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Robert Sawyer: Vuelta atrás

Здесь есть возможность читать онлайн «Robert Sawyer: Vuelta atrás» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 2008, ISBN: 978-84-666-3781-7, издательство: Ediciones B, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Robert Sawyer Vuelta atrás

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La doctora Sarah Halifax logró descifrar y contestar el primer mensaje enviado por extraterrestres. Al cabo de treinta y ocho años, cuando ella es ya casi nonagenaria, llega la respuesta. Sólo Sarah es capaz de descifrarla, si vive el tiempo suficiente… Sarah y su esposo Don son sometidos a un costoso tratamiento de rejuvenecimiento (vuelta atrás). Don recupera la fortaleza física de sus veinticinco años, pero Sarah… Sawyer ofrece de nuevo una interesantísima exploración ética y moral, esta vez a escala humana y también cósmica, sobre la vida y el papel de la tecnología en el desarrollo futuro del ser humano.

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Don siempre había tenido la nariz grande, y se le había vuelto aún más grande a medida que se hacía mayor, como las orejas: los cartílagos siguen creciendo a lo largo de toda la vida. Cuando la vuelta atrás estuviera completa, Rejuvenex le recortaría la nariz y las orejas al tamaño que tenían a los veinticinco años.

Susan, la hermana de Don, que llevaba muerta quince años, también había sido maldecida con la napia de la familia Halifax, y a los dieciocho, después de habérselo suplicado a sus padres durante años, le habían pagado una rinoplastia.

Don recordaba el gran momento en la clínica, cuando le habían quitado las vendas después de semanas de curación para descubrir el delicado trabajo del doctor Jack Carnaty, a quien Toronto Life había llamado el mejor especialista en narices de la ciudad del año anterior.

Deseaba que hubiera un momento mágico como aquél en su caso, una especie de revelación, ¡tachan!, el súbito regreso de la vitalidad y el vigor, una especie de epifanía. Pero no la hubo. El proceso tardaría semanas y los cambios irían produciéndose poco a poco; las células se dividirían a ritmo creciente, los niveles de hormonas cambiarían, los tejidos se regenerarían, las enzimas…

«Dios mío —pensó—. Dios mío.» Tenía más pelo, una pelusa apenas visible, como piel de melocotón, que surgía de la borla de nieve y que conquistaba la cabeza, reclamando territorio que antaño había considerado irremediablemente perdido.

—¡Sarah! —gritó Don y, por primera vez en años, se dio cuenta de que estaba gritando sin que se le cascara la garganta—. ¡Sarah!

Echó a correr (sí, en efecto corrió) escaleras abajo hasta el salón, donde ella estaba sentada en el sillón reclinable contemplando la chimenea helada.

—¡Sarah! —dijo, agachando la cabeza—. ¡Mira!

Ella salió del ensimismamiento en el que se hallaba y, aunque con la cabeza agachada él no podía verla, oyó el asombro en su voz.

—No veo nada.

—Muy bien—dijo él, decepcionado—. ¡Pero pálpalo!

Notó la piel fría, suelta y arrugada de sus dedos tocarle el cuero cabelludo, y las yemas seguir diminutos caminos por el nuevo pelo.

—Dios mío —susurró Sarah.

El volvió a erguir la cabeza, consciente de que sonreía de oreja a oreja. Había soportado estoicamente su incipiente calvicie a eso de los treinta años. Sin embargo, se sentía inmoderadamente feliz de aquella recuperación casi imperceptible de cabello.

—¿Y tú? —preguntó, sentándose en el ancho brazo del sofá—. ¿Algún signo ya?

Sarah negó con la cabeza lentamente y, según le pareció, con cierta tristeza.

—No —dijo su esposa—. Nada todavía.

—Ah, bueno —dijo él, dándole una palmadita en el brazo para darle ánimos—. Seguro que empezarás a notarlo pronto.

9

Sarah siempre recordaría el 1 de marzo de 2009. Entonces tenía cuarenta y ocho años, hacía cinco que había sobrevivido a un cáncer de mama y diez que había conseguido la cátedra en la Universidad de Toronto. Recorría el pasillo de la planta catorce cuando oyó, tenuemente, el teléfono de su despacho que sonaba. Corrió el resto del camino alegre como siempre de trabajar en un campo que nunca requería que llevara tacones. Por fortuna, ya tenía la llave en la mano, o nunca hubiera atravesado la puerta antes de que el sistema de correo de voz de la universidad grabara el mensaje.

