Robert Sawyer - Vuelta atrás

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La doctora Sarah Halifax logró descifrar y contestar el primer mensaje enviado por extraterrestres. Al cabo de treinta y ocho años, cuando ella es ya casi nonagenaria, llega la respuesta. Sólo Sarah es capaz de descifrarla, si vive el tiempo suficiente… Sarah y su esposo Don son sometidos a un costoso tratamiento de rejuvenecimiento (vuelta atrás). Don recupera la fortaleza física de sus veinticinco años, pero Sarah…
Sawyer ofrece de nuevo una interesantísima exploración ética y moral, esta vez a escala humana y también cósmica, sobre la vida y el papel de la tecnología en el desarrollo futuro del ser humano.

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Miró a su hijo adolescente, quien a su modo, evidentemente, quería compartir este momento.

—Díctame lo que quieras —le dijo Carl—. Yo lo teclearé.

Ella le sonrió y se puso a caminar de un lado a otro por la habitación.

—Muy bien, allá va. El meollo del mensaje es…

Mientras ella hablaba, Don corrió escaleras arriba y llamó a uno de los productores de los noticiarios de la CBC que estaba de guardia esa noche. Cuando regresó al sótano, Sarah acababa de terminar de dictar su informe. Don vio cómo Carl lo enviaba al grupo de noticias del Instituto SETI.

—Muy bien, cariño —dijo Don—. Te he concertado una entrevista para la tele dentro de una hora y saldrás en The Current y Sounds Like Canadá por la mañana.

Ella miró la hora.

—Dios, es casi medianoche. Emily, Carl, deberíais estar en la cama. Y, Don, no quiero ir al centro tan tarde…

—No tienes que hacerlo. Un equipo viene hacia aquí.

—¿De verdad? ¡Dios mío!

—Nunca viene mal conocer a gente —dijo él con una sonrisa.

—Yo… hum, bueno, estoy hecha un desastre…

—Estás maravillosa.

—Además, ¿quién demonios está viendo la tele a estas horas?

—Los que nunca salen de casa, los insomnes, los que cambian de canal buscando porno…

—¡Papá! —Emily tenía las manos en jarras ante él.

—Pero seguirán repitiendo la noticia, y se harán eco de ella en todo el mundo, estoy seguro.

—Estábamos muy equivocados —le dijo Sarah a Shelagh Rogers a la mañana siguiente. Don no era el ingeniero de sonido de Sounds Like Canadá en Toronto (de eso se encargaba Joe Mahoney últimamente), pero estaba detrás de Joe, que manejaba la mesa de mezclas, y miraba a Sarah por encima de su hombro.

Y mientras lo hacía reflexionó sobre lo curioso de todo aquello. Sarah estaba en Toronto, pero Shelagh se hallaba en Vancouver, donde tenía su sede el programa de Radio Uno: dos personas que no podían verse entre sí, estaban comunicándose a través de enormes distancias por medio de la radio. Era… perfecto.

—¿Equivocados en qué sentido? —La voz de Shelagh era rica en matices y aterciopelada pero entusiasta, una combinación cautivadora.

—En todos los sentidos —respondió Sarah—. En todo lo que habíamos supuesto en el SETI. ¡Qué idea tan ridícula, que unos seres enviaran mensajes a través de años luz para hablar de matemáticas. —Sacudió la cabeza y el pelo castaño se agitó—. Las matemáticas y la física son iguales en todo el Universo. No hay ninguna necesidad de contactar con una raza alienígena para averiguar si está de acuerdo en que uno más tres son cuatro, en que siete es un número primo, en que el valor de % es 3,1416, etcétera. Ninguna de esas cosas es de ámbito local, ni cuestión de opinión. No, las cosas que merece la pena discutir son los asuntos morales: cuestiones debatibles, sobre las que una raza alienígena podría tener una perspectiva radicalmente diferente.

—¿Y de eso trata el mensaje de Sigma Draconis? —la instó Shelagh.

—¡Exactamente! Ética, moralidad… las grandes preguntas. Y también estábamos completamente equivocados en lo que cabía esperar del SETI. Carl Sagan solía decirnos que recibiríamos una Enciclopedia galáctica. Pero nadie se molestaría en enviar un mensaje a través de años luz para contar cosas. Más bien, enviaría un mensaje para preguntar cosas.

—Y ese mensaje de las estrellas es… ¿qué? ¿Un cuestionario?

