Larry Niven - El martillo de Lucifer

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El martillo de Lucifer: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando EL MARTILLO DE LUCIFER, el cometa gigante, chocó contra la Tierra, hizo pedazos la civilización. Los días felices habían terminado. Estaban viviendo el fin del mundo. Los terremotos eran tan fuertes que no podían medirse con la escala de Ritcher. Las olas marinas alcanzaban alturas incalculables. Las ciudades se convirtieron en océanos, y los océanos en nubes. Era el principio de la nueva Edad del Hielo. Y el final de los gobiernos, los planes, los hospitales y el derecho. Y sobre ellos, igual que otro martillo del demonio, la más terrible selección del hombre hecha por el hombre que jamás se había producido.

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—Y también ha debido producirse un choque en el lago Hurón —dijo Baker—. Vimos la típica formación nubosa espiral con un agujero en el centro, poco antes de que todo se volviera blanco.

—¿Queda algo de este país aparte de Colorado? —preguntó Al Hardy.

—Otra vez he de decir que lo ignoro. Con toda esa lluvia, supongo que el Medio Oeste está anegado, sin cosechas ni transportes, y con mucha gente muñéndose de hambre...

—Y matándose unos a otros por lo que queda —dijo Al Hardy.

Miró a los demás uno tras otro, y todos asintieron: la fortaleza era afortunada. Tenían más que suerte, pues allí estaba el senador y había orden. Era una pequeña isla de seguridad en un mundo que había estado muy cerca de la extinción.

Harvey Randall seguía haciéndose cruces de que tuvieran tanta suerte. El informe de Johnny Baker no le había sorprendido lo más mínimo. Mucho tiempo atrás ya había pensado que las cosas estaban tan mal. Uno de los indicios era la falta de comunicaciones radiofónicas. Cierto que las constantes interferencias atmosféricas hacían improbable que pudieran recibir ningún mensaje, pero de vez en cuando deberían oír algo, y nunca oían nada, lo cual significaba que nadie emitía, al menos con potencia suficiente y de manera constante.

Pero era distinto saber a ciencia cierta que eran una de las pocas bolsas de supervivientes.

¿Qué había ocurrido en el mundo? Una revolución por semana en Sudamérica. Quizás aquella era la respuesta en todas partes. Lo que el cometa y la guerra chino-soviética no habían hecho, la gente se afanaba ahora por hacerlo.

Al Hardy rompió el silencio.

—Tengo la impresión de que la Caballería de Estados Unidos no cargará contra la colina para rescatarnos.

Deke Wilson rió con amargura.

—El Ejército se ha vuelto caníbal. Al menos, lo que hemos visto de las fuerzas armadas.

—Tendremos que luchar —dijo George Christopher—. Ese condenado de Montross...

—George —intervino Al Hardy—. No puedes estar seguro de que ese hombre esté al mando.

—¿A quién le importa? Si él no manda será peor, porque entonces los amos serán esos malditos caníbales. Tarde o temprano tendremos que pelear, y creo que es mejor hacerlo mientras los hombres de Deke estén de nuestra parte.

—Yo estoy de acuerdo —dijo Deke Wilson—. Siempre que...

—¿Qué? —preguntó Christopher, en un tono súbitamente suspicaz.

Wilson extendió las manos. Harvey reparó en que había sido un hombre robusto, al que ahora las ropas le iban demasiado holgadas. Las privaciones le habían adelgazado y empequeñecido. Y estaba asustado.

—Siempre que podamos quedarnos aquí —dijo Wilson—. Podemos mantener esa banda a raya. Vosotros tenéis colinas que defender. Nosotros no. Todo cuanto tenemos es lo que podemos construir. No tenemos cerros ni límites naturales. Nada. Pero aquí podemos resistir a esos bastardos hasta que se mueran de hambre, y tal vez podemos colaborar para que eso suceda antes. Hacer incursiones y quemarles lo que hayan almacenado.

—Eso es absurdo —dijo Harvey Randall—. ¿No hay ya bastante gente que se muere de hambre sin necesidad de quemar cosechas y alimentos? ¡Por Cristo! ¡En todo el mundo, lo que el cometa no logró lo estamos haciendo nosotros! ¿También tiene que ocurrir aquí?

—No podríamos alimentar a todos tus hombres durante el invierno, Deke —dijo Al Hardy—. Lo siento, pero el margen es demasiado estrecho. No podemos hacerlo.

—Todavía no tenemos datos suficientes —dijo Jellison—. Tal vez sea posible llegar a un acuerdo con la Nueva Hermandad.

—Tonterías —dijo George Christopher.

—No son tonterías —intervino Harvey Randall—. Conozco a Montross y sé que no está loco, no es un caníbal y no es un malvado aunque se presentara en sus tierras y tratara de ayudar a los agricultores para que organizasen un sindicato...