—Sarah Halifax —le dijo al auricular de color beige.

—Sarah, soy Don. ¿Has oído las noticias?

—Hola, cariño. No. ¿Por qué?

—Hay un mensaje de Sigma Draconis.

—¿De qué estás hablando?

—Hay un mensaje de Sigma Draconis —repitió Don, como si la dificultad de Sarah para comprender se debiera simplemente a que no lo había oído—. Estoy en el trabajo. Lo dicen todos los servicios por cable y en internet.

—No puede ser —dijo ella, pero de todas formas prestó atención al ordenador—. Me habrían informado de ello antes de hacer ningún anuncio público.

—Hay un mensaje —repitió él—. Quieren que salgas esta noche en Tal como pasa.

—Ya, claro. Pero tiene que ser una broma. Según la Declaración de Principios…

—Seth Shostak está ahora mismo en la NPR hablando del tema. Al parecer lo detectaron anoche y alguien lo ha filtrado.

El ordenador de Sarah todavía estaba cargando el sistema operativo. La melodía de Windows sonó por los altavoces.

—¿Qué dice el mensaje?

—Nadie lo sabe. Es abierto, y todo el mundo, en todas partes, está intentando comprender lo que significa.

Ella se dio cuenta de que tamborileaba con los dedos rápidamente en el borde del escritorio, murmurando quejas sobre la lentitud del ordenador. Los iconos grandes llenaban el escritorio y los más pequeños aparecían en la barra del sistema.

—Bueno, tengo que irme —dijo Don—. Me necesitan en la sala de control. Te llamarán más tarde para una entrevista previa. El mensaje está en todas partes en la red, incluso en Slashdot. Adiós.

—Adiós.

Ella colgó el teléfono con la mano izquierda mientras manejaba el ratón con la derecha. Pronto tuvo en pantalla el mensaje, una enorme pauta de ceros y unos. Todavía dubitativa, abrió tres ventanas más y empezó a buscar información sobre cuándo y cómo se había recibido el mensaje, qué se sabía hasta el momento y ese tipo de cosas.

No había ningún error. El mensaje era auténtico.

No tenía a nadie cerca con quien hablar, pero se hundió en su asiento y lo dijo de todas formas. Aquélla era la frase sagrada de los investigadores del SETI desde que Walter Sullivan la había utilizado como título de su famoso libro:

No estamos solos…

—Pero profesora Halifax, ¿no es cierto que quizá nunca podamos descubrir lo que dicen los alienígenas? —preguntó la presentadora, una mujer llamada Carol Off, en 2009, durante la entrevista radiofónica para Tal como pasa —. Compartimos este planeta con los delfines y no los entendemos. ¿Cómo vamos a comprender entonces lo que intenta decir alguien de otro mundo?

Sarah le sonrió a Don, que estaba al otro lado de la pecera; habían discutido sobre aquello antes.

—En primer lugar, puede que los delfines no tengan lenguaje, al menos no un lenguaje rico y abstracto como el nuestro. Los delfines tienen el cerebro más pequeño que los humanos en relación a su peso corporal y casi todo lo que dicen está enfocado a la colocación.

—Entonces, ¿es posible que no hayamos descifrado su mensaje porque no hay nada que descifrar?

—Exactamente. Además, que seamos del mismo planeta no significa necesariamente que debamos tener más cosas en común con ellos que con los alienígenas. En realidad, tenemos muy poco en común con los delfines, que ni siquiera tienen manos, aunque los alienígenas deben de tenerlas.

—Vaya, profesora Halifax. ¿Cómo sabe eso?

—Porque han construido transmisores de radio. Han demostrado que son una especie tecnológica. De hecho, casi con certeza viven en tierra firme, lo cual significa de nuevo que tenemos más en común con ellos que con los delfines. Hay que ser capaz de domeñar el fuego para dedicarse a la metalurgia y a todo lo necesario para construir una radio. Además, naturalmente, el uso de la radio implica saber matemáticas, así que obviamente también tienen eso en común con nosotros.

—No todos nosotros somos buenos en matemáticas —dijo amistosamente la presentadora—. Pero ¿lo que está usted diciendo es que, necesariamente, quien envió el mensaje tiene mucho en común con el tipo de persona que intentaba que lo recibiera?

Sarah guardó silencio unos segundos mientras reflexionaba.

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