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Larry Niven: El martillo de Lucifer

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Larry Niven El martillo de Lucifer

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Cuando EL MARTILLO DE LUCIFER, el cometa gigante, chocó contra la Tierra, hizo pedazos la civilización. Los días felices habían terminado. Estaban viviendo el fin del mundo. Los terremotos eran tan fuertes que no podían medirse con la escala de Ritcher. Las olas marinas alcanzaban alturas incalculables. Las ciudades se convirtieron en océanos, y los océanos en nubes. Era el principio de la nueva Edad del Hielo. Y el final de los gobiernos, los planes, los hospitales y el derecho. Y sobre ellos, igual que otro martillo del demonio, la más terrible selección del hombre hecha por el hombre que jamás se había producido.

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Rodríguez estaba ocupado en aquel momento, y los dos hombres permanecieron junto al bar.

—Hay toda clase de nuevo y excelente instrumental para el estudio de los cometas —dijo Hamner—, incluido un gran telescopio orbital utilizado una sola vez, para el Kahoutek. Los científicos de todo el mundo querrán saber en qué difieren los cometas, en qué se diferencia el Kahoutek del Hamner-Brown. Aquí mismo hay muchos científicos, los de la Universidad Tecnológica de California y los astrónomos planetarios del JPL. Todos quieren saber más sobre el planeta Hamner-Brown.

Aquel nombre, Hamner-Brown, resonaba en su boca. Era evidente que a Tim Hamner le encantaba.

—Verá —siguió diciendo el astrónomo—, los cometas no son sólo objetos que se encuentran a una gran altura. Son restos de la enorme nube gaseosa que formó el sistema solar. Si pudiéramos averiguar algo positivo sobre los cometas, tal vez enviando una sonda espacial, tendríamos más datos de cómo era la nube primitiva de gas y polvo antes de que se condensara y formara el Sol, los planetas, los satélites y todo lo demás.

—Pero usted está sobrio... —dijo Harvey con asombro.

Aquella observación sorprendió a Hamner, pero no tardó en echarse a reír.

—Tenía la intención de emborracharme para celebrar el acontecimiento, pero creo que he pasado el tiempo hablando en vez de beber.

Rodríguez se acercó y puso dos vasos ante ellos. Hamner alzó el suyo, en un gesto de brindis.

—El brillo de sus ojos me hizo suponer que estaba bebido —dijo Harvey—, pero cuanto dice usted tiene mucho sentido. Dudo que podamos lograr el lanzamiento de una sonda espacial, pero qué diablos, podríamos intentarlo. Sin embargo, una empresa así supondría más que el simple rodaje de un documental. Oiga, ¿hay auténticas posibilidades? Quiero decir si podríamos enviar una sonda al cometa, porque yo conozco algunas personas en la industria aerospacial y...

Y eso sería material noticiable de primera, pensó Harvey. Ya empezaba a barajar los nombres de sus posibles colaboradores. Charlie Bascomb estaba disponible para rodar...

—Jellison también estaría interesado —dijo Hamner—. Pero mire, Harv, yo sé mucho de cometas, aunque no tanto como usted cree. De momento, todo son suposiciones. Faltan varios meses hasta que el cometa llegue al perihelio. Es el punto más cercano al sol —añadió rápidamente—, lo cual no es lo mismo que el punto más cercano a la tierra...

—¿A qué distancia pasará? —preguntó Harvey.

Hamner se encogió de hombros.

—Todavía no he analizado la órbita. Puede que pase cerca. En cualquier caso, el Hamner-Brown se moverá con rapidez cuando rodee al sol. Habrá recorrido toda la distancia desde el halo, más allá de Plutón, y es una larga distancia. Comprenda que yo no voy a calcular realmente la órbita. Tendré que esperar a que lo hagan los profesionales, lo mismo que usted.

Harvey asintió. Los dos hombres alzaron sus vasos y bebieron.

—Pero me gusta la idea —dijo Hamner—. Las iniciativas científicas para estudiar el Hamner-Brown van a ser muy grandes, y no iría mal reforzar la idea con la ayuda del gran público. Me gusta.

—Como es natural —dijo Harvey cautelosamente— deberán disponer de un compromiso firme de patrocinio antes de ponerme a trabajar en el asunto. ¿Está seguro de que le interesaría a Jabones Kalva? El programa podría atraer a una gran audiencia... pero también podría darse el caso contrario.

Hamner asintió.

—Con el cometa Kahoutek se quemaron. Nadie quiere ser defraudado de nuevo.

—Así es.

—Claro que puede contar con Jabones Kalva. Hagamos comprender por qué es tan importante estudiar los cometas aun cuando no sea posible verlos. Porque yo puedo prometer el patrocinio, pero lo que no puedo prometer es que se presente el cometa. Tal vez sea totalmente invisible. No le diga a la gente nada más que eso.

—Tengo una reputación porque los hechos que ofrezco son ciertos.

—Cuando su patrocinador no interviene —dijo Hamner.

