Algis Budrys - ¿Quién?

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Los agentes del servicio secreto aliado quedaron muy sorprendidos cuando vieron al hombre acercarse a ellos desde la zona soviética.
Uno de sus brazos era de metal. Y donde la cabeza debiera haber estado, había una cúpula de metal, sin facciones y amenazadora.
Aquella grotesca figura era Martina, el científico que habían estado reclamando y que los soviéticos les devolvían ahora. Era el hombre que conocía el secreto de la más terrible arma jamás ideada.
¿ Pero era Martino?
Si Martino había muerto, entonces un espía sobrehumanamente inteligente y oculto trás un perfecto disfraz, iba a estar libre detrás de las lineas aliadas.
Y si era Martino, pero se había pasado al bando siviético, entonces era una aterradora amenaza. Porque de un solo golpe podría sabotear el proyecto de guerra de los aliados y destruir el equilibrio de poderío mundial.

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El miró a su madre y después a su padre, y pudo ver que no se trataba de algo que pudiese explicar. Por un momento, casi dijo que había cambiado de idea.

En lugar de ello, dijo:

—Gracias por vuestro permiso.

Mueve una pieza del universo, y todas las demás se ven afectadas. Añade algo a una pieza, y otra debe perder. ¿Qué otra alternativa hubiera podido tener, cuando todo estaba relacionado, cuando un bloque de hechos estaba contra otro y sólo había una manera buena de proceder?

CAPITULO V

El octavo día después que el hombre había cruzado la frontera, el anunciador zumbó en la mesa de Rogers.

—¿Sí?

—Mr. Deptford está aquí y desea verle, señor.

Rogers gruñó. Dijo:

—Que pase, por favor.

Deptford penetró en la oficina. Era un hombre delgado, de cara gris, vestía traje oscuro y traía una cartera de negocios.

—¿Cómo está usted, Shawn? — preguntó suavemente.

Rogers se levantó.

—Muy bien, gracias — contestó lentamente —. ¿Y usted?

Deptford se encogió de hombros. Se sentó en la silla que había junto al extremo de la mesa de Rogers y colocó la cartera sobre su regazo.

—Me ha parecido conveniente bajar conmigo la decisión sobre el asunto de Martino. — Abrió la cartera y le tendió a Rogers un sobre de papel manila —. Ahí dentro hay los datos sobre las directrices políticas oficiales, y una carta para usted de la oficina de Karl Schwenn.

Rogers cogió el sobre.

—¿Se lo ha hecho pasar muy mal Schwenn, señor?

Deptford sonrió levemente.

—La verdad es que no saben en absoluto lo que hacer. Y no parece que eso sea culpa de alguien en particular. Pero necesitan sumamente una solución. Ahora, habiendo resuelto sacrificar el programa K-Ochenta y ocho, ya no la necesitan con tanta urgencia. Pero siguen necesitándole, desde luego.

Rogers asintió con la cabeza lentamente.

—Le voy a reemplazar como jefe de sector. Han puesto a un nuevo hombre en mi viejo puesto. En la carta de Schwenn le confían la misión de seguir a Martino. En realidad, creo que Schwenn ha encontrado la mejor solución a una situación complicada.

Rogers sintió que los labios se le estiraban en una incómoda mueca de sorpresa y embarazo.

—Bien.

No había nada más que decir.

—La investigación directa no remedia nada — le dijo Rogers al hombre —. Lo hemos intentado, pero no puede ser hecho así. No podemos demostrar quién es usted.

Los refulgentes ojos le miraron impasiblemente. No había manera de poder saber lo que estaba pensando el hombre. Se encontraban solos en la pequeña estancia, y de repente Rogers comprendió que aquello se había convertido en una cosa personal entre ambos. Ahora podía darse cuenta de que había ido sucediendo gradualmente, que en los últimos días había ido formándose a pequeños incrementos, pero ésa fue la primera vez que reparó en ello, y por eso pareció como si hubiera ocurrido súbitamente. Rogers se sintió responsable personalmente de que el hombre se encontrara allí y de todo cuanto le había ocurrido. Era una forma de sentir improfesional, pero el hecho era que él y aquel hombre estaban allí cara a cara, solos, y que esto los acercaba totalmente.

—Comprendo lo que usted quiere decir — repuso el hombre —. He estado pensando mucho en ello.

Permanecía rígidamente sentado en la silla, su mano colocada sobre las piernas. No había manera de saber si había pensado en ello fría y desapasionadamente, o si esperanzas e ideas desesperadas habían formado eco en su cerebro como hombres en una prisión aporreando los barrotes.

