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Larry Niven: El martillo de Lucifer

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Larry Niven El martillo de Lucifer

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Cuando EL MARTILLO DE LUCIFER, el cometa gigante, chocó contra la Tierra, hizo pedazos la civilización. Los días felices habían terminado. Estaban viviendo el fin del mundo. Los terremotos eran tan fuertes que no podían medirse con la escala de Ritcher. Las olas marinas alcanzaban alturas incalculables. Las ciudades se convirtieron en océanos, y los océanos en nubes. Era el principio de la nueva Edad del Hielo. Y el final de los gobiernos, los planes, los hospitales y el derecho. Y sobre ellos, igual que otro martillo del demonio, la más terrible selección del hombre hecha por el hombre que jamás se había producido.

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—Medio cometa es mucho —dijo Maureen Jellison, la única que no se había movido. Tim Hamner se volvió hacia ella—. Dime, ¿cómo puedes ver algo a través de esa atmósfera tan contaminada?

Por el tono de su voz y la expresión de su rostro parecía interesada. Podría haberse marchado con su padre, pero allí estaba. Tim sentía el calorcillo del licor en la garganta y el estómago. Empezó a hablar a la muchacha de su observatorio en la montaña, que estaba a muchos kilómetros después del monte Wilson, pero lo bastante alejado, en las montañas de Los Angeles, para que las luces de Pasadena no estropearan la visión. Allí tenía víveres y un ayudante, y pasaba las noches de meses enteros observando el cielo, siguiendo la trayectoria de asteroides conocidos y de las lunas exteriores, haciendo que su vista y su memoria se familiarizasen con el territorio estelar, buscando siempre el punto luminoso que no debería estar allí, la anomalía que...

Maureen Jellison tenía la mirada inequívocamente vidriosa, y Tim se interrumpió.

—Oye, ¿no te estoy aburriendo? —le preguntó.

—No, no —se apresuró ella a responder—. Perdona. Ha sido sólo... una idea que me ha pasado por la cabeza.

—Sé que a veces me entusiasmo demasiado.

Ella sonrió y meneó la cabeza, haciendo ondear su magnífica cabellera rojiza.

—No, de veras me interesa lo que dices. Papá es miembro del subcomité financiero para la ciencia y la astronáutica. Le gusta la ciencia pura, y me ha contagiado sus preferencias. Estaba pensando que... Eres un hombre que sabe lo que quiere y lo ha encontrado. —De súbito se puso muy seria y añadió—: No son muchos los que pueden decir lo mismo.

Tim se rió, azorado. Todavía no estaba acostumbrado al éxito.

—¿Qué puedo hacer para que se repita ese elogio?

—Eso es, exactamente —replicó ella—. ¿Qué ocurre cuando uno se ha paseado por la luna y luego, de repente, cancelan el programa espacial?

—Pues... no lo sé. Creo que a veces tienen problemas...

—No te preocupes por eso —dijo Maureen—. Ahora estás en la luna. Disfrútalo.

El viento cálido y seco conocido como Santa Ana barrió las colinas de Los Angeles, limpiando a la ciudad de humo y niebla. Al caer la tarde, las luces titilaron con una brillantez desusada. Los ocupantes del Coronado verde que corría con las ventanillas abiertas disfrutaban del agradable clima veraniego en pleno enero. Eran Harvey Randall y su esposa Loretta. Cuando llegaron a la casa de Sutter, Harvey entregó el coche al sirviente de chaqueta roja y aguardó, mientras Loretta componía su sonrisa, antes de cruzar las grandes puertas de entrada.

Les esperaba la habitual escena multitudinaria de una fiesta en Beverly Hills. Un centenar de personas diseminadas entre las mesitas y otro centenar dividido en grupos. En un ángulo, unos mariachis tocaban una alegre música de fondo, y el cantante, a pesar de que no tenía micrófono, se desenvolvía bastante bien, informando a todo el mundo sobre el estado de su corazón. Los recién llegados saludaron a sus anfitriones y se separaron. Loretta encontró en seguida alguien con quien conversar, y Harvey localizó el bar buscando la mayor aglomeración de gente. Recogió dos gintonics mientras fragmentos de conversación rebotaban a su alrededor.

—Le tenemos prohibido que pise la alfombra blanca, y él obedece. El otro día tenía al gato inmovilizado en medio de la alfombra y él recorría su perímetro una y otra vez, como un centinela...

