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Christopher Priest: La máquina espacial

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Christopher Priest La máquina espacial

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Un encuentro casual en un sórdido hotel y un incidente comprometedor en un dormitorio conduce a una aventura imprevista en el tiempo y en el espacio. Es el año 1893, y la prosaica vida de un joven viajante comercial es animada solamente por su ferviente (aunque un tanto distante) interés por el nuevo deporte del automovilismo. Es a través de él como conoce a su amiga, y ella le conduce al laboratorio de Sir William Reynolds, uno de los más eminentes científicos de Inglaterra. Sir William está construyendo una máquina del tiempo, y desde este descubrimiento hay, sin embargo, un pequeño paso al futuro. Cuando la joven pareja emerge en el siglo XX descubre que una feroz guerra devasta a Inglaterra. Realmente, la guerra mundial de 1903 es sólo el comienzo de una serie de aventuras que culminan en una violenta confrontación con el más cruel intelecto del Universo.

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Como debía haberlo supuesto, sin embargo, el paso siguiente lo dio Amelia, pues aquel sábado por la noche me esperaba una carta con el sello postal de Richmond.

La mayor parte de la carta estaba escrita a máquina y sólo decía que Sir William se había enterado del accesorio para viajar en automóvil, del cual yo había hecho una demostración, y que el científico había expresado su deseo de conocerme. Por lo tanto, se me invitaba a tomar el té en su casa el domingo 21 de mayo. Sir William tendría sumo placer en conversar conmigo luego del té. La carta estaba firmada: “A. Fitzgibbon”.

Debajo de este mensaje principal, Amelia había agregado una posdata manuscrita:

Sir William suele estar ocupado en su laboratorio durante la mayor parte del día, de modo que ¿podrías tratar de llegar a eso de las dos de la tarde? Como ahora el tiempo está tan agradable pensé que tú y yo podríamos divertirnos paseando en bicicleta por Richmond Park.

Amelia

No me tomó mucho tiempo decidirme. De hecho, a los pocos minutos ya había escrito aceptando la invitación y antes de que pasara una hora había enviado mi respuesta por correo. Me hacía muy feliz que me invitaran a tomar el té.

II

En la fecha indicada dejé la estación de Richmond y caminé sin apuro a través del pueblo. Casi todos los negocios estaban cerrados, pero había mucho tránsito —la mayoría faetones y coches cerrados con familias que disfrutaban de su paseo dominical— y las calles estaban atestadas de peatones. Por mi parte, me dediqué a pasear como los demás, sintiéndome elegante y a la moda con la ropa que había comprado el día anterior. Más aún, me había permitido derrochar en la compra de un sombrero de paja, que llevaba inclinado, como reflejo del humor despreocupado que tenía. Lo único que recordaba mi modo de vivir habitual era la valija de muestras, en la que sólo había dejado los tres pares de antiparras. Hasta la desusada falta de peso de la valija acentuaba la naturaleza especial de esta visita.

Era demasiado temprano, por supuesto, pues había dejado mi alojamiento poco después del desayuno. Estaba decidido a no llegar tarde y por lo tanto había exagerado al calcular el tiempo que me tomaría el viaje. Había disfrutado de una pausada caminata a través de Londres hasta la estación de Waterloo; el viaje en tren había durado alrededor de veinte minutos, y allí estaba yo, gozando del aire templado y el tibio sol de una mañana de mayo.

En el centro del pueblito, pasé junto a la iglesia cuando los feligreses salían: los caballeros, serenos y formales, vestían traje; las damas, alegres con su vestimenta colorida, llevaban sombrillas. Seguí caminando hasta llegar al puente de Richmond, allí me aparté para acercarme al Támesis y mirar los botes que navegaban entre las márgenes arboladas.

Era un contraste tan grande con la agitación y los olores de Londres; por mucho que me gustara vivir en la metrópoli, el permanente contacto de la gente, el ruido del tránsito y la capa húmeda y gris de emanaciones industriales que se desplazaba por sobre los tejados, todo contribuía a una excesiva presión sobre la mente. Era reconfortante encontrar un lugar como éste, tan cerca del centro de Londres, que gozaba de una elegancia que a menudo me resultaba fácil olvidar que todavía existía.

