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Larry Niven: El martillo de Lucifer

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Larry Niven El martillo de Lucifer

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Cuando EL MARTILLO DE LUCIFER, el cometa gigante, chocó contra la Tierra, hizo pedazos la civilización. Los días felices habían terminado. Estaban viviendo el fin del mundo. Los terremotos eran tan fuertes que no podían medirse con la escala de Ritcher. Las olas marinas alcanzaban alturas incalculables. Las ciudades se convirtieron en océanos, y los océanos en nubes. Era el principio de la nueva Edad del Hielo. Y el final de los gobiernos, los planes, los hospitales y el derecho. Y sobre ellos, igual que otro martillo del demonio, la más terrible selección del hombre hecha por el hombre que jamás se había producido.

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Harvey desechó estos pensamientos y se concentró en su buena suerte. Hamner había hablado en serio. Haría el documental. Reflexionó en los problemas que surgirían. Necesitarían un experto en fotografía con luz insuficiente; probablemente fotografiar al cometa requeriría largo tiempo. Sería divertido. Tendría que darle las gracias a Maureen Jellison por haberle puesto en contacto con Hamner. Buena chica. Era más auténtica que la mayoría de mujeres que Harvey había conocido. Qué pena que Loretta estuviera presente cuando conversaban...

Apenas fue consciente de este último pensamiento, puesto que lo rechazó rápidamente. Era un hábito que había desarrollado tiempo atrás. Conocía a demasiados hombres que estaban convencidos de que detestaban a sus esposas, cuando lo cierto era que no les desagradaban en absoluto. La hierba no siempre era más verde al otro lado de la valla. Aquella era una lección que había aprendido de sus padres y que nunca había olvidado. Su padre fue arquitecto y constructor, siempre cercano a la alta sociedad de Hollywood, pero nunca pudo lograr los grandes contratos que le hubieran enriquecido. Sin embargo había asistido a muchísimas fiestas de Hollywood. Bert Randall también tuvo tiempo para llevarse a Harvey a las montañas, y en aquellas largas acampadas hablaba a su hijo de productores, estrellas y guionistas que gastaban más de lo que ganaban y se fabricaban ilusiones que nunca podrían satisfacer.

—No pueden ser felices —decía Bert Randall—. Siempre están pensando en que la mujer de otro es mejor en la cama, o que luce más en las fiestas, y se convencen a sí mismos de que lo creen. Toda esta maldita ciudad ha llegado a creer en sus propios corresponsales de prensa, y nadie puede vivir con arreglo a esos sueños.

Y todo ello era cierto. Los sueños podían ser peligrosos. Era mejor concentrarse en lo que uno tenía. Y lo que él tenía, pensó Harvey, era mucho. Un buen trabajo, una gran casa, una piscina...

Nada de eso te ha salido gratis, le dijo una maliciosa vocecita interior, y en cuanto a tu trabajo, no puedes hacer en él lo que te parezca.

Harvey no quiso escucharla.

Los cometas no estaban solos en el halo.

Remolinos locales cercanos al centro del torbellinoaquella amalgama de gases que giraba velozmente y que al fin se contrajo para formar el solse hablan condensado y constituido los planetas. El inmenso calor de la estrella recién formada había desgarrado las cubiertas gaseosas de los más próximos, dejando trozos de roca fundida y hierro. Otros mundos más alejados hablan permanecido como grandes bolas de gas a las que los hombres, al cabo de mil millones de años, darían los nombres de sus dioses. También hablan existido remolinos muy distantes del eje del remolino.

Uno de ellos había formado un planeta del tamaño de Saturno, y todavía estaba haciendo acopio de masa. Sus anillos eran anchos y hermosos bajo la luz estelar. Las tormentas agitaban su superficie, pues la energía de su contracción mantenía al centro extremadamente caliente. Su enorme órbita estaba inclinada casi verticalmente con respecto al plano del sistema interno, y su imponente recorrido a través del halo de cometas tardó millares de años en completarse.

En ocasiones un cometa se desviaba, acercándose demasiado al gigantesco planeta negro, y desaparecía entre los anillos o la atmósfera cuyo espesor era de millares de kilómetros. A veces, aquella tremenda masa arrancaba un cometa de su órbita y lo lanzaba al espacio interestelar, donde se perdía para siempre. Y otras veces el planeta negro hacia caer un cometa en el torbellino y el fuego infernal de su sistema interno.

