Algis Budrys - ¿Quién?

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Los agentes del servicio secreto aliado quedaron muy sorprendidos cuando vieron al hombre acercarse a ellos desde la zona soviética.
Uno de sus brazos era de metal. Y donde la cabeza debiera haber estado, había una cúpula de metal, sin facciones y amenazadora.
Aquella grotesca figura era Martina, el científico que habían estado reclamando y que los soviéticos les devolvían ahora. Era el hombre que conocía el secreto de la más terrible arma jamás ideada.
¿ Pero era Martino?
Si Martino había muerto, entonces un espía sobrehumanamente inteligente y oculto trás un perfecto disfraz, iba a estar libre detrás de las lineas aliadas.
Y si era Martino, pero se había pasado al bando siviético, entonces era una aterradora amenaza. Porque de un solo golpe podría sabotear el proyecto de guerra de los aliados y destruir el equilibrio de poderío mundial.

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Además de Lucas, en Espresso Maggiore había cuatro empleados más.

Carlo, el gerente, era un fornido y casi siempre silencioso hombre de unos treinta y cinco años, cortado de la misma pieza que Lucas Maggiore y contratado por esa razón. Era él quien se encargaba de la máquina, quien usualmente cobraba y quien supervisaba el trabajo y la limpieza. Le enseñó a Lucas cómo debía moler el café, le dijo que pasara siempre el paño por las mesas y que tuviese llenos los azucareros, le enseñó a limpiar los platos y las tazas con la mayor eficacia, y después de eso le dejó en paz, puesto que el muchacho realizaba bien su trabajo.

Había tres camareras. Dos de ellas eran, más o menos típicas muchachas del Village; una de ellas era del Midwest y la otra de Schenectady, y ambas estudiaban arte dramático y venían a trabajar desde las ocho a la una. La tercera camarera era una muchacha de la vecindad, Bárbara Costa, tenía diecisiete o dieciocho años y trabajaba toda la jornada. Era una muchacha encantadora y delgada que hacía su trabajo expertamente y no perdía el tiempo hablando con los muchachos del Village, los cuales venían durante las tardes y permanecían durante horas con una sola taza de café porque nadie se preocupaba de ellos, con tal de que el establecimiento estuviese atestado. Debido a que ella permanecía allí todo el día, Lucas llegó a conocerla mejor que a las otras dos muchachas. Se entendían bien, y durante los primeros días ella se tomó la molestia de enseñarle la manera de llevar cuatro o cinco tazas de una vez, de recordar los pedidos complicados y de hacer rápidamente la cuenta. A Lucas le agradaba por su carácter amistoso, respetaba su pericia porque estaba organizada en una forma que él comprendía y se sentía agradecido por tener una persona con la que podía hablar en los raros momentos en los que sentía el deseo de hacerlo así.

Al cabo de un mes, Lucas se había aclimatado a la ciudad. Se aprendió de memoria la complicada red de calles sin números que había debajo de Washington Square, conocía las principales rutas del metro, encontró una buena y barata lavandería y una tienda en la que compraba los pocos artículos alimenticios que necesitaba. Había investigado el sistema de registro y los requerimientos de ingreso en el City College, había enviado una carta a Massachussets para solicitar detalles y se había inscrito en el local Selective Service Broad, donde las notas que obtuvo en el examen de aptitud técnica le sirvieron para salvar su atraso. Su propósito era inscribirse al cabo de un año como estudiante de ciencias físicas, pues para eso era para lo que se encontraba en Nueva York. De manera que, hasta entonces, había conseguido establecer sus circunstancias de forma que encajaran en sus necesidades.

Pero lo que su tío le había sugerido el primer día que llegó a la ciudad, estaba comenzando a girar en la mente de Lucas. A veces se sentaba para pensar en ello sistemáticamente.

Tenía dieciocho años, y se hallaba próximo al punto álgido de su vigor físico. Su cuerpo era un mecanismo excelentemente diseñado, con definidas necesidades y funciones. Ese particular año era el último período de tiempo libre que podía esperar disfrutar durante los próximos ocho años.

Sí, decidió, si alguna vez iba a tener novia, nunca se le presentaría mejor oportunidad que entonces. Disponía de tiempo y de medios, e incluso tenía el deseo. La lógica le indicaba el camino, de manera que empezó a buscar en torno suyo.

CAPITULO VII

El avión comenzó a iniciar su final descenso sobre Long Island, para dirigirse al aeropuerto internacional de Nueva York, y la azafata del bar le pidió a Rogers y al hombre que ocuparan sus asientos.