Continué mi paseo a lo largo de uno de los senderos que bordeaban el río, luego me volví y me encaminé hacia el pueblo. Allí encontré un restaurante abierto y pedí un sustancioso almuerzo. Luego de terminarlo, regresé a la estación, pues antes había olvidado averiguar los horarios de los trenes que volvían a Londres por la noche.

Por fin llegó la hora de partir hacia Richmond Hill; atravesé de nuevo el pueblo, siguiendo The Quadrant, hasta llegar al cruce con el camino que iba hacia el puente de Richmond. De allí tomé un camino secundario que se abría a la izquierda, colina arriba. Sobre mi izquierda, todo a lo largo del camino, había edificios. Al principio, casi al pie de la colina, las casas estaban construidas en terreno elevado y había uno o dos negocios. Cerraba el conjunto un bar —el Queen Victoria, si mal no recuerdo— y más adelante el estilo y el tipo de casa cambiaban en forma perceptible.

Varias estaban situadas a considerable distancia del camino, casi invisibles tras la espesura de los árboles. A mi derecha, se extendía un parque con más árboles, y al subir un poco más vi la amplia curva del Támesis entre los prados de Twickenham. Era un lugar en extremo hermoso y pacífico.

En lo alto de la colina, el camino se convertía en un sendero de carretas lleno de pozos, que se internaba en el parque atravesando Richmond Gate, y el pavimento desaparecía por completo. En este punto había un sendero más estrecho que subía la ladera en forma más directa y por allí comencé a caminar. Poco después vi un portón con el nombre Reynolds House tallado en los pilares de piedra y supe que había llegado a destino.

El camino para coches era corto, pero describía una curva cerrada en forma de S de tal manera que la casa no se veía desde la entrada. Tomé por ese camino, observando el modo en que se había permitido que los árboles y los arbustos crecieran libremente. En varias partes, la vegetación estaba tan crecida que apenas dejaba paso a un carruaje.

La casa apareció en seguida, y de inmediato me impresionó su tamaño. A mis ojos inexpertos, el cuerpo principal parecía tener alrededor de cien años, pero habían agregado dos alas grandes y más modernas a cada costado, y una parte del patio así formado estaba cerrada con una estructura de vidrio con armazón de madera, a la manera de un invernadero.

Alrededor de la casa, los arbustos estaban podados y a un lado de ella había una extensión de césped bien cuidado que la rodeaba hasta llegar al otro extremo.

Me di cuenta de que la entrada principal estaba parcialmente oculta detrás de una parte del invernadero —al principio no la había visto— y me dirigí hacia allí. Al parecer, no había nadie cerca; la casa y los jardines estaban en silencio, y no había movimiento en ninguna de las ventanas.

Al pasar junto a las ventanas del invernadero, oí de pronto el rechinar de metal contra metal y vi un destello de luz amarilla. Por un instante percibí la silueta de un hombre, inclinado hacia adelante, perfilada por una lluvia de chispas. Luego el chirrido cesó y de nuevo todo quedó a oscuras en el interior.

Toqué el timbre que estaba junto a la puerta, y luego de unos minutos me atendió una mujer regordeta, de mediana edad, con vestido negro y delantal blanco. Me quité el sombrero.

—Quisiera ver a Miss Fitzgibbon —dije, cuando entraba al vestíbulo—. Creo que me espera.

—¿El señor tiene una tarjeta?

Estaba yo a punto de sacar mi tarjeta comercial de siempre, proporcionada por Mr. Westerman, pero entonces recordé que ésta era más bien una visita personal.

—No —repuse—, pero ¿querría usted anunciar a Mr. Edward Turnbull?

—Espere, por favor.

Me llevó hasta una sala, y cerró las puertas detrás de mí.

Yo debía haber caminado con demasiada energía al subir la colina, pues descubrí que estaba acalorado y tenía la cara roja y húmeda de transpiración. Me sequé la cara con el pañuelo tan rápido como pude; luego, para calmarme, me puse a observar la habitación, con la esperanza de que una evaluación de los muebles me proporcionara un panorama de los gustos de Sir William. En realidad, la habitación estaba escasamente amueblada, al punto de parecer desnuda. Había una pequeña mesa octogonal delante del hogar, y junto a ella dos sillones desteñidos, pero esto, aparte de las cortinas y una alfombra raída, era todo lo que había.

Poco después la mucama regresó.

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