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Alexei Tolstoi: El hiperboloide del ingeniero Garin

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Alexei Tolstoi El hiperboloide del ingeniero Garin

El hiperboloide del ingeniero Garin: краткое содержание, описание и аннотация

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Los periódicos de las dos de la tarde comunicaron un detalle sensacional: en la fatal habitación habían encontrado una horquilla de carey con cinco gruesos brillantes. Además, en el polvoriento piso se habían descubierto huellas de zapatos de mujer. La horquilla de diamantes hizo que París se estremeciera. el asesino era una mujer chic. ¿Sería una aristócrata, una burguesa o una cocote depostín? Enigma, enigma…

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Semiónov se presentó ante el rey de la industria química. Por cierto, no aparentaba particular inquietud, en primer lugar porque era fresco de nacimiento y, en segundo, porque en aquel momento el rey necesitaba más de él que él del rey.

Rolling perforó con sus verdes ojos al visitante. Sin inmutarse, Semiónov se sentó frente al magnate, por medio la escribanía. Rolling dijo:

—¿Qué?

—Todo se ha hecho.

—¿Y los diseños?

—¿Sabe, mister Rolling?, hemos tenido un pequeño contratiempo.

—Yo le pregunto dónde están los diseños. No los veo —rugió Rolling, dando una ligera palmada sobre la mesa.

—Escuche, Rolling, hemos convenido en que yo no sólo le traeré los diseños, sino también el aparato… He hecho ya mucho, muchísimo… Encontré gente… La envié a Petrogrado. Mis hombres penetraron en el laboratorio de Garin. Vieron el aparato funcionando… Pero luego ocurrió algo incomprensible… En primer lugar, resultó que había dos Garin.

—Eso me lo suponía yo desde el comienzo mismo —dijo Rolling con una mueca desdeñosa.

—A uno hemos conseguido apartarlo del camino.

—¿Lo han matado?

—Sí, algo de eso ha ocurrido. En todo caso, ha muerto. Ello no debe preocuparle: lo hemos suprimido en Petrogrado, se trata de un ciudadano soviético; en fin, la cosa no tiene importancia. Pero después apareció su doble… Entonces hicimos un esfuerzo sobrehumano…

—En pocas palabras —le interrumpió Rolling—, el doble o el auténtico Garin está vivo y usted no me ha traído ni los diseños ni el aparato, a pesar del dinero que he gastado.

—¿Quiere que llame a Stas Tyklinski? Espera en el automóvil. Ha participado en el asunto y podrá contárselo con todo detalle.

—No deseo ver a ningún Tyklinski; lo que necesito son los diseños y el aparato… Me asombra su atrevimiento de presentarse con las manos vacías.

A pesar de la frialdad con que aquellas palabras fueron dichas y de la fulminante mirada que Rolling le lanzó, seguro de que el piojoso emigrado ruso se convertiría en un montón de cenizas y desaparecería sin dejar rastro, Semiónov, inmutable, se metió en la boca el cigarro puro y dijo con el mayor desparpajo:

Si no quiere ver a Tyklinski, no lo vea. En realidad es un placer del que se puede prescindir. Ahora bien, Rolling, yo necesito dinero, unos veinte mil francos. ¿Piensa extenderme un cheque o me los va a dar en billetes?

A pesar de su enorme experiencia y conocimiento de los hombres, Rolling jamás había tropezado con tan gran desvergüenza, e hizo tal esfuerzo para no estampar el tintero en la pecosa jeta de Semiónov, que su carnosa nariz se perló de sudor… (¡Cuántos valiosísimos segundos había perdido en aquella estúpida conversación!) Dominándose, Rolling tendió la mano hacia la campanilla.

Semiónov, que seguía con atención sus movimientos, dejó caer:

—El caso es, querido mister Rolling, que el ingeniero Garin se encuentra en París.

15

Rolling se levantó de un salto, las aletas de la nariz dilatadas, una abultada vena pulsando entre sus cejas. El rey de la industria química se llegó de un salto a la puerta, la cerró con llave, acercóse después a Semiónov, descansó una mano en el respaldo del sillón y se aferró con la otra al borde de la mesa. Inclinándose hacia el emigrado ruso, le espetó:

—Miente usted.

—¿Qué necesidad tengo yo de mentir? La cosa ha ocurrido así: Stas Tyklinski vio en la central de correos de Petrogrado al doble de Garin, cuando el hombre enviaba un telegrama, y pudo leer la dirección: “París, boulevar des Batignolles…” Tyklinaki llegó ayer de Varsovia, yo le acompañé inmediatamente a ese bulevar, en un café, nos dimos de narices con Garin o con su doble, allá lo entienda el diablo.

Rolling escrutó el pecoso rostro de Semiónov. Luego, irguiéndose, dejó escapar una bocanada de aire fétido.

