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Christopher Priest: La máquina espacial

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Christopher Priest La máquina espacial

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Un encuentro casual en un sórdido hotel y un incidente comprometedor en un dormitorio conduce a una aventura imprevista en el tiempo y en el espacio. Es el año 1893, y la prosaica vida de un joven viajante comercial es animada solamente por su ferviente (aunque un tanto distante) interés por el nuevo deporte del automovilismo. Es a través de él como conoce a su amiga, y ella le conduce al laboratorio de Sir William Reynolds, uno de los más eminentes científicos de Inglaterra. Sir William está construyendo una máquina del tiempo, y desde este descubrimiento hay, sin embargo, un pequeño paso al futuro. Cuando la joven pareja emerge en el siglo XX descubre que una feroz guerra devasta a Inglaterra. Realmente, la guerra mundial de 1903 es sólo el comienzo de una serie de aventuras que culminan en una violenta confrontación con el más cruel intelecto del Universo.

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—Amelia, ¿crees que Mrs. Anson sospechaba que yo estaba aquí? —pregunté.

Me miró con malicia.

—No —dijo—. Lo sabía.

—¡Entonces te he comprometido! —exclamé.

—Soy yo quien te ha comprometido. El engaño fue idea mía.

—Eres muy franca. Creo que nunca he conocido a nadie como tú.

—Pues, a pesar de tu convencionalismo, Edward, no creo haber conocido antes a nadie como tú.

V

Ahora que lo peor había pasado, y que disponíamos de tiempo para resolver lo demás, descubrí que podía gozar de la intimidad del momento. Las sillas estaban muy juntas, en medio de la tibieza y la semioscuridad, el coñac irradiaba calor por dentro y la luz de la lámpara de aceite cargaba de matices sutiles y agradables los rasgos de Amelia. Todo esto me traía pensamientos que nada tenían que ver con las circunstancias que nos habían reunido. Me parecía una persona de extraordinaria belleza y serenidad, y la idea de dejarla cuando terminara mi hora de espera no me entusiasmaba.

Al principio fui yo quien dirigió la conversación, al hablar un poco sobre mí mismo. Le expliqué cómo mis padres habían emigrado a los Estados Unidos poco después de que yo terminara mis estudios y que desde entonces yo vivía solo y trabajaba para Mr. Westerman.

—¿Nunca tuviste deseos de ir con tus padres a América? —preguntó Amelia.

—Estuve tentado de hacerlo. Me escriben con frecuencia y Estados Unidos parece ser un país emocionante. Pero pensé que conocía poco de Inglaterra y que sería preferible para mí vivir mi propia vida aquí por un tiempo, antes de reunirme con ellos.

—¿Y conoces algo más de Inglaterra ahora?

—Casi nada —respondí—. Aunque paso todas las semanas fuera de Londres, la mayor parte del tiempo estoy en hoteles como éste.

Luego, me interesé cortésmente por sus antecedentes. Me dijo que sus padres habían muerto en un naufragio cuando ella era pequeña todavía y que desde entonces Sir William era su tutor legal. Se cumplía así un deseo expresado en el testamento del padre de la joven, amigo de Sir William desde sus días de escolares.

—¿De modo que tú también vives en Reynolds House? —dije—. ¿No es sólo un empleo?

—Recibo un pequeño salario por mi labor, pero Sir William ha puesto a mi disposición algunas habitaciones en una de las alas de la casa.

—Me encantaría conocer a Sir William —exclamé con fervor.

—¿Para que pruebe tus antiparras en tu presencia? —preguntó Amelia.

—Lamento habértelas mostrado.

—Yo estoy contenta de que lo hayas hecho. Sin querer me has alegrado la noche. Comenzaba a sospechar que Mrs. Anson era la única persona en este hotel, tan firmemente sujeta me tenía. De todos modos, estoy segura de que Sir William considerará la posibilidad de comprar tus antiparras, aunque en la actualidad ya no conduzca su carruaje sin caballos.

La miré sorprendido.

—Pero creí que Sir William era un conductor entusiasta. ¿Por qué perdió el interés?

—Es un científico, Edward. Sus inventos son numerosos, y se vuelca a nuevos diseños constantemente.

De este modo conversamos durante un largo rato y cuanto más hablábamos tanto más relajado me sentía. Nuestros temas eran intrascendentes en su mayoría, y giraban en torno de nuestra vida pasada y anteriores experiencias. Pronto supe que Amelia había viajado mucho más que yo, ya que había acompañado a Sir William en algunos de sus viajes transoceánicos. Me contó sobre su visita a Nueva York y a Dresde y a Leipzig, y me pareció muy interesante.

Por fin el fuego se consumió, y no nos quedaba más coñac.

De mala gana pregunté.

