Robert Sawyer - Vuelta atrás

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La doctora Sarah Halifax logró descifrar y contestar el primer mensaje enviado por extraterrestres. Al cabo de treinta y ocho años, cuando ella es ya casi nonagenaria, llega la respuesta. Sólo Sarah es capaz de descifrarla, si vive el tiempo suficiente… Sarah y su esposo Don son sometidos a un costoso tratamiento de rejuvenecimiento (vuelta atrás). Don recupera la fortaleza física de sus veinticinco años, pero Sarah…
Sawyer ofrece de nuevo una interesantísima exploración ética y moral, esta vez a escala humana y también cósmica, sobre la vida y el papel de la tecnología en el desarrollo futuro del ser humano.

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Lenore tenía unos veinticinco años… veinticinco años reales, no había duda. Su cabello pelirrojo le caía hasta los hombros y tenía la piel blanca y pecosa y unos ojos verdes brillantes. Vestía pantalones de color verde y una camiseta con la palabra «Onderdonk», que él supuso que sería un conjunto musical. Llevaba la mitad inferior de la camiseta atada en un nudo sobre el ombligo, que dejaba al descubierto unos cinco centímetros de vientre plano a pesar de estar sentada.

—¿Puedo ayudarle? —preguntó, con una sonrisa perfecta. Muchos contemporáneos suyos se habían pasado toda la vida adulta, como él mismo hasta hacía poco, con diversas imperfecciones dentales (torcimientos y mellas, dientes salidos y mandíbulas que no encajaban), pero la gente joven casi siempre tenía los dientes perfectos, blancos y brillantes, muy rectos y sin ninguna Carles.

El se dispuso a soltar su discurso:

—Soy Don Halifax. Sé que…

—¡Oh, cielos! —exclamó Lenore. Lo miró de arriba abajo, haciéndole sentirse cohibido y avergonzado; probablemente incluso se ruborizó—. Esperaba… bueno, debe de ser su abuelo. ¿Se llama igual que él?

Ella había conocido a un hombre de ochenta y siete años en diciembre llamado Don Halifax, y le habían dicho que alguien que se llamaba igual iría a recoger unos papeles para Sarah, así que…

Así que, sí, era una suposición perfectamente razonable por su parte.

—En efecto —dijo él. De hecho, lo que ella había supuesto era cierto, no sólo en el sentido en que ella lo entendía. Su nombre completo era Donald Roscoe Halifax, y Roscoe era el nombre del padre de su padre.

Así que, ¿por qué no? Era una mentira inofensiva, y odiaba tener que dar explicaciones sobre su situación; no quería tener que contarle toda la historia a cada persona que conociera. Además, probablemente nunca volvería a ver a esta chica.

—¡Encantado de conocerle! —dijo Lenore—. He visto a su abuelo un par de veces. ¡Qué hombre tan simpático!

A Don le encantó el comentario y se permitió una sonrisita.

—Sí que lo es.

—Y ¿cómo está…?

Don notó que contenía la respiración. Si ella hubiera terminado la frase con «su abuela», dudaba que hubiese podido continuar con la farsa, pero ella dijo:

—¿Cómo está la profesora Halifax?

—Está bien.

—Me alegro —contestó Lenore, pero entonces sorprendió a Don cabeceando—. A veces me gustaría ser mayor. —Sonrió, se levantó y tiró del nudo de la camiseta, lo cual tuvo el momentáneo efecto de marcar sus pechos—. Podría haberla tenido de supervisora de mi tesis. No es que el profesor Danylak no sea magnífico, pero, ¿sabe?, es frustrante estudiar allí donde trabajó la persona más famosa en mi campo y no haber tenido casi ninguna relación con ella.

—¿Su especialidad es también el SETI?

Ella asintió.

—Aja. Así que, como puede imaginar, la profesora Halifax es para mí una especie de heroína.

—Ah —dijo él. Contempló brevemente la habitación, porque…

Porque se dio cuenta de que había estado mirando demasiado fijamente y demasiado tiempo a la atractiva joven. Allí estaban los habituales biombos de tela y una pared forrada de archivadores. La oficina sin papeles y el coche volador habían estado unos cuantos años por delante en el futuro durante toda su vida, aunque tal vez viviera lo suficiente para ver una u otra cosa hacerse realidad.

