Robert Sawyer - Vuelta atrás

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La doctora Sarah Halifax logró descifrar y contestar el primer mensaje enviado por extraterrestres. Al cabo de treinta y ocho años, cuando ella es ya casi nonagenaria, llega la respuesta. Sólo Sarah es capaz de descifrarla, si vive el tiempo suficiente… Sarah y su esposo Don son sometidos a un costoso tratamiento de rejuvenecimiento (vuelta atrás). Don recupera la fortaleza física de sus veinticinco años, pero Sarah…
Sawyer ofrece de nuevo una interesantísima exploración ética y moral, esta vez a escala humana y también cósmica, sobre la vida y el papel de la tecnología en el desarrollo futuro del ser humano.

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Sarah se agitó en su sueño junto a él y se puso de costado. Don contempló en la oscuridad a la mujer que había hecho lo que nadie más había sido capaz de hacer: descubrir lo que significaba un mensaje de radio alienígena. Y, si Cody McGavin tenía razón, era la mejor apuesta para volver a hacerlo. Pero ella moriría demasiado pronto, mientras que él continuaría viviendo. Si la vuelta atrás tenía que funcionar sólo para uno de ellos, tendría que haber sido para ella, y Don lo sabía. Sarah importaba, él no.

Sacudió la cabeza, el pelo contra la almohada. Sabía lógicamente que no le había robado el rejuvenecimiento a Sarah, que su éxito con él no tenía nada que ver con el fracaso en el caso de ella. Y sin embargo la culpa era opresiva, como el peso de dos metros de tierra sobre el cuerpo.

—Lo siento —susurró en la oscuridad, de nuevo mirando al techo.

—¿Por qué?

La voz de Sarah lo sorprendió. No se había dado cuenta de que estuviera despierta, pero cuando volvió la cabeza para mirarla, vio diminutos reflejos de las tenues luces del exterior en sus ojos abiertos.

Se acercó a su esposa y la abrazó suavemente. Pensó en dejar que creyera que las palabras que había dicho se debían sólo a que había sido grosero con ella esa noche, pero había más… mucho más.

—Siento que la vuelta atrás funcionara conmigo pero no contigo —dijo por fin.

La notó expandirse en su abrazo mientras ella inspiraba profundamente, luego contraerse dejando escapar el aire muy despacio.

—Si sólo tenía que funcionar con uno de nosotros —dijo Sarah—, me alegro de que fuera contigo.

Él no se esperaba eso.

—¿Porqué?

—Porque eres un buen hombre.

A él no se le ocurrió nada que decir, así que siguió abrazándola. Al cabo de un rato, la respiración de ella se volvió regular y ruidosa. El permaneció allí acostado durante horas, escuchándola.

17

Don sabía que había llegado la hora de buscar trabajo. No era que Sarah y él necesitaran desesperadamente dinero: ambos tenían la pensión de su antiguo empleo y la del Gobierno. Pero él necesitaba hacer algo con toda la energía que tenía y, además, un empleo probablemente le ayudara a salir de aquella profunda desesperación. A pesar de las maravillas físicas de volver a ser joven, todo le pesaba: la dificultad de relacionarse con Sarah, los celos de antiguos amigos, las interminables horas que pasaba con la mirada perdida deseando que las cosas hubieran salido de manera distinta.

Y por eso caminó hasta la estación de North York Centre, que quedaba apenas a un par de manzanas de su casa, y subió al metro en la parada situada bajo la torre de la biblioteca. Era un caluroso día de agosto y no pudo evitar fijarse en las jóvenes ligeras de ropa que había en el vagón, todas ellas de aspecto sano, bronceadas y apetitosas. Verlas hizo que el viaje se le pasara volando, aunque se desconcertó y se quedó un poco cohibido cuando se dio cuenta de que una chica que se bajó en Wellesley se le había quedado mirando con algo que parecía admiración.

Cuando llegó a su parada (Union Station), se bajó y recorrió el corto trayecto hasta el Centro de Emisión de la CBC, un edificio que parecía un gigantesco cubo borg.

Conocía bien aquel lugar… bueno, no como la palma de su mano; todavía se estaba acostumbrando al nuevo aspecto liso, suave y sin manchas de su apéndice. Pero ya no tenía tarjeta de empleado, así que tuvo que esperar a que alguien llegara y lo escoltara hasta el mostrador de seguridad de la calle Front. Mientras esperaba, se entretuvo mirando los hologramas tamaño natural de los famosos de la CBC Radio del momento. En sus tiempos había una colección de siluetas de cartón. Ninguna cara le resultaba familiar, aunque reconoció la mayoría de los nombres.

