Robert Sawyer - Vuelta atrás

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La doctora Sarah Halifax logró descifrar y contestar el primer mensaje enviado por extraterrestres. Al cabo de treinta y ocho años, cuando ella es ya casi nonagenaria, llega la respuesta. Sólo Sarah es capaz de descifrarla, si vive el tiempo suficiente… Sarah y su esposo Don son sometidos a un costoso tratamiento de rejuvenecimiento (vuelta atrás). Don recupera la fortaleza física de sus veinticinco años, pero Sarah…
Sawyer ofrece de nuevo una interesantísima exploración ética y moral, esta vez a escala humana y también cósmica, sobre la vida y el papel de la tecnología en el desarrollo futuro del ser humano.

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—Pero no tengo por qué hacer el trabajo físico —dijo Don—. Quiero decir, al final no lo hacía. Me encargaba de la dirección, y eso no cambia.

—Tiene toda la razón. No cambia. Lo cual significa que un tipo que parece que tiene veintitantos años no podrá ganarse el respeto de hombres y mujeres de cincuenta. Además, necesito directores que sepan cuándo un ingeniero les está dando largas sobre lo que el equipo puede y no puede hacer.

—¿No hay nada? —preguntó Don.

—¿Lo ha intentado abajo?

Don frunció el ceño.

—¿En el vestíbulo?

En el vestíbulo (el Atrio Barbara Frum, como era conocido técnicamente, y Don era lo bastante viejo como para haber trabajado con Barbara) no había más que un par de restaurantes, los tres mostradores de seguridad y montones de espacio abierto.

Ben asintió.

—¡El vestíbulo! —explotó Don—. No quiero ser un maldito guardia de seguridad.

Ben alzó las manos, las palmas hacia afuera.

—No, no. No me refería a eso. Quería decir… no se lo tome a mal, pero me refería al museo.

Don notó que se quedaba boquiabierto; Ben bien podría haberle dado un puñetazo en el estómago. Se le había olvidado, sí, pero en el vestíbulo había un pequeño museo dedicado a la historia de la CBC.

—No soy un puñetero objeto de museo.

—¡No, no… no! Tampoco me refería a eso. Quería decir que usted, ya sabe, tal vez podría unirse al personal de mantenimiento, quiero decir que conoce muchos temas de primen mino. No sólo a Pellatt, sino a Peter Gzowski, Sook-Yin Lee, Bob McDonald, a todos esos tipos. Los conoció y trabajó con ellos. Y aquí dice que trabajó usted en Tal como pasa y en Más rápido que la luz.

Ben estaba intentando ser amable, Don lo sabía, pero en realidad ya tenía suficiente.

—No quiero vivir en el pasado —dijo—. Quiero ser parte del presente.

Ben miró el reloj de la pared, una de esas unidades con dígitos rojos en el centro rodeados por sesenta puntos de luz que se iluminan en secuencia para marcar el paso de los segundos.

—Mire, tengo que volver al trabajo. Gracias por venir. —Se levantó y le tendió la mano.

Don no supo si el apretón de Ben era normalmente flácido y débil o si estaba siendo delicado porque le estrechaba la mano a un hombre de ochenta y siete años.

18

Don regresó al vestíbulo. Un punto a favor de Canadá era que cualquiera pudiese caminar por el enorme Atrio Barbara Frum, mirando las seis plantas de balcones internos y viendo ir y venir a todo tipo de personalidades de la CBC (a la compañía no le gustaba que se utilizara la palabra «estrellas»), sin que lo acompañaran guardias de seguridad ni secretarios. El pequeño restaurante Oh La La!, que llevaba allí desde siempre, tenía mesas repartidas por todo el lugar, y uno de los presentadores de Newsworld estaba sentado disfrutando de una ensalada; en la mesa de al lado, el principal actor de un programa infantil que Don había visto con su nieta tomaba café; camino de los ascensores iba la mujer que presentaba Ideas. Todo muy abierto, muy acogedor… para todo el mundo, menos para él.

