueso de un dedo.

—Esto es todo. No hay más que apretar uno de los extremos y en el interior se rompe un cristalillo.

9

Camino de la oficina, Shelgá se detuvo de pronto, como si hubiera chocado con un poste de telégrafo. “¡Vaya tío! —exclamó, dando, rabioso, un taconazo en el suelo—. ¡Qué listo es, qué artista!”

En efecto, a Shelgá se la habían jugado bien. Estando a dos pasos del asesino (de ello no quedaba ya duda alguna) no lo había detenido. Había estado hablando con un hombre que conocía, por lo visto, todos los hilos del asesinato y se las había ingeniado para no decir nada esencial. Piankov-Pitkiévich poseía un secreto… Shelgá comprendió de pronto que era un secreto de importancia para el país, para todo el mundo… “Ya tenía cogido del rabo a Piankov-Pitkiévich, pero el maldito se ha escurrido, me ha dejado con un palmo de narices”.

Shelgá subió corriendo al tercer piso y se metió en su despacho. Sobre la mesa yacía un paquete envuelto con papel de periódico. En el profundo hueco de la ventana estaba sentado, muy quieto, un hombre gordo con botas de burdo cuero. Sosteniendo la gorra apretada contra el vientre, el hombre saludó a Shelgá con una inclinación.

—Soy Bábichev —dijo el hombre, dejando escapar por la boca una fuerte vaharada aguardentosa—, el administrador de la casa número 24 de la calle Pushkárskaia, perteneciente a la cooperativa de viviendas.

—¿Es usted el que ha traído este paquete?

—Sí, yo lo he traído. Es del apartamento número 13… Eso no está en el pabellón principal, sino en un pequeño edificio anexo. Hace dos días que el inquilino no aparece. Hoy hemos llamado a las milicias, abrimos la puerta y levantamos acta, como manda la ley, y yo he encontrado, además, este paquete, oculto en la estufa.

El administrador se tapó la boca con la mano. Tenía las mejillas enrojecidas; los ojos, húmedos, se le pusieron saltones, y un fuerte olor de aguardiente llenó la habitación.

—¿Cómo se llama el inquilino desaparecido?

—Iván Alexéievich Savéliev.

Shelgá abrió el paquete. Había allí una foto de Piankov-Pitkiévich, un peine, unas tijeras y un frasco con un líquido oscuro: tintura para el cabello.

—¿A qué se dedicaba Savéliev?

—A la ciencia. Cuando reventó en la casa una tubería, el comité le pidió ayuda… El respondió: “Lo haría con mucho gusto, pero soy químico”.

—¿Salía con frecuencia de noche?

—¿De noche? En eso no hemos reparado —el administrador de nuevo se llevó la mano a la boca—. Pero en cuanto amanecía abandonaba la casa. Ahora, que saliera de noche… en eso no hemos reparado, y nunca le vimos borracho.

—¿Iban a verle sus conocidos?

—En eso no hemos reparado.

Shelgá telefoneó a la sección de milicias de la barriada Petrográdskaia. Resultó que en la casa número 24 de la calle Pushkárskaia vivía, efectivamente, Iván Alexéievich Savéliev, de 36 años, ingeniero químico. Se había mudado allí en febrero, presentando un carnet de identidad extendido por las milicias de Tambov.

Shelgá envió un telegrama a Tambov y fue en coche con el administrador a Fontanka, donde en el depósito de cadáveres de la sección de investigación criminal se encontraba el cuerpo del hombre asesinado en la isla Krestovski. El administrador identificó inmediatamente al inquilino del número 13.

10

Mientras tanto, el individuo que dijera apellidarse Piankov-Pitkiévich llegó en un coche de alquiler, con la capota subida, a un descampado de la barriada Petrográdskaia, pagó al cochero y echó a andar por la acera. Abrió una cancela en una valla de tablas, cruzó un patio y subió por una angosta escalera de servicio al quinto piso. Abrió con dos llavines la puerta, colgó el abrigo y el sombrero en el único clavo que había en el vacío recibimiento, entró en una habitación cuyas cuatro ventanas estaban hasta la mitad untadas de alabastro, se sentó en un desgarrado diván y se tapó la cara con las manos.

Sólo allí, en la solitaria habitación con estanterías llenas de libros y aparatos de física, se dejó dominar por la terrible inquietud, rayana en la desesperación, que venía acometiéndole desde la víspera.

Se apretó el rostro con manos trémulas. Comprendía que el peligro mortal no había pasado aún. Estaba copado.

Sólo tenía a su favor una probabilidad de cada cien. “¡Qué imprudente he sido, qué imprudente he sido!”, balbuceó. Haciendo un esfuerzo, logró serenarse, hundió el puño en una sucia almohada, se tendió de bruces y cerró los ojos.

Su cerebro descansaba después de una insoportable tensión. Unos minutos de inmovilidad completa lo refrescaron. Se levantó, llenó un vaso de vino de madeira y lo apuro de un golpe. Una oleada de calor invadió su cuerpo, y se puso a recorrer de un ángulo a otro la habitación, con metódico andar, buscando las contadas posibilidades de salvación.

Luego apartó cuidadosamente el viejo empapelado junto a un plinto, sacó de debajo unos diseños e hizo con ellos un rollo. Luego tomó de los estantes varios libros y, con los diseños y algunas piezas de aparatos de física, los metió en un maletín. Aguzando el oído a cada instante, llevó el maletín abajo, a una oscura leñera, y lo ocultó bajo un montón de basura. Volvió a la habitación, sacó de la escribanía un revólver y, después de examinarlo, se lo guardó en el bolsillo trasero del pantalón.

Eran las cinco menos cuarto. El hombre se tendió de nuevo en el diván. Fumaba un cigarrillo tras otro, echando las colillas a un rincón. “Está claro que no lo han encontrado”, casi gritó y, levantándose del diván, se puso de nuevo a recorrer diagonalmente la habitación.

Al anochecer, se puso unas feas botas y un abrigo de verano y abandonó la casa.

11

A media noche llamaron por teléfono al oficial de guardia de la 16 sección de la milicia. Una apresurada voz le dijo al oído:

—Envíen inmediatamente una patrulla al chalet de la isla Krestovski donde anteayer se cometió un asesinato…

La voz enmudeció. El agente de guardia soltó un taco en el auricular; luego llamó a la centralilla de teléfonos. Resultó que habían hablado desde el club náutico. Telefoneó allí. El timbre sonó largo rato hasta que, por fin, una voz soñolienta, preguntó:

—¿Qué pasa?

—¿Ha llamado alguien desde ahí?

—Sí —respondió la voz, con un bostezo.

—¿Quién ha llamado…? ¿Lo han visto?

—No, no tenemos luz. Nos dijeron que venían de parte del camarada Shelgá.

Media hora después, cuatro milicianos saltaban de un camión junto al chalet con las ventanas condenadas. Tras los abedules veíase el apagado arrebol de la agonizante aurora. En medio del silencio se oían débiles gemidos. Un hombre con abrigo de piel de carnero yacía de bruces en la terracilla trasera. Le dieron la vuelta. Era el guardián. A su lado veíase un algodón impregnado de cloroformo.

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