—Creía que me sería posible buscar alguna solución. ¿Qué me dice de las formas que ofrecen los poros de la piel? Estas no pueden haber cambiado.

Rogers sacudió la cabeza.

—Lo siento, Mr. Martino. Créame, nuestros expertos en identificaciones físicas han estado durante días examinando intensamente este asunto. Es cierto que fueron mencionadas las formas que ofrecen los poros. Pero, desgraciadamente, eso no podría servirnos de nada. No nos habíamos preocupado de eso antes de que se produjese la explosión, y en nuestros archivos no hay nada al respecto. A nadie se le ocurrió pensar en detalles tan minuciosos. — Levantó la mano para rascarse la cabeza, y la dejó caer resignadamente —. Me temo que esto mismo puede ser dicho en lo que se refiere a todo lo demás. Tenemos archivadas sus huellas dactilares y fotografías retinales. Todo ello es inútil ahora.

«Y aquí estamos», Pensó, «dando vueltas en torno a la cuestión de si usted es verdaderamente Martino, pero un Martino que se ha pasado al bando de ellos. Hay límites a lo que las gentes civilizadas pueden intentar abiertamente, por muy intensamente que puedan especular. De manera que todo lo demás poco importa. No hay ningún fácil escape para ninguno de los dos, sea lo que sea lo que digamos o hagamos ahora. Hemos tratado de encontrar las respuestas fáciles, y no hemos hallado ninguna. Ahora, tanto para usted como para mí, se trata de dejar correr el tiempo»

—¿No hay nada en absoluto que pudiese dar resultado?

—Me temo que no. No tiene marcas o cicatrices que no pudiesen ser falsificadas, ni tatuajes, nada. Hemos pensado en todo, Mr. Martino. Hemos pensado en todas las Posibilidades. Hemos acumulado un verdadero equipo de especialistas. Todo el mundo se muestra de acuerdo en que no se puede pensar en hallar una rápida respuesta.

—Eso es difícil de creer — dijo el hombre.

—Mr. Martino, usted se halla más profundamente implicado en el problema que cualquiera de nosotros. A usted le ha sido imposible ofrecernos algo útil. Y usted es hombre muy inteligente.

—Sí, soy Lucas Martino — apuntó secamente el hombre.

—Aun cuando no lo fuera. — Rogers apoyó sobre las rodillas las palmas de las manos —. Considerémoslo de manera lógica. En todo cuanto nosotros podamos pensar, ellos han podido pensar primero. Al intentar establecer algo sobre usted es inútil abordar normalmente el problema. Nosotros somos los especialistas encargados de identificarle a usted y la mayor parte llevamos largo tiempo haciendo esta clase de trabajo. Hace siete años que soy jefe del departamento de seguridad del G.N.A. de este sector. Soy el individuo responsable de los agentes que introducimos en su organización. Pero al intentar deshacerle a usted, tengo que afrontar la posibilidad de que otros tantos expertos del otro bando hayan montado sus piezas y de que usted mismo pueda estar a la altura de mi propia experiencia en la cuestión de las falsas identidades. Lo que aquí se halla en conflicto son los totales esfuerzos de dos eficientes organizaciones, cada una de las cuales posee los recursos de la mitad del mundo. Esta es la situación, y todos tenemos que atenernos a ella.

—¿Qué va a hacer usted?

—Para decírselo es para lo que he bajado. No podemos mantenerlo aquí indefinidamente. Nosotros no hacemos las cosas de esa manera. De forma que es usted libre de irse.

El hombre alzó la cabeza bruscamente.

—En eso hay algún inconveniente.

Rogers asintió con la cabeza.

—Sí, lo hay. No podemos permitirle volver a emprender un trabajo sensitivo. Ese es el inconveniente, y usted ya lo conocía. Ahora es oficial. Es usted libre de irse y hacer cuanto quiera, siempre que no tenga nada que ver con la física.

—Ya — repuso tranquilamente el hombre —. Lo que ustedes desean es ver cómo me comporto. ¿Cuánto tiempo ya a durar esa situación? ¿Durante cuánto tiempo me van a estar vigilando?

—Hasta que hayamos descubierto quién es usted.

El hombre comenzó a reír, quieta y amargamente.

—¿De manera que se va de aquí hoy? — preguntó Finchley.

—Mañana por la mañana. Desea ir a Nueva York. Le pagamos el viaje por avión, le hemos concedido una pensión del cien por cien por incapacidad y le hemos dado cuatro meses de paga retrasada, como se la hubiésemos dado a Martino.

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