El museo era diminuto. Arrinconado a un lado, se veía claramente que había sido una idea improvisada posterior al diseño del edificio. Había en él material más viejo que Don. El programa infantil El tío Chichimus era anterior a su época, y Esta hora tiene siete días y Desafío en primera plana eran programas que veían sus padres. Era lo bastante mayor para recordar a Wayne y Shuster, pero no lo suficiente para haberlos encontrado jamás graciosos. Sin embargo, había aprendido francés con Chez Héléne y pasado muchas horas felices con Mr. Dressup y El gigante amistoso. Don se entretuvo un momento mirando la maqueta del castillo del gigante y las marionetas de Rusty el Gallo y Jerome la Jirafa. Leyó la plaquita que decía que el extraño color de Jerome, púrpura y naranja, se había escogido en los tiempos de la tele en blanco y negro porque contrastaban bien y había seguido tal cual cuando el programa pasó a ser emitido en color en 1966: le daba un aspecto psicodélico, un involuntario reflejo de la época.

Don había olvidado que Mister Rogers había empezado allí, pero ahí estaba el carrito original en miniatura del programa, de cuando se llamaba El barrio de Mister Rogers.

No había nadie en el museo. El vacío puñado de salas era una prueba del hecho de que a la gente no le importaba el pasado.

Las pantallas mostraban clips de viejos programas de la CBC, algunos de los cuales Don recordaba, muchos de ellos dignos de olvido. En las bóvedas debía de haber cintas de cosas terribles como El rey de Kensington y Rocket Robín Hood. Tal vez algunas cosas debería permitirse que fueran olvidadas; tal vez algunas cosas deban ser efímeras.

Había viejos aparatos de radio y televisión expuestos, máquinas que él mismo había utilizado al principio de su carrera. Sacudió la cabeza. «No debería ser conservador de un museo así. Tendría que estar en exposición, como una reliquia de una época pasada.»

Naturalmente, no parecía una reliquia… y en la Exposición Nacional Canadiense ya no había fenómenos expuestos: apenas podía recordar haber visitado la expo de niño y haber oído a los anunciantes describiendo a hombres con cola de pez y mujeres barbudas.

Dejó el museo y salió del edificio por la entrada de la calle Front. Había otras cadenas en la ciudad, pero dudaba que fuera a tener mejor suerte en ellas. Y, además, le gustaba trabajar en novelas radiofónicas y documentales de esos que ya nadie más que la CBC hacía; por lo que a las otras emisoras se refería, su curriculum podía decir que pintaba cavernas en Lascaux.

Don llegó a la entrada de Union Station, que estaba al fondo de la elipse abierta que describía la parte más antigua de la red de metro. Bajó las escaleras y rebasó el torniquete, pagando la tarifa normal de adulto en vez de la de la tercera edad. Luego bajó hasta el andén por las escaleras mecánicas. Se detuvo bajo uno de aquellos relojes digitales que colgaban del techo. Un tren llegó veloz y sintió que el pelo se le agitaba a su paso y…

Y se sintió transfigurado, incapaz de moverse. Las puertas se abrieron con un redoble mecánico y la gente entró y salió. Luego sonaron las tres notas descendentes que indicaban el cierre de las puertas y el tren empezó a moverse de nuevo. Se encontró de pie justo en el borde del andén, mirando cómo el tren se marchaba.

Un niño pequeño, de poco más de cinco o seis años, le miraba por la ventanilla trasera. Recordó que le gustaba sentarse en el asiento delantero cuando era pequeño y ver pasar el túnel; en el vagón trasero, mirar hacia atrás era casi igual de bueno. El tren rechinó dando un bandazo, giró hacia el norte y desapareció. Don miró las vías, situadas tal vez metro y medio más abajo, las puntas de sus pies sobresaliendo del andén. Vio correr a un ratoncillo gris y el tercer raíl y los carteles cubiertos de suciedad que advertían del peligro de electrocución.

En seguida llegó otro tren. Sus faros proyectaron sombras cambiantes en el túnel antes de que fuera visible. Sintió la vibración del tren a centímetros de su cara cuando pasó junto a él, y notó que el pelo volvía a agitársele.

El tren se detuvo. Miró por la ventanilla que tenía delante. La mayoría de los viajeros se bajaban en Union, aunque unos cuantos siempre continuaban más allá de la curva.

«Más allá de la curva.»

Era el método honroso de hacerlo, ¿no? Allí, en Toronto, era la forma que los desesperados tenían de resolver las cosas desde antes de que él naciera. Los trenes del metro entraban en la estación a toda velocidad. Si esperabas en el extremo adecuado del andén, podías saltar delante del tren que llegaba y…

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