—Incluso entonces, los hechos que divulgo son ciertos.

—Bien. Pero de momento no hay hechos. El cometa Hamner-Brown es bastante grande. Tiene que serlo, pues de lo contrario no habría podido verlo a una distancia tan enorme. Y parece que se acerca mucho al sol. Hay una posibilidad de que sea espectacular, pero la verdad es que resulta imposible saberlo. La cola podría extenderse mucho o simplemente desaparecer. Eso depende del cometa.

—Ya, ya —dijo Harvey—. Oiga, ¿puede usted nombrarme a un solo reportero que perdiese su reputación a causa del Kahoutek? —Hizo un gesto de asentimiento mientras el otro le miraba perplejo—. ¿Lo ve? Ninguno. El público culpó a los astrónomos por exagerar tanto el fenómeno, pero nadie echó la culpa a los periodistas.

—¿Por qué habían de hacerlo? Ustedes se limitaban a repetir lo que decían los astrónomos.

—Sí —convino Harvey— pero no siempre: citábamos a los que decían cosas interesantes. Imagine que efectuamos dos entrevistas. Un hombre dice que el Kahoutek será el cometa más grande jamás visto. Otro dice que sí, que será un cometa, pero que tal vez no sea visible sin unas gafas especiales. ¿Adivina qué entrevista aparecerá en el noticiario de las seis?

Hamner se echó a reír y luego se llevó el vaso a los labios. Estaba apurando la bebida cuando se acercó Julia Sutter.

—¿Estás ocupado, Tim? —le preguntó. Y sin aguardar respuesta añadió—: Tu primo Barry está haciendo tonterías en la cocina. ¿Podrías intentar enviarlo a casa?

La mujer hablaba en voz baja y tono perentorio. Harvey la detestaba. Se preguntó si Hamner estaba sobrio y si recordaría lo que habían hablado a la mañana siguiente.

—En seguida estoy contigo, Julia —dijo Hamner, apartándose de ella para volver a Harvey—. Quiero que quede muy claro: nuestra serie sobre el cometa Hamner-Brown va a ser ante todo sincera, aunque nos expongamos a críticas. Jabones Kalva puede permitírselo. ¿Cuándo quiere comenzar?

Harvey pensó que, después de todo, tal vez había un poco de justicia en el mundo.

—En seguida, Tim. Quiero rodar algunas escenas con usted y Gavin Brown en el monte Wilson. Y oír los comentarios de ese muchacho cuando usted le muestre sus instalaciones.

Hamner acogió con una sonrisa las palabras del periodista. Aquello le gustaba.

—Muy bien. Le llamaré mañana.

Loretta dormía apaciblemente en la otra cama.

Harvey había pasado bastante tiempo con la vista fija en el techo. Conocía aquella sensación. Tendría que levantarse.

Se levantó y preparó un gran tazón de cacao que llevó a su estudio. Kipling, el perro, le saludó meneando alegremente la cola, y Harvey frotó distraído las orejas del pastor alemán, mientras abría las cortinas. Al fondo la ciudad de Los Angeles estaba envuelta en una semioscuridad. El viento Santa Ana se había llevado la niebla y el humo. Las autopistas eran ríos de luz en movimiento incluso en una hora tan avanzada. Otras grandes vías urbanas estaban señaladas por una cuadrícula luminosa cuya brillantez amarillo anaranjada Harvey percibió por primera vez. Según Hamner, aquellas luces dificultaban mucho la visión en el observatorio del monte Wilson.

La extensión de la ciudad era interminable. Altos y sombríos bloques de pisos, rectángulos azules de piscinas aún iluminadas, automóviles, brillantes luces destellantes que parpadeaban a intervalos, el helicóptero de la policía municipal. Harvey se apartó de la ventana y fue hasta la mesa, cogió un libro y lo dejó, rascó las orejas del perro y, con mucho cuidado, puesto que no confiaba en la rapidez de sus movimientos, depositó el tazón de cacao sobre la mesa.

Nunca había tenido dificultades para dormir en la montaña, cuando acampaba. En cuanto oscurecía, se metía en el saco de dormir y lo hacía a pierna suelta toda la noche. Solamente en la ciudad sufría de insomnio. Durante años había tratado de combatir aquel problema yaciendo rígidamente boca arriba. En las noches de insomnio se levantaba y permanecía en estado de vigilia todo el tiempo necesario, hasta que empezaba a rondarle el sueño. El miércoles era el único día en que no solía tener dificultades para dormir. Era el día en que hacía el amor con Loretta. Una vez, muchos años atrás, Harvey había tratado de alterar aquella costumbre. Sí, Loretta acudía a su cama un lunes por la noche, pero no siempre y nunca por la tarde, cuando había luz. Por otra parte, en martes o sábado no resultaba tan agradable, porque sabían que el miércoles era su día amoroso, el día en que estaban dispuestos... Y con el tiempo la costumbre se había afirmado como cemento armado.

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