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Alexei Tolstoi: El hiperboloide del ingeniero Garin

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Alexei Tolstoi El hiperboloide del ingeniero Garin

El hiperboloide del ingeniero Garin: краткое содержание, описание и аннотация

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Los periódicos de las dos de la tarde comunicaron un detalle sensacional: en la fatal habitación habían encontrado una horquilla de carey con cinco gruesos brillantes. Además, en el polvoriento piso se habían descubierto huellas de zapatos de mujer. La horquilla de diamantes hizo que París se estremeciera. el asesino era una mujer chic. ¿Sería una aristócrata, una burguesa o una cocote depostín? Enigma, enigma…

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¿Qué querrían de él? ¿Dinero? Era poco probable que el hombre, al ir de noche al chalet abandonado para dedicarse a la pirotecnia, llevara encima una suma considerable. Seguramente, los asesinos querían arrancarle un secreto relacionado con sus ocupaciones nocturnas.

Así, pues, el curso de sus pensamientos hizo que Shelgá volviera a examinar con detenimiento la cocina. Apartó los cajones de la pared y descubrió una cuadrada boca que llevaba a una bodega de esas que suelen hacerse en los chalets bajo el piso de la cocina. Tarashkin encendió un cabo de vela y se tendió de bruces, iluminando el húmedo subterráneo, al que descendía muy despacio Shelgá por una resbaladiza y carcomida escalera.

—¡Baje con la vela! —gritó Shelgá desde la oscuridad—. ¡Mire donde tenía su verdadero laboratorio!

La bodega se extendía bajo todo el chalet: junto a las paredes de ladrillo había varias mesas de tablas sobre caballetes, unos bidones de gas, un pequeño motor y una dínamo, unas bañeras de cristal de las empleadas para la electrólisis, herramientas de cerrajero y, en todas las mesas, montones de ceniza…

—¡Mire lo que hacía! —exclamó un tanto desconcertado Shelgá, examinando los gruesos maderos y las hojas de hierro apoyados contra la pared. Las hojas y los maderos aparecían perforados en muchos lugares y algunos cortados por la mitad; los cortes y los orificios parecían quemados y fundidos.

Una tabla de roble mostraba orificios de un diámetro de una décima de milímetro, como si hubiesen sido hechos con una aguja. Unas grandes letras que se veían en medio de la tabla decían así: “P. P. Garin”. Shelgá dio la vuelta a la tabla y en la parle opuesta vio las mismas letras, pero al revés: por un procedimiento incomprensible, aquella tabla de tres pulgadas había sido quemada, de parte a parte, con aquella inscripción.

—¡Diablos! —exclamó Shelgá—. ¡No cabe duda de que P. P. Garin no se dedicaba aquí a la pirotecnia!

—¿Qué es eso, Vasili Vitálievich? —inquirió Tarashkin, señalando una pirámide de una pulgada y media de altura y casi una pulgada en la base, hecha de una sustancia grisácea.

—¿Dónde ha encontrado eso?

—Ahí hay un cajón lleno.

Después de examinar y de oler la pirámide, Shelgá la dejó en el borde de una mesa, hincó en uno de sus costados una cerilla encendida y se retiró al rincón opuesto del sótano. La cerilla prendió fuego a la pirámide, que fulguró con llama azulenca y estuvo ardiendo poco más de cinco minutos, sin humo y casi sin olor.

—A la próxima vez no volveremos a hacer tales experimentos —dijo Shelgá—. Hubiera podido ser una vela de gas, y, en tal caso, no hubiéramos salido vivos de este sótano. Bien, ¿qué hemos sabido? Trataremos de establecerlo: en primer lugar, el asesinato no ha tenido por fin la venganza ni el robo. En segundo lugar, hemos averiguado el apellido del muerto: P. P. Garin. Eso es todo, por el momento. Quizás objete usted, Tarashkin, que Garin puede ser el hombre que se marchó en la barca. Es poco verosímil. Quien escribió el apellido en la tabla fue el propio Garin. Psicológicamente, eso está claro. Si yo, pongamos por caso, descubriera un aparato maravilloso, de seguro que, entusiasmado, escribiría mi apellido, y en ningún caso el de usted. Sabemos, además, que el muerto trabajaba en el laboratorio: por tanto, él es el inventor, es decir, Garin.

Shelgá y Tarashkin salieron del sótano y, después de encender un cigarrillo, se sentaron en la terracilla, de cara al sol, esperando al agente y al perro policía.

