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Alexei Tolstoi: El hiperboloide del ingeniero Garin

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Alexei Tolstoi El hiperboloide del ingeniero Garin

El hiperboloide del ingeniero Garin: краткое содержание, описание и аннотация

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Los periódicos de las dos de la tarde comunicaron un detalle sensacional: en la fatal habitación habían encontrado una horquilla de carey con cinco gruesos brillantes. Además, en el polvoriento piso se habían descubierto huellas de zapatos de mujer. La horquilla de diamantes hizo que París se estremeciera. el asesino era una mujer chic. ¿Sería una aristócrata, una burguesa o una cocote depostín? Enigma, enigma…

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—Rolling —le interrumpió Zoya—, usted mismo provocará una catástrofe… Si obra como dice, ellos se harán comunistas… Llegará un día en que ellos declararán que no necesitan de usted y desean trabajar para sí mismos… ¡Oh, yo he vivido una vez esa pesadilla…! Se negarán a devolverle sus miles de millones.

—Entonces, queridita, inundaré toda Europa en gas mostaza.

—¡Será tarde, Rolling! —Zoya se apretó la rodilla con las manos, inclinando hacia delante el busto—. Créame, Rolling, yo nunca le he aconsejado mal… Le he preguntado si existe el peligro de que exploten las fábricas de productos químicos porque sé que los obreros, los revolucionarios, los comunistas, nuestros enemigos van a poseer un arma de fuerza monstruosa… Podrán volar a distancia las fábricas químicas y los polvorines, incendiar los aeroplanos, destruir las reservas de gases, todo lo que pueda saltar al aire y arder.

Rolling bajó los pies del taburete, sus enrojecidos párpados se cerraron y abrieron, y por unos instantes miró muy atento a Zoya.

—Si no me equivoco, alude usted de nuevo al…

—Sí, Rolling, sí, a la máquina del ingeniero Garin… Usted no ha parado su atención en lo que se ha comunicado de él… Pero yo sé lo serio que es todo eso… Semiónov acaba de traerme un extraño objeto. Lo ha recibido de Rusia…

Zoya hizo sonar la campanilla. Entró un lacayo. Zoya dio una orden, y el hombre salió para volver al instante llevando en sus manos un pequeño cajón de madera de pino, en el que había un fragmento de una pletina de acero de media pulgada. Zoya sacó la pieza de acero y la acercó al fuego de la chimenea. En la pletina habían sido cortadas de parte a parte, con un fino instrumento, unas rayas y garabatos, y de derecha a izquierda, como con una pluma, había escrito: “Prueba de la fuerza… Prueba… Garin”. En el interior de algunas de las letras se habían desprendido los pedacitos de metal. Rolling examinó largamente la pletina.

—Parece como si alguien hubiera probado una pluma —dijo en voz baja—, como si hubiesen escrito con una aguja en una masa blanda.

—Eso ha sido hecho durante tas pruebas del aparato de Garin, a una distancia de treinta pasos —dijo Zoya—. Semiónov afirma que Garin confía en construir un aparato que podrá partir un acorazado, tan fácilmente como si fuera de mantequilla, a una distancia de veinte cables… Perdone, Rolling, pero yo insisto en que debe usted hacerse con esa terrible máquina.

Rolling había pasado por la escuela de la vida en América, y cada célula de su cuerpo estaba bien entrenada para la lucha.

El entrenamiento, como es sabido, distribuye con exactitud el esfuerzo entre los músculos y hace que cada uno de ellos alcance la máxima tensión. Cuando Rolling se lanzaba a la lucha, lo primero que empezaba a funcionar era su fantasía, que se adentraba en la espesa selva de los negocios y descubría en ella lo que era digno de atención ¡Alto! La fantasía terminaba aquí su misión. Le llegaba el turno al sentido común, que aquilataba, comparaba, sopesaba y llegaba a la conclusión: vale la pena. ¡Alto! Entraba en juego el sentido práctico, calculando y haciendo el balance: activo. ¡Alto! Por último salía al palenque la voluntad, la terrible voluntad de Rolling, fuerte como el acero al molibdeno, y el americano, como un búfalo con los ojos inyectados en sangre, se precipitaba hacia su objetivo, alcanzándolo a toda costa.