—Sí, eso es. Consiste en una serie de preguntas, la mayoría de opción múltiple, planteadas como un mapa tridimensional, con espacio para que mil personas diferentes respondan a cada pregunta. Los alienígenas quieren, evidentemente, una muestra de nuestros puntos de vista, y se tomaron muchas molestias para establecer un vocabulario para concebir juicios de valor y tratar con cuestiones de opinión, con escalas para cuantificar adecuadamente las respuestas.

—¿Cuántas preguntas hay?

—Ochenta y cuatro —dijo Sarah—. En todo el mapa.

—¿Por ejemplo?

Sarah tomó un sorbo de la botella de agua que le habían proporcionado.

—«¿Es aceptable impedir el embarazo si la densidad de población es baja?», «¿Es aceptable acabar con el embarazo si la densidad de población es alta?», «¿Está bien que el Estado ejecute a gente mala?».

—Control demográfico, aborto, pena capital —dijo Shelagh, sorprendida—. Supongo que son dilemas incluso para los extraterrestres.

—Eso parece —contestó Sarah—. Y hay muchas más, todas de un modo u otro acerca de la ética y la conducta aceptables. «¿Deberían adoptarse sistemas para impedir a toda costa que quienes hacen el mal se salgan con la suya?», «Si una población identificable es desproporcionadamente mala, ¿es permisible restringir toda la población?». Son sólo traducciones preliminares, naturalmente. Estoy segura de que habrá un montón de discusiones sobre el significado exacto de algunas de ellas.

—Estoy segura de que las habrá —dijo Shelagh, afablemente.

—Pero me pregunto si los alienígenas no son un poco ingenuos, al menos según nuestros parámetros —continuó Sarah—. Básicamente, somos una raza hipócrita. Creemos que las normas sociales deben cumplirlas los demás y siempre encontramos buenos motivos para no seguirlas nosotros. Así que, sí, que pregunten por nuestra moralidad es interesante, pero si esperan que nuestras creencias sean coherentes con nuestra conducta puede que se lleven una gran sorpresa. El hecho de que incluso tengamos una máxima como «haz lo que predicas» subraya lo natural que es para nosotros hacer exactamente lo contrario.

Shelagh soltó su famosa risa gutural.

—Haz lo que yo predico, no lo que yo hago.

—Exactamente. A pesar de todo, sorprenden los conceptos sociológicos que los alienígenas han sido capaces de deducir a partir de las matemáticas. Por ejemplo, a partir de la teoría de conjuntos, varias de sus preguntas trataran de grupos-internos y grupos-externos. William Sumner, que acuñó el término «etnocentrismo», advirtió que lo que llamaba «pueblos primitivos» aplicaban una moralidad muy diferente a los miembros del propio grupo que a los miembros de grupos distintos al suyo. Los alienígenas parecen querer saber si hemos superado eso.

—Quisiera creer que sí—dijo Shelagh.

—Claro —convino Sarah—. También cabría esperar que se preguntaran si hemos superado la religión. —Miró a Don a través del cristal—. El vocabulario establecido por los draconianos habría hecho posible formular preguntas sobre si creemos que existe una inteligencia más allá del Universo… esencialmente, si existe un Dios. Podrían haber preguntado también si creíamos que la información persistía después de la muerte… en otras palabras, si existe el alma. Pero no han preguntado nada de eso. Mi marido y yo estábamos hablando de ello mientras veníamos hacia aquí esta mañana. El dice que el motivo por el que no hacen preguntas sobre cuestiones religiosas es obvio: ninguna raza avanzada podría estar todavía atascada con esos conceptos supersticiosos. Pero tal vez sea todo lo contrario. Tal vez es tan cegadoramente obvio para los alienígenas que Dios existe que nunca se les ha ocurrido preguntarnos si no hemos reparado en él.

—Fascinante —dijo Shelagh—. Pero ¿por qué cree que los alienígenas quieren saber todo esto?

Sarah tomó aire y lo dejó escapar lentamente, haciendo que Don se estremeciera levemente. Pero, por fin, habló.

—Muy buena pregunta.

15

Como la mayoría de los astrónomos, Sarah recordaba con agrado la película Contad, basada en la novela del mismo nombre de Carl Sagan. De hecho, decía que era uno de los pocos casos en que la película era mejor que el libro. Hacía décadas que no la veía, pero una referencia a ella en uno de los artículos sobre los intentos de descifrar la respuesta de Sigma Draconis se la había recordado. Con agradable expectación, se sentó junto a Don en el sofá para verla, un miércoles por la noche. Lenta pero paulatinamente se estaba acostumbrando a su aspecto juvenil, pero uno de los motivos por los que le apetecía ver la película era que estaría haciendo algo con Don, sentados juntos, uno al lado del otro, sin mirarse.

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