Abrió la boca para continuar, pero se contuvo a tiempo. Había estado a punto de decir «Sarah me pidió que…», pero ¿quién demonios llamaba a su abuela por su nombre? Sin embargo, era incapaz de decir «mi abuela». Después de un segundo, recurrió a una fórmula menos comprometedora.

—Me han dicho que tenía que recoger unos viejos archivos.

—Sí, lo sé —dijo Lenore—. Aquí soy el último mono: he tenido que rebuscar yo en el sótano para encontrarlos. Voy a traérselos.

Cruzó la habitación y él descubrió que seguía el movimiento de su trasero enfundado en los pantalones cortos. Encima de un archivador había un fajo de un palmo de grosor de papeles repartidos en varios clasificadores.

A Don le preocupó que su nuevo aspecto no estuviera a la altura; a él le sorprendía tanto que suponía que sorprendía también a los demás. Pero cuando la chica le entregó el montón de papeles, no dio muestras de ver en él nada fuera de lo corriente.

Por su parte, él empezó a captar una suave fragancia afrutada… ¡qué maravilloso era haber recuperado el sentido del olfato! No era perfume. Más bien era champú o acondicionador para el pelo, y resultaba bastante agradable.

—Santo Dios —dijo—. ¡No esperaba que fueran tantos!

—¿Necesita que le eche una mano para llevarlo hasta el coche? —le preguntó Lenore.

—La verdad es que he venido en metro.

—¡Oh! Puedo buscarle una caja para guardarlo todo.

—Gracias, pero…

Ella arqueó las cejas pelirrojas y él continuó:

—Es que pensaba ir a la Galería de Arte esta tarde. Hay una exposición de vidrio soplado de Robyn Harrington que quiero ver.

—Bueno, la galería está a un par de manzanas. ¿Por qué no deja aquí los papeles y vuelve a recogerlos cuando termine?

—No quiero ser una molestia.

—¡Oh, no es ninguna molestia! Estaré aquí hasta las cinco.

—Adicta al trabajo, ¿eh? Sí que le gusta estar aquí.

Ella apoyó su apetecible trasero en una mesa cercana.

—Oh, sí, es magnífico.

—¿Está haciendo el doctorado?

—Todavía no. Estoy terminando un máster.

—¿Estudió aquí?

—No. Fui a Simón Fraser.

Él asintió.

—¿Y es de ahí? ¿De Vancouver?

—Aja. Y, no es por nada, pero es mucho mejor que esto. Echo de menos el océano, echo de menos las montañas y no soporto el clima de aquí.

—Pero ¿no se cansaba de tanta lluvia en Vancouver?

—Ni siquiera la noto: estoy acostumbrada. Pero ¡la nieve de aquí en invierno! Y la humedad de ahora. Me moriría si no fuera por el aire acondicionado.

Don tampoco era un gran amante del clima de Toronto. Volvió a asentir.

—Entonces, ¿volverá a casa cuando termine aquí?

—No, probablemente no. Quiero ir a alguna parte del hemisferio sur. El SETI no ha investigado lo suficiente los cielos meridionales.

—¿A algún sitio en particular? —le preguntó Don.

—La Universidad de Canterbury tiene un gran departamento de astronomía.

—¿Dónde está eso?

—En Nueva Zelanda. En Christchurch.

—Ah —dijo Don—. Montañas y océano.

Ella sonrió.

—Exactamente.

—¿Ha estado alguna vez allí?

—No, no. Pero algún día…

—Es maravilloso.

—¿Ha estado usted? —le preguntó ella, dejando que sus cejas escalaran hasta su frente pecosa.

—Aja —dijo él, adoptando su forma de hablar—. En…

Calló antes de decir «en 1992».

—Bueno, hace unos cuantos años.

Ooohh —dijo Lenore, frunciendo seductoramente los labios—. ¿Cómo era? ¿Le gustó?

Don pensó que debía dejar de mirar a los ojos a la joven y posó su mirada sobre el reloj digital; era la 1.10. Le estaba entrando hambre. Era otra cosa que había recuperado con el sentido del olfato. Durante mucho tiempo había comido muy poco. Siempre se llevaba a casa lo que le sobraba de los restaurantes. Durante la vuelta atrás, cuando su cuerpo había empezado a recuperar la masa muscular perdida, se había puesto como un cerdo. Sin embargo, su apetito había ido recuperando los niveles de cuando tenía de verdad veinticinco años, que seguían siendo prodigiosos.

—Bueno, gracias por dejarme volver más tarde para llevarme los papeles —dijo Don—. Tengo que marcharme.

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