Algis Budrys - ¿Quién?

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Los agentes del servicio secreto aliado quedaron muy sorprendidos cuando vieron al hombre acercarse a ellos desde la zona soviética.
Uno de sus brazos era de metal. Y donde la cabeza debiera haber estado, había una cúpula de metal, sin facciones y amenazadora.
Aquella grotesca figura era Martina, el científico que habían estado reclamando y que los soviéticos les devolvían ahora. Era el hombre que conocía el secreto de la más terrible arma jamás ideada.
¿ Pero era Martino?
Si Martino había muerto, entonces un espía sobrehumanamente inteligente y oculto trás un perfecto disfraz, iba a estar libre detrás de las lineas aliadas.
Y si era Martino, pero se había pasado al bando siviético, entonces era una aterradora amenaza. Porque de un solo golpe podría sabotear el proyecto de guerra de los aliados y destruir el equilibrio de poderío mundial.

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¿Y Bárbara? Bien… Bárbara estaba hecha de dura fibra. Pero a pesar de todo había debido herirla por lo menos un poco.

¿Pero cómo se había creado toda aquella situación? En el simple plazo de un día lo había complicado todo. Tal vez era fácil olvidarlo todo y empezar de nuevo, ¿pero cómo podía hacer eso? ¿Podía él dejar que algo como eso se mantuviera en el fondo de su mente para siempre, sin resolver? «Estoy completamente desconcertado», pensó.

Había creído que se comprendía y que se había formado a sí mismo para vivir de la manera más eficaz en este mundo. Había hecho planes sobre esta base, y en ellos no había visto tacha alguna. Pero ahora tenía que volver a aprender casi todo antes de que un nuevo y mejor Lucas Martino pudiera emerger.

Durante un momento más antes de ponerse a trabajar, trató de decidir cómo podía llegar a comprenderlo todo y sin esfuerzo aprender a no malgastar su tiempo analizando cosas que no podían ser cambiadas. Pero la hora de la aglomeración se acercaba. La gente estaba empezando a penetrar ya en la cafetería, y las mesas no se hallaban dispuestas aún.

Tenía que dejarlo en eso, pero no permanentemente. Lo rechazó hacia el fondo de su mente, de donde lo extraería cuando tuviese tiempo… donde podría permanecer siempre, sin variar y esperando a ser resuelto.

Las circunstancias lo tenían cogido en una trampa. Pronto tendría que acudir a un instituto.

Allí tendría que aprender a dar precisamente las respuestas que se esperaban de él, y no otras. Sus estudios se desarrollaban bien, y no había dificultades en cuanto a la beca del Tecnológico de Massachussets. Pero eso exigía mucho de su atención.

Veía a Edith con mucha frecuencia. Cada vez que la llamaba, era siempre con la esperanza de que esa vez sucedería algo; se pelearían, se fugarían, o harían algo lo bastante dramático para resolver de un golpe las cosas. Sus citas eran siempre torturadoras por esa razón, y nunca se mostraban casuales el uno con el otro. El se había dado cuenta de que gradualmente había dejado que su cabello creciese castaño oscuro, y que había cesado de vivir por medio de los cheques que le mandaban sus padres. Pero no tenía idea alguna de lo que podía significar eso. Había encontrado trabajo en un almacén de la calle Catorce, y se había trasladado a un piso vecino, donde algunas veces se visitaban. Pero él no había conseguido otra cosa sino colocarse en una posición en la que, con cada paso que daba para resolver un problema, no conseguía sino hacer peor el otro. De manera que fluctuaba entre ellos. El y Edith raramente se besaban. Jamás se habían entregado al amor carnal.

El siguió trabajando en Espresso Maggiore hasta que los estudios comenzaron a arrebatarle demasiada parte de su tiempo. A menudo hablaba con Bárbara en los escasos momentos de ocio de la jornada. Pero ahora eran simplemente dos personas que trabajaban en el mismo lugar y que se ayudaban la una a la otra a luchar contra el aburrimiento. De las únicas cosas que podían hablar era del trabajo, sus estudios o lo que sucedería a su novio ahora que había sido formado el Gobierno de las Naciones Aliadas y los hombres americanos podían llegar a ser trasladados a las instalaciones técnicas australianas. No había nadie con quien pudiera hablar de cosas importantes.

El otoño de 1968 abandonó Nueva York para dirigirse a Boston. No trabajaba desde enero, había dejado de estar en contacto con su tío y Bárbara. Sus relaciones con Edith eran de tal índole que en ellas no había nada sobre la que pudiera escribir en sus cartas. Intercambiaban tarjetas postales en Navidad de cada año.