—¿Donald Halifax?

Don se volvió y vio a un delgado asiático de unos treinta y tantos años, con el cabello incongruentemente teñido de albaricoque.

—Soy Ben Chou.

—Gracias por acceder a verme —dijo Don, mientras Ben le permitía pasar.

—No hay de qué, no hay de qué —dijo Ben—. Es usted toda una leyenda por aquí.

Don enarcó las cejas.

—¿De verdad?

Entraron en un ascensor.

—¿El único ingeniero de sonido con el que quería trabajar John Pellatt? Oh, sí, desde luego.

Salieron del ascensor y Ben lo condujo a un despacho abarrotado.

—Me alegro de que haya venido —dijo—. Es un placer conocerle. Pero no comprendo qué hace solicitando un empleo. Quiero decir que, si puede permitirse una vuelta atrás, no necesita trabajar aquí.

Contempló el despachito sin ventanas. Estaban en la quinta planta y tendrían que haber podido ver el lago Ontario, pero no importaba dónde se ubicara uno en aquel edificio: parecía subterráneo.

—No puedo permitirme una vuelta atrás —respondió Don, aceptando el asiento que Ben le ofrecía.

—Oh, sí, bueno, su esposa…

Don entornó los ojos.

—¿Qué pasa con ella?

Ben parecía acorralado.

—Hum, ¿no es rica? Descifró el primer mensaje, después de todo.

—No, ella no es rica tampoco.

Podría haberlo sido, pensó, si hubiera firmado el contrato adecuado para un libro en el momento adecuado, o si hubiera cobrado por todas las conferencias públicas que había dado en los primeros meses después de recibirse el mensaje original. Pero aquello era agua pasada; no tienes una segunda oportunidad con todo.

—Oh, bueno, yo…

—Así que necesito un empleo—dijo Don. Interrumpir a su jefe potencial no era probablemente una estrategia que un orientador laboral hubiese aprobado, pensó, pero no pudo evitarlo.

—Ah —dijo Ben. Observó el lector flatsie que había sobre la mesa—. Bueno, estudió usted Artes de Radio y Televisión en Ryerson. Buena cosa. Yo también. —Ben entornó un poco los ojos—. Promoción de 1982. —Sacudió la cabeza—. Yo soy de la de 2035.

Lo que quería decir era obvio, así que Don trató de tomárselo con humor.

—Me pregunto si quedarían algunos de los mismos profesores.

Ben tuvo el detalle de soltar una carcajada.

—¿Cuánto tiempo trabajó aquí, en la CBC?

—Treinta y seis años —dijo Don—. Era productor e ingeniero de grabación cuando me llegó la…

Se abstuvo de pronunciar la palabra, pero Ben se la proporcionó, subrayándola con un breve gesto de cabeza.

—Jubilación.

—Pero, como puede ver —continuó Don—, ahora soy joven otra vez y quiero volver a trabajar.

—Y ¿en qué año se jubiló?

Don sabía que lo tenía ahí delante, en su historial, pero el muy hijo de puta iba a obligárselo a decir en voz alta.

—En 2022.

Ben sacudió levemente la cabeza.

—Guau. ¿Quién era entonces primer ministro?

—Lo cierto es que necesito el trabajo —dijo Don, ignorando la pregunta—. Y, bueno, cuando tienes en la sangre el gusanillo…

Ben asintió.

—¿Ha trabajado alguna vez con un Mennenga 9600?

Don negó con la cabeza.

—¿Un Evoterra C-49? Son los que usamos ahora.

Don volvió a negar.

—Y ¿en montaje?

—Claro. Miles de horas…

Al menos la mitad de ellas las había pasado cortando físicamente las cintas con cuchillas de afeitar.

—Pero ¿con qué clase de equipo?

—Studer. Nevé Capricorn. Euphonix.

Don se saltó deliberadamente los números de los modelos, y también se abstuvo de nombrar el Kadosura, que hacía ya veinte años que no empleaba nadie.

—De todas formas —dijo Ben—, el equipo cambia constantemente…

—Lo comprendo. Pero los principios…

—Los principios cambian también. Lo sabe usted. Ya no editamos igual que hacíamos hace una década, no digamos hace cinco. El estilo y el ritmo son diferentes, el sonido es diferente. —Sacudió la cabeza—. Ojalá pudiera ayudarle, Don. Cualquier cosa por ayudar a un compañero de Ryerson… lo sabe. Pero… —Abrió los brazos—. Incluso un chico recién salido de la facultad conoce el material mejor que usted. Demonios, lo conoce mejor que yo.

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