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Ira Levin: Las poseídas de Stepford

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Ira Levin Las poseídas de Stepford

Las poseídas de Stepford: краткое содержание, описание и аннотация

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En la apacible y bucólica ciudad de Stepford las mujeres están poseídas por algo extraño, dificil de precisar, pero que en todo caso las induce a guardar una conducta sorprendentemente ejemplar. Por su parte, los maridos también observan un comportamiento intachable. Nadie se explica los motivos de unas vidas tan modélicas. Johanna, recién llegada a Stepford con su marido y sus hijos, decide investigar el enigma, sin imaginar que se verá atrapada en una pesadilla escalofriante… Las Poseídas de Stepford es una novela tan original como sobrecogedora, un nuevo hito en la producción del autor de la célebre La Semilla del Diablo.

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Así, en cuanto Pete y Kim se durmieron, bajó al sótano, donde tomó algunas medidas y planeó algunos arreglos en el depósito de los trastos que iba a ser su cuarto oscuro; después volvió a subir, se aseguró de que Pete y Kim continuaban dormidos, y se preparó un vodka con agua tónica, que llevó al escritorio.

Sintonizó en la radio una musiquita de Richard Rodgers, melosa pero agradable; apartó cuidadosamente del centro de la mesa los contratos y demás efectos de Walter, y sacó su lupa, su lápiz rojo y las fotografías que se había apresurado a tomar en la ciudad, antes de partir. Eran casi todas un desperdicio de película, tal como había sospechado desde que las tomó —no tenían que apurarla, si la querían sacar buena— pero encontró una que la entusiasmó realmente: la instantánea de un negro joven y bien vestido, con una cartera diplomática en la mano, lanzando una mirada de furioso rencor a un taxi vacío que acababa de pasar junto a él. Si la expresión de la cara no se perdía en la ampliación, y si se oscurecía el fondo lo suficiente para destacar el taxi borroso, la fotografía podía resultar impresionante, y la agencia —Joanna estaba segura de ello— se encargaría gustosamente de comercializarla. Sobraban mercados para las fotos que dramatizaban las tensiones raciales. Marcó un asterisco rojo al margen de la impresión, y siguió buscando otras que fueran buenas, o por lo menos parcialmente aprovechables. Se acordó de su vodka con agua tónica y lo bebió.

A las once y cuarto estaba cansada, por lo que volvió a colocar sus cosas en el lado de la mesa que le correspondía, y las de Walter donde las había encontrado; desconectó la radio, llevó su vaso a la cocina y lo enjuagó. Verificó las puertas, apagó las luces —excepto la del hall de entrada— y subió la escalera.

El elefante de Kim estaba tirado en el suelo. Se agachó a recogerlo y lo metió en la camita de su hija, al lado de la almohada; estiró la sábana hasta los hombros de Kim y le acarició levemente los rizos.

Pete estaba acostado de espaldas, con la boca abierta, exactamente igual que en su inspección anterior. Esperó hasta ver levantarse su pecho y salió, dejando la puerta entornada. Apagó la luz del hall y entró en el cuarto que compartía con Walter.

Se desvistió, se trenzó el pelo, se dio una ducha, se friccionó la cara con crema, se lavó los dientes y se metió en la cama.

Las doce menos veinte. Apagó el velador.

Tendida de espaldas, desplazó la pierna y el brazo derechos lateralmente. Echaba de menos la presencia de Walter a su lado, pero la impresión de amplitud en el contacto de las sábanas lisas y frescas, era agradable. ¿Cuántas veces se había acostado sola, desde que se casaron? No muchas; algunas noches en que él estuvo ausente de la ciudad por asuntos de Marburg-Donlevy; las que ella pasó en el hospital cuando nacieron Pete y Kim; el día que hubo un corte general de luz; la ocasión en que ella viajó a su pueblo, para asistir al funeral del tío Bert. Unas veinte o veinticinco noches, a lo sumo, en algo más de diez años. No era experiencia penosa. ¡Por Dios, si hasta la hacía sentirse de nuevo Joanna Ingalls! ¿Se acuerdan de esa muchacha?

Se preguntó si Walter estaría emborrachándose. Había bebidas alcohólicas en ese camión que conducía Gary Claybrook (¿o las cajas eran demasiado chicas para contenerlas?) Pero Walter había ido en el coche de Vic Stavros, de modo que no había inconveniente para que se emborrachara. No era muy probable en él, sin embargo: casi nunca le había ocurrido. ¿Y si el de la mona era Vic Stavros? ¡Pamplinas! No había motivo para afligirse.