El trabajo en el Tecnológico era extenuante. Se daba por supuesto que el cincuenta por ciento de los estudiantes que asistían a las clases no se graduarían, y los que tenían el firme propósito de continuar sus estudios apenas disponían del tiempo necesario para dormir. Lucas raramente dejaba el claustro. Durante tres años hizo un trabajo de estudiante de carrera, y después continuó estudiando hasta conseguir su doctorado. Durante siete años vivió estrictamente en el mismo universo de bolsillo.

Antes incluso de haber alcanzado su grado de vio el comienzo de la cadena lógica que iba a acabar en el K-Ochenta y ocho. Cuando recibió su doctorado, fue destinado inmediatamente a un proyecto de investigación para el gobierno americano y durante años vivió entregado a una investigación tras otra, ninguna de ellas substancialmente diferente de cualquier curso académico. No se le obligó a cumplir el servicio militar. Cuando entregó sus primeros estudios sobre el proyecto K-Ochenta y ocho fue trasladado a una instalación del G.N.A. Cuando los resultados experimentales demostraron que el proyecto era digno de ser desarrollado fueron puestos a su disposición un equipo y un laboratorio, y, una vez más, se convirtió en esclavo de los planes, de las rutinas, de las áreas restringidas. Aunque era libre de pensar, sólo tenía un mundo en el que desenvolverse.

Mientras era aún miembro del Instituto Tecnológico, le había enviado Edith el anuncio de su compromiso matrimonial. Añadió el hecho al problema enterrado, y permaneció cuidadosamente salvaguardado por su perfecta memoria, esperando, a través de veinte años, a que tuviese tiempo libre para pensar.

CAPITULO IX

Eran casi las ocho de la noche. Rogers colgó el teléfono de su oficina y miró hacia Finchley.

—Se ha detenido a tomar un bocadillo y café en un ambigú de la esquina de la calle Ocho y la Sexta Avenida. Pero todavía no ha hablado con nadie, no parece dirigirse a algún lugar en particular y no se ha molestado en buscar alojamiento. Continúa caminando. Sigue vagabundeando.

Rogers pensó que al menos el hombre había pensado en comer. Rogers y Finchley no habían tomado bocado aún. Por otra parte, ellos dos estaban sentados, en tanto que, con cada paso que el hombre daba por las aceras de cemento, doscientas sesenta y ocho libras caían sobre sus ya arruinados pies. Pero, ¿por qué caminaba? ¿Por qué no se detenía? Estaba levantado desde antes de haber amanecido en Europa, y sin embargo, no se daba reposo.

Finchley sacudió la cabeza.

—Me preguntó por qué hace eso. ¿En pos de qué puede ir? ¿Estará buscando a alguien… intentando encontrarse con alguien?

Rogers suspiró.

—Quizá está intentando extenuarnos.

Abrió delante de sí el dossier de Martino, buscó la página conveniente y deslizó el dedo por la escasa lista de, nombres. Martino tenía exactamente un pariente en Nueva York, y ningún amigo íntimo. Hay una mujer de la que recibió el anuncio de su compromiso matrimonial. Parece ser que sostuvo con ella relaciones mientras asistía a las clases del colegio de Nueva York. Quizá ésta es una posibilidad.

—Está usted diciendo que ese hombre es Martino.

—No estoy diciendo semejante cosa. No ha hecho movimiento alguno hacia su casa, y no se halla sino a cinco manzanas de la zona por la que él no cesa de moverse. Si algo digo, es que no es Martino.

—¿Desearía usted visitar a una antigua novia que lleva casada quince años?

—Quizá.

—Eso no prueba nada en ningún sentido.

—Creo que eso es lo que no hemos cesado de decir ni un momento.

La boca de Finchley se crispó. Sus ojos estaban completamente inexpresivos.

—¿Qué me dice de ese pariente?

—¿Su tío? Martino trabajó en su cafetería, que está situada en esa misma zona. La cafetería es ahora una barbería. El tío se casó con una viuda cuando tenía sesenta y tres años, se trasladó con ella a California y murió hace diez años. De manera que eso ha quedado resuelto. Martino no se hizo amigos, y no tenía otros parientes. No perteneció a ningún club, y no tenía por costumbre llevar un diario. Si alguna vez ha habido una persona para crear esta clase de situación, ése es Martino — dijo Rogers, rascándose la cabeza. — Y sin embargo — repuso Finchley —, ha venido directamente a Nueva York y ha ido directamente al Village. Ha debido tener alguna razón. Pero, cualesquiera que sea, todo cuanto hace es caminar. En círculos. Eso no tiene sentido… tratándose de un hombre de su calibre.

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