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Larry Niven: El martillo de Lucifer

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Larry Niven El martillo de Lucifer

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Cuando EL MARTILLO DE LUCIFER, el cometa gigante, chocó contra la Tierra, hizo pedazos la civilización. Los días felices habían terminado. Estaban viviendo el fin del mundo. Los terremotos eran tan fuertes que no podían medirse con la escala de Ritcher. Las olas marinas alcanzaban alturas incalculables. Las ciudades se convirtieron en océanos, y los océanos en nubes. Era el principio de la nueva Edad del Hielo. Y el final de los gobiernos, los planes, los hospitales y el derecho. Y sobre ellos, igual que otro martillo del demonio, la más terrible selección del hombre hecha por el hombre que jamás se había producido.

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Pero allí estaba Tim Hamner, y puntual. Aquello era extraño. La fortuna de Tim se remontaba a la tercera generación. Una fortuna antigua, según el criterio de Los Angeles, y una fortuna muy considerable. Tim sólo acudía a las fiestas cuando le apetecía.

El arquitecto de los Sutter había sido un entusiasta del hormigón. La casa tenía muros y ángulos cuadrados, y en los jardines había estanques de formas irregulares, suavemente curvadas. No era una arquitectura extraña para Beverly Hills, pero sorprendía a los visitantes del Este. A la derecha había un chalet en el estilo tradicional de Monterrey, de estuco blanco y rojos tejados, y a la izquierda un castillo normando trasplantado a California como por arte de magia. La mansión de los Sutter estaba situada a una buena distancia de la calle, de modo que parecía divorciada de las altas palmeras que los prohombres municipales habían decretado para aquella zona de Beverly Hills. Un largo camino curvo conducía a la casa. En el porche, ocho diligentes jóvenes, con chaquetas rojas, se ocupaban del aparcamiento.

Hamner dejó el motor en marcha y bajó del coche. Sonó el dispositivo que advertía de que había dejado puesta la llave de contacto. De ordinario, Tim habría soltado una maldición, pero esta vez ni se dio cuenta. Sus ojos tenían una expresión soñadora. Dio unas palmaditas en el bolsillo de la chaqueta y luego deslizó la mano en su interior. El joven encargado del aparcamiento vaciló. Normalmente, la gente no daba propina hasta que se iba. Hamner echó a andar, con su expresión soñadora, y el muchacho se marchó con el vehículo.

Hamner volvió la cabeza para mirar a los jóvenes de las chaquetas rojas y se preguntó si alguno de ellos estaría interesado por la astronomía. Casi siempre eran estudiantes de la UCLA o la Universidad de Loyola. Tal vez... Decidió que no, aunque de mala gana, y entró en la casa, llevándose de vez en cuando la mano al bolsillo para hacer crujir el telegrama entre sus dedos.

Las grandes puertas dobles daban a una enorme área que abarcaba toda la casa. Amplios arcos, bordeados de ladrillo rojo, separaban la entrada del resto de la casa: una mera sugerencia de paredes entre estancias. El suelo, continuo en todo el amplio espacio, estaba compuesto por baldosas marrones con brillantes dibujos incrustados. De más de doscientos invitados que se esperaban, menos de una docena se agrupaban cerca del bar. Su conversación era animada y alegre, en un tono más alto de lo necesario. Parecían aislados en aquel espacio vacío, sólo ocupado por todas aquellas mesas con velas y manteles lujosos. Había casi tantos sirvientes uniformados como invitados. Hamner no observó nada de esto. Estaba acostumbrado a ello desde niño.

Julia Sutter se apartó del pequeño grupo de invitados y se acercó rápidamente a él. La piel que rodeaba sus ojos estaba tensa, pues se había sometido a una operación de cirugía estética y el rostro parecía más joven que las manos. Hizo ademán de besar a Tim, pero apenas le rozó la mejilla.

—¡Tim, cuánto me alegro de verte! —exclamó, y en seguida observó la radiante sonrisa de él. Retrocedió un poco y entornó los ojos—. Por Dios, Tim, ¿qué has estado fumando? —le preguntó en un tono de fingida inquietud que encubría una preocupación real.

Tim Hamner era alto y huesudo. Apenas un indicio de barriga rompía la estilización de sus líneas. Su largo rostro parecía hecho a propósito para reflejar melancolía. La familia de su madre había sido propietaria de un negocio muy rentable que ofrecía servicios de inhumación y depósito de cadáveres, y aquello se notaba. Pero aquella noche su rostro ostentaba la mejor de sus sonrisas, y había una extraña luz en sus ojos.