La cama se sacudía. Ella estaba acostada en la oscuridad, y la cama se sacudía. Alcanzó a percibir una oscuridad más densa en el hueco de la puerta que daba al baño, y una débil claridad en los tiradores de la cómoda mientras la cama seguía sacudiéndose y sacudiéndola, con un ritmo lento y regular, marcado por los gemidos intermitentes del elástico que acompañaban cada sacudida. ¡Era Walter el que temblaba! Debía haber atrapado una fiebre infecciosa. ¿O sería un ataque de delirium tremens? Giró sobre sí misma y se inclinó hacia él, apoyada en un solo brazo, y buscándole a tientas la frente con el otro, escrutándolo en la oscuridad. Los ojos de Walter (vacíos) la enfocaron y se apartaron instantáneamente; todo en él se apartó de ella, y el pedazo de sábana, que Joanna acababa de advertir a la altura de su ingle, desapareció de pronto, sustituida por la forma de su cadera. La cama dejó de moverse.

¿Habría estado Walter… masturbándose?

No sabía qué pensar.

—Creí que tenías un ataque de delirium tremens —dijo—. O alguna fiebre infecciosa.

Walter siguió inmóvil.

—No quise despertarte. Son más de las dos. —dijo al fin.

Ella, sentada en la cama, retuvo el aliento.

Walter siguió dándole la espalda, callado.

Joanna recorrió con los ojos la habitación; reconoció las ventanas y los muebles, borrosos, a la media luz indirecta de la lamparita que quedaba encendida toda la noche en el baño de Pete y Kim. Se sujetó la trenza, tirante; se pasó la mano por el estómago.

—Pudiste despertarme. No me habría importado.

Él no contestó.

—¡Caray! No tienes que hacer eso…

—Simplemente, no quise despertarte. Estabas profundamente dormida.

—Bueno, la próxima vez despiértame.

Walter se movió y se tendió de espaldas, sin sábana.

—¿Lo conseguiste? —preguntó Joanna.

—No.

—Pues bien —sonrió ella—. Ahora estoy despierta.

Se acostó a su lado y se volvió hacia Walter con un brazo extendido. Él se volvió hacia ella. Se abrazaron y se besaron. Walter olía a whisky.

—Digo yo, la consideración está bien —le cuchicheó Joanna al oído—; …¡pero qué diablos!

Esa vez resultó una de las mejores, al menos para ella.

—¡Uuuuh! —resopló al volver del cuarto de baño—. Todavía me siento floja.

Walter, que estaba fumando sentado en la cama le sonrió.

Joanna se metió en la cama, se instaló cómodamente bajo el brazo de su marido, le tornó la mano y la atrajo hacia su pecho.

—¿Qué hicieron? —preguntó—. ¿Te estuvieron mostrando películas pornográficas o algo así?

—No tuve tanta suerte —sonrió Walter. Le puso su cigarrillo entre los labios, y ella aspiró una bocanada.

—Me sacaron ocho dólares con cincuenta en el póquer, y me dieron una lata sobre las pérfidas intenciones del Departamento Zonal respecto a la carretera de Eastbridge.

—Temí que pescaras una curda.

—¿Yo? Un par de copas, y pare de contar. No son grandes bebedores. ¿Y qué hiciste?

Se lo contó y también las esperanzas que tenía en la foto del negro. Walter le habló de algunos hombres que había conocido esa noche: el pediatra recomendado por los Van Sant y los Claybrook; el ilustrador de revistas, que era la celebridad número uno de Stepford; otros dos abogados, un psiquiatra, el jefe de Policía, el gerente del Supermercado del Centro.

—El psiquiatra tendría que estar a favor de la admisión de las mujeres —observó Joanna.

—Y lo está. Así como el doctor Verry. No sondeé a nadie más. No quise presentarme como un activista furioso desde mi primera visita.

—¿Cuándo irás de nuevo? —preguntó Joanna y, de pronto (quién sabe por qué) tuvo miedo de que le contestara: mañana.

—No lo sé —dijo Walter—. Escucha, no pienso hacer de esto una forma de vida, como lo han hecho Ted y Vic. Presumo que iré aproximadamente dentro de una semana, pero no estoy seguro. En realidad, es un poco lugareño.

Joanna sonrió, y se apretó más contra él.

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