—...una chica preciosa sentada delante de mí, en el avión. Un verdadero bombón, aunque todo lo que podía verle era la cabellera y la parte posterior de la cabeza. Estaba pensando en la manera de entrar en contacto con ella cuando se volvió y dijo: «¡Tío Pete! ¿Qué estás haciendo aquí?»

—...¡Ya lo creo que es una gran ayuda! Cuando llamo y digo que soy el concejal Robbins, todos los caminos se allanan. Ni uno de mis clientes ha perdido una buena opción desde que el alcalde me nombró.

Aquellos retazos de conversación se quedaban grabados en la mente de Harvey Randall. No podía evitar prestarles atención, ni tampoco quería evitarlo: era una deformación profesional, propia de su trabajo en una emisora de televisión. La gente le fascinaba. Le hubiera gustado saber las reacciones que aquellas frases despertaban en otras mentes.

Miró a su alrededor, en busca de Loretta, pero ella era demasiado baja para destacar entre aquella muchedumbre. En cambio vio la cabeza de Brenda Tey, inconfundible por su peinado alto y el color del pelo, de un rojo anaranjado poco convincente. Era la mujer que había hablado con Loretta antes de que Harvey se dirigiera al bar, y él empezó a abrirse camino entre el mar de brazos que sostenían vasos con bebidas.

—¡Veinte mil millones de dólares y todo lo que conseguimos es un montón de piedras! —oyó decir a alguien—. Esos cohetes inmensos no son más que miles de millones tirados al agua. ¿Por qué gastar todo ese dinero en aventuras espaciales cuando podríamos ser...?

—No digas tonterías —le interrumpió Harvey.

George Sutter se volvió, sorprendido.

—Oh, hola, Harv. Ocurrirá lo mismo con esa lanzadera espacial, ni más ni menos. Dinero y más dinero tirado por la ventana.

—Está usted muy equivocado —terció una voz clara, dulce y penetrante, que interrumpió la perorata de George, reclamando atención. George se detuvo a mitad de la frase.

Harvey descubrió a una pelirroja espectacular, con un atrevido vestido de noche verde, que sostuvo su mirada e hizo que él la apartara primero.

—¿Está usted de acuerdo en que dice tonterías? —preguntó Harvey sonriente.

—He dicho, con un poco más de tacto, que está equivocado —replicó ella, devolviéndole la sonrisa. Entonces volvió al ataque—: Señor Sutter, la NASA no invirtió el dinero del Apolo en maquinaria, sino que pagamos la investigación para construirla, y todavía tenemos los resultados. El conocimiento no se tira al agua. En cuanto a la lanzadera espacial, es el precio por llegar allí donde realmente podemos aprender cosas, y en este aspecto no puede considerarse un precio excesivo...

Un pecho y un hombro de mujer se restregaron juguetonamente contra el brazo de Harvey. No podía ser otra que Loretta, y lo era, en efecto. El le ofreció la bebida. Su propio vaso estaba semivacío. Cuando Loretta empezó a hablar, Harvey le hizo un gesto para que se callara, un poco más rudamente de lo que solía, e ignoró la expresión de protesta de la mujer.

La pelirroja conocía sus posibilidades. Si el razonamiento sutil y la lógica bastaban para vencer en una discusión, ella vencía. Pero tenía muchos más recursos: atraía las miradas de todos los hombres y tenía un lento acento sureño que infundía importancia a cada palabra, y una voz tan pura y musical que toda interrupción parecía fuera de lugar.

La desigual contienda finalizó cuando George descubrió que su vaso estaba vacío y, con visible alivio, se dirigió al bar. Sonriendo con expresión de triunfo, la muchacha se volvió hacia Harvey, y él la felicitó con un movimiento de cabeza.

—Soy Harvey Randall. Le presento a mi esposa, Loretta.

—Maureen Jellison. Es un placer. —Frunció ligeramente el ceño—. Ahora recuerdo. Usted fue el último reportero estadounidense en Camboya. —Estrechó las manos que le tendían Harvey y Loretta—. ¿No derribaron allí su helicóptero?

—Sí, dos veces —dijo Loretta con orgullo—. Harvey sacó al piloto, un muchacho de la Fuerza Aérea. Las líneas enemigas cubrían casi cien kilómetros.

Maureen asintió gravemente. Era quince años más joven que los Randall, y parecía muy dueña de sí misma.

—Y ahora está aquí. ¿Son de esta región?

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