Este proceso se produjo también aquella tarde. Rolling dirigió su mirada a las selvas de lo ignoto, y el sentido común le dijo: Zoya tiene razón. Luego, el sentido práctico hizo el balance: lo más ventajoso era robar los diseños y el aparato y matar a Garin. Punto. La suerte de Garin había sido decidida y el crédito abierto; la voluntad salía al palenque. Rolling se levantó del sillón y, de espaldas a la chimenea, dijo, avanzando la mandíbula inferior:

—Mañana espero a Semiónov en el bulevar Malesherbes.

20

Siete semanas habían transcurrido desde aquella tarde. El doble de Garin había sido asesinado en la isla Krestovski. Semiónov se había presentado en el bulevar Malesherbes sin los diseños y sin el aparato. Rolling estuvo a punto de partirle la cabeza con el tintero. A Garin o a su doble lo habían visto la víspera en París.

Al día siguiente, como era su costumbre, Zoya pasó a la una de la tarde por el bulevar Malesherbes. Rolling se sentó a su lado en la limousine, apoyó la quijada en el puño del bastón y dijo entre dientes.

—Garin está en París.

Zoya se recostó en los cojines. Rolling la miró con enojo y gruñó:

—Hace tiempo que hubieran debido guillotinar a Semiónov. Es un inútil, un asesino de baja estofa, un sinvergüenza y un alcornoque. He confiado en él y me ha dejado en ridículo. Es de esperar que aquí me mezcle en algún asunto feo…

Rolling hizo participe a Zoya de su conversación con Semiónov. No habían podido hacerse con los diseños y el aparato porque los zánganos pagados por Semiónov no habían asesinado a Garin sino a su doble. La aparición del doble era lo que más preocupaba a Rolling. Comprendía que su enemigo era listo. O bien Garin sabía que contra él se gestaba un atentado o bien lo había intuido y, para confundir el rastro, buscó a una persona que se pareciera a él. Todo aquello era muy confuso, pero lo más incomprensible era su presencia en París. ¿Por qué diablos estaba allí?

La limousine rodaba por los Campos Elíseos entre todo un torrente de coches. El día era tibio, suave, y en la ligera y azulenca bruma se perfilaban los caballos alados y la cúpula de cristal del Gran Salón, los tejados semicirculares de las casas altas, las marquesinas de las ventanas y las tupidas y opulentas copas de los castaños.

En los automóviles iban —unos repantigados, otros pierna sobre pierna o chupando el puño del bastón—, achaparrados nuevos ricos con sombreros de primavera y chillonas corbatas. Iban a almorzar al bosque de Bolonia con esas encantadoras jovencitas que París ofrece gustoso a los extranjeros para que no se aburran.

En la plaza de la Estrella, la limousine de Zoya Monroz adelantó a un taxi que ocupaban Semiónov y un hombre de rostro abotargado y amarillo, con ceniciento bigote. Inclinados adelante, ambos tenían puesta la mirada, como presas de un inexplicable frenesí, en un pequeño automóvil verde que torcía por la plaza hacia la estación del ferrocarril subterráneo.

Semiónov señalaba a su chofer el coche verde, pero era muy difícil abrirse paso en aquel torrente de automóviles. Por fin lo lograron y, a toda marcha, quisieron cortar el camino al pequeño automóvil verde. Pero éste ya se había detenido ante el Metropolitano.

De él se apeó rápidamente un hombre de edad media, que vestía un ancho abrigo de paño.

Todo aquello ocurrió en el transcurso de dos a tres minutos ante los ojos de Rolling y de Zoya. Esta gritó al chofer que torciera hacia el Metro. Se detuvieron casi al mismo tiempo que el coche de Semiónov. Agitando en el aire su bastón, Semiónov corrió a la limousine, abrió la portezuela y dijo, terriblemente excitado:

—Era Garin. Ha escapado. No importa. Hoy iré en busca suya al boulevar des Batignolles y le propondré un convenio. Rolling, hay que llegar a un acuerdo. ¿Cuánto asigna usted para la adquisición del aparato? No se preocupe, actuaré dentro de la ley. A propósito, permítame que le presente a Stas Tyklinski. Es un hombre del todo decente.

Sin esperar la autorización de Rolling, Semiónov llamó a Tyklinski. Este se acercó a la rica limousine. se quitó el sombrero precipitadamente y besó la mano a Soya Monroz.

Rolling no dio la mano a ninguno de los dos, y en lo hondo de la limousine, sus ojos centellearon como los de un puma enjaulado. Seguir en la plaza, a la vista de todo el mundo, era poco prudente, y Zoya propuso que fuesen juntos a almorzar a la orilla izquierda, al restaurante “Lapeyrouse”, poco frecuentado en aquella estación del año.

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