Las miríadas de cometas que hablan sobrevivido a la ignición del sol se movían en órbitas lentas y estables. Pero cuando pasó el gigante negro, las órbitas se convirtieron en un caos. Los cometas que calan en el torbellino podían retornar parcialmente vaporizados y caer de nuevo, una y otra vez, hasta que no quedaba nada más que una nube de piedras. Pero muchos no regresaron jamás.

ENERO: INTERLUDIO

Sé el primero en tu manzana que ayude a paralizar la red de energía eléctrica del nordeste.

El Otro East Village se enorgullece en anunciar el primer apagón anual de los Hombres Lobo, jijado para las tres de la tarde del miércoles, 19 de agosto de 1970. Pongamos a prueba el sistema una vez más. Conecta todos los aparatos eléctricos que estén a tu alcance. Ayuda a las compañías que producen y distribuyen la energía eléctrica a mejorar sus balances consumiendo tanto como puedas. E incluso entonces busca la manera de consumir un poco más. Conecta, en especial, calentadores eléctricos, tostadores, aparatos de aire acondicionado y cualquier otro aparato de un consumo elevado. Si los refrigeradores se conectan al máximo, dejando las puertas abiertas, pueden enfriar un piso grande con facilidad. Tras toda una tarde de alegre consumo a tope, nos reuniremos.

El Otro East Village (publicación underground) Julio de 1970

En un día claro el panorama se extendía sin límites. Desde su posición ventajosa en el piso superior del Proyecto Nuclear San Joaquín, el supervisor local Barry Price tenía una vista excelente del vasto terreno en forma de plato romboidal que en otro tiempo había sido un mar interior y ahora era el centro de la industria agrícola californiana. El valle de San Joaquín se extendía 320 kilómetros al norte y 50 al sur. El complejo incompleto de energía nuclear se alzaba en una pequeña elevación de seis metros por encima del valle totalmente llano, y era la colina más alta a la vista.

Incluso a aquella hora temprana se oía el fragor de una actividad industrial. Los obreros que construían el complejo trabajaban durante toda la noche, en tres turnos completos, los sábados y domingos, y si Barry Price hubiera tenido autoridad para ello habrían trabajado también en Navidad y Año Nuevo. Trabajando a este ritmo, habían terminado el reactor número uno y avanzado bastante en el número dos, mientras otros obreros iniciaban las excavaciones para emplazar los números tres y cuatro. Pero aquel apresuramiento no servía de nada. El número uno estaba terminado, pero los tribunales y los abogados no permitían que se pusiera en marcha.

La mesa de trabajo de Barry Price estaba llena de papeles. El supervisor llevaba el pelo muy corto y un bigote fino como el filo de una navaja. Vestía lo que su ex esposa había denominado su uniforme de ingeniero: pantalones color caqui, camisa y chaqueta también caqui y ambas con hombreras. De su cinturón pendía una calculadora de bolsillo (en otro tiempo había sido una regla de cálculo), llevaba lápices en los bolsillos de la camisa y un cuaderno de notas en el de la chaqueta. En ocasiones obligadas —como sucedía cada vez con más frecuencia con las presentaciones ante el tribunal, el informe de sus actuaciones ante el alcalde de Los Angeles y sus concejales encargados del agua y la energía, los testimonios ante el Congreso y la Comisión Reguladora Nuclear o la legislatura del Estado— se ponía a desgana un traje de franela gris y corbata. Pero cuando estaba en el césped de su hogar se ponía de nuevo, aliviado, sus ropas de trabajo, y le molestaba en grado sumo tener que cambiarse si venían visitantes.

Su taza de café estaba vacía, y aquella era su última excusa. Conectó el intercomunicador.

—Dolores, pueden pasar esos bomberos que vienen a visitarnos.

—Aún no están aquí —dijo la interpelada.

Era un respiro momentáneo. Volvió a enfrascarse en sus papeles, asqueado por lo que estaba haciendo. Mientras trabajaba se decía a sí mismo: «Soy un ingeniero, maldita sea. Si hubiera querido dedicar todo mi tiempo a informes legales o a sentarme en una sala de justicia, habría sido abogado, o un asesino de masas.»

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