—Basta ya —dijo Jellison en tono firme—. George, sugiero que esperemos a Harry. Tenemos que saber más sobre las condiciones del exterior. Creo que Deke nos ha dicho casi todo lo que sabe. Harvey, ¿tiene tiempo para ayudar o ha de hacer alguna otra cosa?

El tono de Jellison decía claramente que Harvey Randall ya no sería necesario en la Biblioteca en aquellos momentos.

—Si puede prescindir de mí, tengo que hacer algunas cosas...

Se levantó y fue hacia la puerta. Casi rió entre dientes cuando oyó que George Christopher iba tras él.

—Veré los mapas cuando estén terminados —decía Christopher—. También yo tengo trabajo. Encantado de conocerle, general Baker. —Siguió a Harvey al exterior—. Espere un minuto.

Harvey caminó lentamente, preguntándose que ocurriría ahora. Era evidente que al senador le había disgustado el exabrupto de Harvey. Había tratado de separarle de Christopher, pero sin resultado...

—Bien, ¿qué hacemos ahora? —le preguntó Christopher.

Harvey se encogió de hombros.

—Mire, no estamos bien enterados de lo que ocurre. Además, aún disponemos de algunas días. Tal vez si saliéramos con Deke podríamos encontrar suficientes fertilizantes y materiales para el invernadero, de modo que pudiéramos alimentar a los hombres de Deke durante el invierno...

—No me refería a eso —dijo Christopher—. Vamos a tener que luchar contra esos malditos caníbales, y es mejor que lo hagamos antes de que se hagan más fuertes. Hemos de coger todas las armas y todos los hombres capaces de usarlas, ir ahí y acabar con ellos de una vez por todas. No quiero pasarme todo el invierno mirando por encima del hombro. Cuando alguien te asusta, sólo puedes hacer una cosa, y es derribarle y darle de patadas hasta que no te pueda hacer ningún daño.

O echar a correr, o hablar por los codos, pensó Harvey, pero no dijo nada.

—El asunto entre usted y Maureen me ponía nervioso —dijo George.

—A mí también me interesa —replicó Harvey. Se detuvo ante la puerta cerrada de la cocina y miró a Christopher—. Si usted me derriba y me da de patadas, va a ser algo muy embarazoso para todos. Ahora le toca a usted jugar.

—Todavía no. Cuando me haga salir de mis casillas, irá a parar a la carretera. Por el momento, ambos tenemos un problema.

—Sí, yo también me he dado cuenta —dijo Harvey—. ¿Va a ponerle a él en la carretera?

—No sea estúpido. Es un héroe. Salgamos fuera.

Christopher avanzó el primero a través de la cocina. En aquel momento no había nadie. Abrió la puerta que daba al exterior y los dos hombres salieron a la oscuridad.

—Mire, Randall —dijo Christopher—, creo que no le gusto mucho.

—No. Creo que es algo mutuo.

Christopher se encogió de hombros.

—No tengo nada contra usted. No creo que me dispare por la espalda o me golpee cuando esté desprevenido.

—Gracias.

—Y a menos que lo haga así, no puede vencerme. La cuestión estriba en si ella decide casarse con el general Baker. ¿Qué haría usted?

—Llorar mucho.

—Mire, estoy tratando de ser cortés —dijo Christopher.

—Bueno, ¿qué quiere que le diga? Si se casa con Baker, bien casada esté. Eso es todo.

—¿Y no la importunará? ¿No tratará de verla a escondidas?

—¿Por qué diablos iba a hacer eso? —preguntó Harvey.

—Oiga, usted me toma por un estúpido palurdo, ¿no? Y a lo mejor lo soy, desde su punto de vista. He vivido siempre aquí. Iba a la iglesia, me ocupaba de mis asuntos, no iba a bailes, no tenía una amiguita en cada ciudad a las que visitaba cargando los gastos a la cuenta de representación...

Harvey se echó a reír.

—Yo no vivía de esa manera —le dijo—. Ha leído demasiado el Playboy.

—¿Ah, sí? Mire, Randall, supongo que soy anticuado, pero pienso que si un hombre está casado, tiene que quedarse en casa. Yo nunca me casé. Estuve comprometido una vez, pero no salió bien, luego me enteré de que Maureen se había divorciado, y aunque no puedo decir exactamente que la estuviera esperando, pues sabía muy bien que ella no querría vivir de nuevo en este valle ni yo querría vivir en Washington, nunca encontré a nadie más. Entonces ocurrió el desastre, y ahora ella tiene que vivir aquí. Tal vez podría vivir conmigo. Una vez quisimos casarnos, pero aquello no salió bien, éramos demasiado jóvenes...

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