El hombre elevó graciosamente su vaso, colocó el borde contra la cavidad que hacía las veces de boca y apuró su bebida. Depositó el vaso y la rejilla se movió para ocupar su lugar. Se enjugó la barbilla con una servilleta de papel.

—El alcohol es muy malo para el acero con mucho carbón como componente, ¿sabe? — le dijo a la azafata.

Había pasado la mayor parte del viaje en la sala del bar, pidiendo de vez en cuando una bebida, fumando a intervalos, sosteniendo un vaso o un cigarrillo en su mano de metal. Los pasajeros y la tripulación se habían visto obligados a acostumbrarse a él.

—Sí, señor — dijo cortésmente la azafata.

Rogers sacudió la cabeza. Mientras seguía al hombre a lo largo del pasillo hacia sus asientos, dijo:

—No si es acero puro, Mr. Martino. He visto los análisis metalúrgicos referentes a usted.

—Sí — repuso el hombre, y hebilló su cinturón y dejó que sus manos descansaran ligeramente sobre sus rodillas —. Usted los ha visto. Pero esa azafata no los ha visto. — Se colocó el cigarrillo en la boca y dejó que se hundiese allí, sin encender, mientras el avión se inclinaba. Miró a través de la ventanilla que había a su lado —. Es raro — dijo —. Había olvidado ya que se llegaba a una hora tan temprana de la mañana.

En el momento en que el avión tocó la pista, moderó la marcha y comenzó a rodar hacia la rampa de salida, el hombre se deshebilló el cinturón del asiento y encendió su cigarrillo.

—Parece que hemos llegado — dijo convencionalmente, y se levantó —. Ha sido un agradable viaje.

—Muy bueno — repuso Rogers, mientras desataba su propio cinturón.

Miró hacia Finchley, que estaba al otro lado del pasillo, y sacudió la cabeza cuando el hombre del F.B.I. elevó las cejas. No había duda alguna: quienquiera fuese aquel hombre, lo iban a pasar bastante mal con él. Tanto si era Martino como si no.

—Bien — dijo el hombre —. Supongo que no volveremos a vernos socialmente de nuevo, Mr. Rogers. Apenas sé si es conveniente decirle adiós o no.

Rogers le tendió la mano sin pronunciar palabra.

La mano derecha del hombre fue cálida y firme.

—Será bueno volver a ver otra vez Nueva York. Hacía casi veinte años que no estaba aquí. ¿Y usted, Mr. Rogers?

—Unos doce. Nací aquí.

—¡Oh! ¿De veras?

Se movieron lentamente a lo largo del pasillo hacia la puerta trasera. El hombre caminaba delante de Rogers.

—Entonces estará contento de haber regresado. Rogers se encogió de hombros incómodamente.

La risa del hombre fue triste.

—Perdone. ¿Sabe usted?, por un momento había olvidado realmente que este no es un viaje de placer para ninguno de nosotros.

Rogers no supo lo que responder. Siguió al hombre pasillo abajo, hasta el lugar donde las azafatas les entregaron sus abrigos. Salieron a la escalera movible. Los ojos de Rogers se hallaban al nivel de la parte superior de la cabeza descubierta del hombre.

En la pista había un grupo de fotógrafos con sus cámaras apuntadas hacia el hombre y disparando sus flashs en una serie de agudos resplandores.

El hombre intentó volverse sobre la escalera movible. Su dura mano se aferró al hombro de Rogers cuando intentó apartarlo de su paso. El trenzado que había detrás de la rejilla de su boca estaba fuera de la vista. Rogers oyó cerrarse bruscamente las dos hojas con las que trituraba los alimentos.

Entonces Finchley se las ingenió para pasar junto a ellos y comenzó a bajar por la escalera movible. Mientras descendía se introdujo la mano en el bolsillo para sacar la cartera y luego la chapa del F.B.I. resplandeció brevemente bajo los fulgores de luz. Los fotógrafos se detuvieron.

Rogers respiró hondamente y apartó de su hombro la mano del hombre.

—Muy bien — dijo con suavidad, bajando cuidadosamente la mano del hombre, como si ya no estuviera sujeta a nada —. Todo va bien, hombre. La situación ha sido dominada. El maldito piloto debe de haber radiado algo. Finchley tendrá que hablar con los editores de los periódicos y con los jefes de los servicios telegráficos. No queremos que propaguen la noticia por todo el mundo.

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