—Pienso que ahora comprenden el peligro —dije, indicando con un gesto de cabeza otro emplazamiento de artillería que se veía en la orilla del río. Uno de los artilleros nos hacía señas, pero seguí remando sin responder. Era ya bien entrada la tarde y quedaban alrededor de cuatro horas más hasta que se pusiera el sol.
Amelia dijo:
—Usted dice que visitó el foso. ¿Vio al adversario?
—Sí que lo vi —dijo Mr. Wells, y yo noté que le temblaban las manos—. Esos monstruos son horribles.
De pronto comprendí que Amelia ibaa hablar de nuestras aventuras en Marte, de modo que, frunciendo el ceño, le indiqué que guardara silencio. Pensé que por el momento, por lo menos, no debíamos revelar el papel que habíamos desempeñado en la invasión.
En cambio, le dije a Mr. Wells:
—Evidentemente, usted esta muy trastornado, por sus experiencias.
—He visto la muerte cara a cara. Dos veces pude escapar con vida, y ello debido exclusivamente a una suerte extraordinaria. —Sacudió la cabeza—. Estos marcianos seguirán hasta conquistar el mundo. Son indestructibles.
—Son mortales, señor —dije—. Se los puede matar con tanta facilidad como a cualquier otra alimaña.
—Eso no ha sucedido hasta ahora, ¿En qué se basa para decir eso?
Pensé en los gritos del monstruo agonizante dentro de la plataforma, y en los horrendos gases que despidió por la boca. Entonces, al recordar la advertencia que le había hecho a Amelia pocos segundos antes, dije:
—Mataron uno en Weybridge.
—Un impacto afortunado de la artillería. No podemos depender de la suerte para librar al mundo de esta amenaza.
Mr. Wells empuñó los remos otra vez cuando llegamos a Hampton Court, porque yo me había cansado. Estábamos a poca distancia de Richmond, pero en ese lugar el río gira hacia el Sur, para luego dirigirse otra vez, hacia el Norte, de modo que todavía teníamos un largo recorrido por delante. Durante un rato, discutimos si nos convenía dejar el bote y terminar el viaje a pie, pero vimos que los caminos estaban atestados de gente que huía hacia Londres. En cambio, teníamos todo el río despejado y a nuestra disposición. La tarde era tibia y tranquila y el cielo mostraba un azul radiante.
Aquí, frente al palacio de Hampton Court, vimos una escena curiosa. Estábamos ahora a bastante distancia de los efectos de la destrucción causada por los marcianos, porque los peligros inmediatos parecían haber disminuido, y sin embargo lo suficientemente cerca como para que la gente evacuara el lugar. En consecuencia, los sentimientos eran dispares. La gente del lugar, de Thames Ditton, Molesey y Surbiton, abandonaba sus casas y, guiada por las exhaustas fuerzas de policías y bomberos, partían hacia Londres.
En cambio, los terrenos del palacio eran un lugar de paseo favorito de los excursionistas londinenses, y en esta hermosa tarde de verano los senderos que bordeaban el río estaban llenos de gente que disfrutaba del sol. Era imposible que no notaran el ruido y el alboroto que había a su alrededor, pero parecían decididos a no dejar que tales actividades influyeran en sus paseos campestres.
La estación de Thames Ditton, que se encuentra en la orilla Sur, frente al palacio, estaba atestada, y la gente formaba filas que llegaban hasta la calle, esperando poder tomar algún tren. Cada tren que llegaba de Londres traía unos pocos excursionistas que querían aprovechar las últimas horas de la tarde. ¿Cuántos de esos jóvenes con chaquetas deportivas, o de esas niñas con parasoles de seda, alcanzarían a ver otra vez sus hogares? Quizá para ellos, indefensos en su inocencia, nosotros tres ofrecíamos un cuadro extraño en nuestro bote de remos: Amelia y yo, todavía con nuestra ropa interior tan sucia, y Mr. Wells, desnudo, con excepción de sus pantalones. Pienso que el día era lo suficientemente insólito como para que prestaran atención a nuestra apariencia.