—Comprenderá usted perfectamente que no estamos en la Rusia soviética, sino en París. Si preparan ustedes un asesinato, yo no haré nada por salvarles de la guillotina. Pero si intentan engañarme, los machacaré.

Rolling se sentó en su sillón, abrió con gesto de repugnancia el talonario, diciendo:

—Veinte mil no le daré, con cinco mil ya está bien…

Extendió el cheque, lo empujó con la uña hacia Semiónov y después —sólo por un segundo— apoyó los codos en la mesa y se oprimió el rostro con las manos.

16

No fue por capricho del azar, ni mucho menos, por lo que la hermosa Zoya Monroz se hizo la amante del rey de la industria química. Sólo los tontos y quienes no saben lo que es la lucha ni la victoria ven en todas partes casualidades. “Ese hombre tiene suerte”, dicen mirando con envidia al afortunado, como si este fuera un ser sobrenatural. Pero, si da un traspié, miles de tontos pisotean con voluptuoso placer al hombre a quien el divino azar ha vuelto la espalda.

No hubo en ello nada casual: fueron su inteligencia y su voluntad lo que llevó a Zoya Monroz a la cama de Rolling. Las aventuras del año 1919 habían templado como el buen acero la voluntad de aquella mujer. Poseía una inteligencia tan aguda, que ella misma fomentaba entre sus amigos y conocidos la creencia de que el divino azar, o la Fortuna, si se quiere, le era extraordinariamente propicio.

En el barrio donde vivía (en la calle del Sena, sita en la margen izquierda del río) no había ninguna droguería, ultramarinos, taberna, carbonería o tienda de comestibles donde no creyeran a Zoya Monroz algo así como una santa.

Su coche de las mañanas, la limousine negro de veinticuatro caballos, su automóvil de paseo, un semidivino Rolls Royce de ochenta, su carreta de las tardes, con luz eléctrica, paredes tapizadas de raso, ánforas para las flores y manecillas de plata, así como, particularmente, la racha de suerte que había tenido en el casino de Deauville, donde ganó millón y medio de francos, suscitaban en el barrio un éxtasis religioso.

Sabiendo muy bien lo que se hacía, Zoya Monroz “invirtió” con gran cautela en la prensa la mitad de lo ganado.

Desde octubre, mes en que comienza en París la temporada, la prensa “levantó sobre sus plumas a la hermosa Zoya Monroz”. Empezó la cosa porque en un periódico pequeño burgués apareció un violento artículo hablando de los hombres a quienes Zoya había arruinado. “¡Esa beldad nos cuesta demasiado cara!”, exclamaba el periódico. Después, un influyente diario radical empezó, sin que viniera para nada a cuento, a lanzar rayos y centellas contra los pequeños burgueses que enviaban al Parlamento a tenderos y comerciantes en vinos, cuyos horizontes no iban más allá de su barrio. “¿Qué importa que Zoya Monroz haya arruinado a una docena de extranjeros? —comentaba el diario—. El dinero de esos hombres circula en París, incrementando la energía de la vida. Para nosotros, Zoya Monroz no es más que el símbolo de relaciones vitales sanas, el símbolo del movimiento perpetuo, en el que unos caen y otros se levantan”.

Todos los periódicos publicaban fotografías y detalles de su vida:

“Su difunto padre trabajaba en la Opera Imperial de San Petersburgo. Cuando tenía ocho años, Zoya, que era una niña preciosa, ingresó en una escuela de ballet. En vísperas de la guerra salió de la escuela y debutó con un éxito que había de recordar la capital norteña. Empezó la conflagración, y Zoya Monroz, su joven corazón henchido de misericordia, marcha voluntaria al frente, vistiendo un modesto traje gris con una cruz roja en el pecho. Podía vérsela en los lugares más peligrosos, inclinada serenamente, en medio de un huracán de fuego, sobre los soldados heridos. Sufrió una lesión que, por fortuna, no afeó el cuerpo de la joven gracia, y fue trasladada a Petersburgo, donde hizo amistad con un capitán del ejército francés. Estalló la revolución. Rusia traicionó a sus aliados. La paz de Brest hizo a Zoya el efecto de una bomba. Con su amigo, el capitán francés, huyó al sur, donde, a caballo, fusil en mano, luchó contra los bolcheviques como una gracia enfurecida. Su amigo murió del tifus. Unos marinos franceses la llevaron a Marsella en un torpedero. Zoya llegó a París. Aquí cayó de hinojos ante el Presidente, pidiéndole que le otorgara la ciudadanía francesa. Zoya bailó en una fiesta de beneficencia para ayudar a los desgraciados habitantes de la destruida Champaña. Participa en todas las veladas de beneficencia. Zoya es una estrella deslumbrante caída sobre las aceras de París”.

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