—Amelia, ¿crees que debería volver a mi habitación?

En un primer momento su expresión no cambió, pero luego sonrió fugazmente y para sorpresa mía apoyó su mano con suavidad sobre mi brazo.

—Sólo si tú lo deseas —dijo.

—Entonces creo que me quedaré algunos minutos más.

De inmediato me arrepentí de haber dicho tal cosa. A pesar del gesto amistoso de la joven, me parecía que ya habíamos hablado bastante de los asuntos que nos interesaban, y que una nueva dilación sólo significaba admitir el considerable grado de perturbación que la cercanía de Miss Fitzgibbon me causaba. Yo no tenía idea de cuánto tiempo había pasado desde que Mrs. Anson dejó la habitación —y mirar el reloj habría sido imperdonable—, pero sí estaba seguro de que debía haber pasado mucho más tiempo del que habíamos acordado. No era correcto esperar más.

Amelia no había retirado su mano de mi brazo.

—Debemos hablar otra vez, Edward —dijo—. Veámonos en Londres una noche; tal vez podrías invitarme a cenar. Entonces sin tener que hablar en voz baja podremos conversar cuanto queramos.

—¿Cuándo regresas a Surrey? —pregunté.

—Creo que mañana a la tarde.

—Estaré en la ciudad durante el día. ¿Aceptarías almorzar conmigo? Hay una pequeña posada en Ilkley Road...

—Sí, Edward. Será un placer.

—Ahora es mejor que me vaya.

Saqué mi reloj del bolsillo y comprobé que había transcurrido una hora y media desde la irrupción de Mrs. Anson.

—Lamento haber conversado durante tanto tiempo —agregué.

Tomé mi valija de muestras y caminé sin hacer ruido hacia la puerta. Amelia se puso de pie y apagó la lámpara de aceite.

—Te ayudaré con el biombo —dijo.

La única iluminación del cuarto provenía de los tizones semiapagados del hogar. La silueta de Amelia se recortaba contra el resplandor mientras ella se me acercaba. Juntos corrimos el biombo a un lado, luego giré el picaporte de la puerta. Todo era quietud y silencio del otro lado. De pronto, en medio de esa gran calma me pregunté hasta qué punto el biombo había disimulado nuestras voces, y si en realidad más de una persona no habría alcanzado a oír nuestra inocente conversación.

Me volví hacia la joven.

—Buenas noches, Miss Fitzgibbon —me despedí.

De nuevo apoyó su mano sobre mi brazo; sentí un aliento cálido junto a mi mejilla y el roce de sus labios por una fracción de segundo.

—Buenas noches, Mr. Turnbull.

Su mano apretó mi brazo; luego Amelia retrocedió y cerró la puerta silenciosamente.

VI

Mi habitación y mi cama estaban frías y no pude dormir. Permanecí despierto toda la noche pensando sin cesar en temas que no podían estar más alejados de lo que me rodeaba.

Por la mañana, con inesperada lucidez a pesar de no haber dormido, fui el primero en bajar a desayunar, y cuando me sentaba en mi lugar habitual el camarero principal se me acercó.

—Saludos de Mrs. Anson, señor —dijo—. ¿Sería tan amable de ocuparse de esto en cuanto termine de desayunar?

Abrí el delgado sobre marrón y encontré mi cuenta en su interior. Cuando dejé el salón de desayuno descubrí que habían empacado mis pertenencias y que mi equipaje estaba a mi disposición en el vestíbulo de la entrada. El Camarero principal recibió mi dinero y me acompañó a la puerta. Ninguno de los otros huéspedes me había visto partir; no hubo señales de Mrs. Anson. Permanecí allí, en el penetrante fresco matinal, aún aturdido por la precipitación con que me obligaban a irme. Después de un momento, llevé mis valijas a la estación y las dejé en la oficina de equipajes. Me quedé cerca del hotel todo el día, pero no vi rastros de Amelia. Al mediodía fui a la posada de Ilkley Road, pero ella no apareció. Al acercarse la noche, volví a la estación y tomé el último tren del día para Londres.

Capítulo 3

LA CASA DE RICHMOND HILL

I

Durante la semana que siguió a mi prematuro regreso de Skipton, fui en viaje de negocios a Nottingham. Allí me dediqué a mi trabajo a tal punto que compensé adecuadamente las pocas ventas realizadas en Skipton. En la noche del sábado, cuando regresé a mi alojamiento de Regent’s Park, el incidente se había reducido a sólo un recuerdo lamentable. Sin embargo, esta afirmación no es del todo exacta, pues a pesar de las consecuencias, conocer a Amelia había sido una experiencia renovadora. Pensaba que no debía abrigar esperanzas de verla otra vez, pero sí sentía la necesidad de disculparme.

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