7

En una de las ventanillas de la Oficina Central de Correos y Telégrafos se introdujo una mano gruesa y rojiza que, temblorosa, sostenía el texto de un telegrama.

El telegrafista contempló la mano aquella durante algunos segundos y, por fin, comprendió qué le extrañaba: “¡Ah, le falta un dedo, el meñique!” Luego, leyó el texto, que decía:

“Varsovia. Calle Marzalkovska. Semiónov. Encargo cumplido a medias. Ingeniero partió. Documentos sin conseguir. Espero indicaciones. Stas”.

El telegrafista subrayó con un lápiz rojo la palabra Varsovia. Se levantó luego y, tapando con su cuerpo la ventanilla, examinó por encima del cristal a la persona que había entregado el telegrama. Era un hombre corpulento, de edad media, cara abotargada, de tez enfermiza, gris amarillenta, y colgantes bigotes rojos que medio tapaban su boca. Sus ojos apenas si se veían en las rendijas que separaban los inflamados párpados. Una gorra de terciopelo marrón cubría su afeitada cabeza.

—¿Qué ocurre? —preguntó brusco el hombre—. Trasmita el telegrama.

—Está cifrado —dijo el telegrafista.

—¿Cifrado? ¡Qué tonterías dice usted! Es un telegrama comercial y debe usted aceptarlo. Ahora le mostraré mi documentación, trabajo en el consulado polaco; tendrá que responder, si el telegrama llega tarde.

El hombre de los cuatro dedos estaba encolerizado y sacudía sus fláccidas mejillas; más que hablar, ladraba, pero la mano que descansaba en la ventanilla seguía temblando, como si su dueño se sintiera temeroso de algo.

—Mire, ciudadano —dijo el telegrafista—, aunque asegura usted que se trata de un telegrama comercial, yo afirmo que es un telegrama político cifrado.

El telegrafista esbozó una sonrisa. El señor de la tez amarilla, exasperado, levantó la voz. Mientras tanto, una de las empleadas tomaba, sin que nadie lo advirtiera, el despacho y lo llevaba a la mesa tras la que Vasili Vitálievich Shelgá examinaba todos los telegramas recibidos aquel día en la oficina.

Apenas vio la dirección —“Varsovia, calle Marzalkovska”—, salió a la sala, se ubicó detrás del encolerizado caballero e hizo una seña al telegrafista. Este, torciendo el hocico, se metió gruñón con la política de los panis y se puso a extender el recibo. El polaco, resoplando de rabia, rebullía inquieto, haciendo crujir sus zapatos de charol. Shelgá examinó atento sus grandes pies, se alejó luego hacia la puerta y, señalando con la cabeza al polaco, dijo al agente de guardia:

—Sígale.

Las pesquisas hechas el día anterior con el perro policía llevaron del chalet en el bosquecillo de abedules al río Krestovka, donde se perdía el rastro: por lo visto, los asesinos habían tomado allí una barca. Aquel día no se había podido obtener ningún otro dato. Era evidente que los criminales estaban bien ocultos en Leningrado. La revisión de los telegramas tampoco había dado nada que valiera la pena. Sólo el último, dirigido a Varsovia, a un tal Semiónov, encerraba algún interés.

El telegrafista entregó el recibo al polaco, que hundió dos dedos en el bolsillo del chaleco, disponiéndose a pagar. En aquel momento se acercó rápidamente a la ventanilla, con el texto de un telegrama en la mano, un hombre guapo, de ojos negros y puntiaguda barbita, que, esperando su turno, contemplaba con tranquila antipatía la abultada panza del irascible polaco.

Después, Shelgá vio que el hombre de la barbita ponía todos sus músculos en tensión: había visto la mano con los cuatro dedos y, al instante, miraba al polaco a la cara.

Sus ojos se encontraron. El polaco abrió la boca, lleno de asombro. Sus hinchados párpados se dilataron. Sus turbios ojos reflejaron espanto. Su rostro, como si fuera el de un monstruoso camaleón, mudó de color adquiriendo un tinte plomizo.

Shelgá comprendió repentinamente qué pasaba, pues había reconocido al individuo de la barbita: era el doble del hombre asesinado en el chalet…

El polaco emitió un ronco grito y se dirigió con increíble rapidez a la salida. El agente de guardia, que tenía la orden de seguirle a cierta distancia, lo dejó salir a la calle y echó tras él.

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