—¡El cometa Hamner-Brown!

Julia le miró fijamente.

—¿Cómo dices?

Aquello no tenía sentido. Los cometas no se fuman. Trató de descifrar las palabras de Tim mientras dirigía una mirada a su marido para ver si ya estaba tomando la segunda copa, y luego otra a la puerta. Se preguntó cuándo llegarían los demás. Las invitaciones habían sido explícitas. Los invitados importantes solían llegar temprano y no podían quedarse hasta muy tarde...

Oyó el ruido de un potente vehículo en el exterior y, a través de las estrechas ventanas que enmarcaban la puerta, vio a media docena de personas que bajaban de una limosina negra. Tim tendría que cuidar de sí mismo. Julia le dio unas palmaditas en el brazo al tiempo que decía:

—Eso está muy bien, Timmy. ¿Quieres perdonarme, por favor?

Le dirigió una sonrisa cálida pero apresurada y se marchó.

Si aquello molestó a Tim, no hubo signo alguno que lo mostrara. Se dirigió al bar, lentamente, mientras Julia iba a recibir a su invitado más importante, el senador Jellison, con todo su séquito. El senador siempre llevaba a alguien consigo, tanto familiares como ayudantes administrativos. Cuando Tim llegó al bar, su sonrisa seguía siendo resplandeciente.

—Buenas noches, señor Hamner.

—Buenas son, en efecto. Esta noche ando sobre nubes rosas. Felicítame, Rodrigo. ¡Van a darle mi nombre a un cometa!

Michael Rodríguez, que estaba colocando vasos detrás de la barra, estuvo a punto de dejar caer uno.

—¿Un cometa?

—Exactamente. El cometa Hamner-Brown. Se acerca, Rodrigo, puedes verlo... Será alrededor de junio, semana más o menos.

Hamner se sacó el telegrama del bolsillo y lo abrió con un solo movimiento rápido de la mano.

—No lo veremos desde Los Angeles —dijo Rodríguez, riendo—. ¿Qué le sirvo esta noche?

—Whisky con hielo. Puede que lo veas. Podría ser tan grande como el cometa Halley.

Hamner cogió el vaso y miró a su alrededor. Había un grupo alrededor de George Sutter. Aquella aglomeración atrajo a Tim como un imán. Agarró el telegrama con una mano y el vaso con la otra, mientras Julia iba presentando a los recién llegados.

El cuerpo del senador Arthur Clay Jellison era una especie de mole, más musculoso que grueso. Era voluminoso, alegre y tenía espesos cabellos blancos. Resultaba muy fotogénico, y la mitad de la población del país le hubiera reconocido. Su voz sonaba exactamente como en la televisión, resonante, envolvente, de modo que cualquier cosa que dijera adquiría una misteriosa importancia.

Maureen Jellison, la hija del senador, tenía largos cabellos rojizos y la piel muy blanca. Su belleza habría intimidado a Tim en cualquier otra velada. Pero aquella noche no.

Por fin Julia Sutter se dirigió de nuevo a él.

—¿Qué me decías acerca de un...?

—¡El cometa Hamner-Brown! —exclamó Tim mostrando el telegrama—. ¡El observatorio de Kitt Peak ha confirmado mi observación! ¡Es un cometa auténtico, mi cometa, y van a ponerle mi nombre!

Maureen Jellison enarcó ligeramente las cejas. George Sutter vació su vaso antes de hacer la pregunta elemental:

—¿Quién es ese Brown?

Hamner se encogió de hombros. Un poco del líquido de su vaso, todavía sin probar, se derramó sobre la alfombra, y Julia frunció el ceño.

—Nadie ha oído jamás hablar de él —explicó Tim—, pero la Unión Astronómica Internacional afirma que su observación del cometa ha sido simultánea.

—En ese caso, lo que posees es la mitad de un cometa —dijo George Sutter.

Tim se echó a reír con toda naturalidad.

—El día que poseas medio cometa, George, te compraré todos esos bonos que tanto te empeñas en venderme. Y te pagaré todo lo que bebas por la noche.

Terminó su whisky de un par de tragos, en el mismo momento que perdía a su audiencia. George volvía al bar. Julia tomaba al senador Jellison del brazo y le conducía al encuentro de nuevos invitados, seguidos de cerca por los ayudantes administrativos del político.

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