Fue mientras remábamos hacia Kingston-upon-Thames cuando oímos los primeros disparos de artillería, y de inmediato nos pusimos en guardia. Mr. Wells remaba con más energía y Amelia y yo volvimos en nuestros asientos, mirando hacia el Oeste, para ver cuándo aparecían los mortíferos trípodes.
Por el momento no había trazas de ellos, pero la artillería lejana tronaba incesantemente. Hubo un momento en que vi un heliógrafo que destellaba en las colinas que había más allá de Esher, y delante de nosotros vimos estallar un cohete de señales en la cúspide de su estela de humo, pero en nuestra vecindad inmediata los cañones permanecieron silenciosos.
En Kingston cambiamos una vez más nuestro puesto en los remos, y me preparé para el esfuerzo final que nos llevaría a Richmond. Todos estábamos intranquilos, ansiosos de que este largo viaje terminara. Cuando Mr. Wells se sentó en la proa, hizo notar el extraño ruido que hacían los evacuados al cruzar el puente de Kingston. No se veían excursionistas allí; pienso que por fin todos habían tomado conciencia del peligro.
Pocos minutos después de haber pasado Kingston, Amelia señaló hacia adelante.
—¡Richmond Park, Edward! Ya casi hemos llegado.
Miré por un momento sobre mi hombro y vi la hermosa pendiente que se extendía ante nosotros. Como cabía esperar, en la cresta de la colina, recortándose oscuras contra el cielo, vi sobresalir las bocas de las piezas de artillería.
Esperaban a los marcianos, y esta vez éstos encontrarían un digno oponente.
Sintiéndome más seguro, continué remando, tratando de no prestar atención al cansancio que sentía en los brazos y en la espalda.
Un kilómetro y medio al Norte de Kingston, el Támesis, en sus meandros, gira hacia el Noroeste, de modo que la elevación de Richmond Park quedó más lejos, a nuestra derecha. Por el momento, nos dirigíamos otra vez hacia los marcianos y, como para confirmarlo, oímos una nueva andanada de la artillería distante. Como un eco, pocos momentos después comenzaron a disparar los cañones emplazados en Bushy Park. Los tres giramos nuestras cabezas para ver, pero todavía no había señales de los marcianos. Era en extremo desalentador saber que estaban en las cercanías y que no los podíamos ver.
Pasamos Twickenham, donde no vimos señales de evacuación; quizá la ciudad ya había sido abandonada, o bien su gente se mantenía oculta, esperando que los marcianos no pasaran por allí.
Luego, al avanzar directamente hacia el Este otra vez cuando el río giró hacia Richmond, Amelia gritó que había visto humo. Miramos hacia el Sudoeste y vimos una columna de humo negro que se elevaba en la dirección de Molesey. La artillería tronaba incesantemente. Los marcianos, que se movían con rapidez por la campiña de Surrey, eran blancos difíciles, y las ciudades a las que se acercaban estaban inermes delante de ellos.
Surgía humo de Kingston, Surbiton, y Esher. Luego, también de Twickenham... y por fin pudimos ver a uno de los merodeadores marcianos. Avanzaba rápidamente a zancadas por las calles de Twickenham, a poco más de un kilómetro de donde nos encontrábamos nosotros en ese momento. Podíamos ver su rayo de calor, girando indiscriminadamente a un lado y a otro, y los estallidos de las granadas de artillería que explotaban, ineficaces, nunca a menos de treinta metros de la máquina de rapiña.
Apareció un segundo marciano, este último avanzando hacia el Norte, hacia Hounslow. Luego un tercero, a lo lejos, al Sur de Kingston, que estaba en llamas.
—¡Edward, querido... apresúrate! ¡Ya casi están sobre nosotros!
—¡Estoy haciendo todo lo que puedo! —grité, preguntándome si no nos convendría dirigirnos hacia la orilla.
Mr. Wells vino hacia mí desde la proa y se sentó a mi lado. Tomó el remo de la derecha y pronto remábamos a un ritmo muy rápido.
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