Pero el camión se acercaba demasiado. Tim corrió a la cabaña. Cogió el micrófono y, de pronto, recordó.
—¿Qué ocurre? —le preguntaron a través del receptor.
—Deke Wilson está aquí —dijo Tim—. Llegará dentro de tres minutos. ¡Y viene con los astronautas! ¡Los astronautas del laboratorio espacial! ¡Los cuatro! Es increíble, Chet. Parecen dioses. Parece como si no hubieran pasado por el fin del mundo.
Rick Delanty se fijó en los rostros, docenas de ellos todos blancos, todos mirando a los recién llegados de pie en el camión. Hablaban a la vez, y Rick sólo captaba retazos de conversación, menciones a los rusos y los astronautas. Cuando bajó del camión, aquellos hombres se apiñaron a su alrededor, retrocediendo un poco para no empujar a los hombres del espacio, sonriéndoles. Hombres y mujeres, y no tenían aspecto de pasar hambre. Sus ojos no tenían la mirada inquieta de los hombres de Deke Wilson. Sin duda sólo habían presenciado parte del infierno.
Eran en su mayoría de edad mediana, y sus ropas mostraban signos de duro trabajo y escaso lavado. Los hombres tendían a ser robustos y las mujeres normales, ¿o acaso se debían a que vestían ropas de trabajo? En la granja de Deke Wilson las mujeres iban vestidas de hombre y trabajaban como ellos. Aquí había una diferencia. En este valle las mujeres eran diferentes de los hombres. Cierto que las cosas eran distintas a lo que habían sido antes de la caída del cometa, y si Rick no hubiera pasado varias semanas con Deke Wilson, habría podido reflexionar en los cambios producidos desde entonces. Ahora reparó en las similitudes. Aquel valle era tan distinto del campamento fortificado de Wilson como...
Rick no tuvo tiempo de seguir pensando en ello. Hubo presentaciones y les condujeron al gran porche de la casa de piedra. Rick hubiera sabido quién estaba al frente del rancho aun cuando no hubiese reconocido al senador Jellison. Este no era tan robusto como los hombres grandes y fornidos, pero todo el mundo le abrió paso y aguardaron a que él hablara. Su sonrisa hizo que todos se sintieran bien recibidos, incluso Pieter y Leonilla, que habían temido aquel encuentro.
Se aproximaba más gente. Unos bajaban de los campos y otros subían por el camino. La noticia debía haberse extendido con rapidez. Rick buscó a Johnny Baker y le vio, pero Baker permanecía ajeno a Rick Delanty o cualquier otro. Estaba frente a una muchacha esbelta y alta, pelirroja, que llevaba una camisa de franela y pantalones de trabajo. El le había cogido ambas manos y se devoraban mutuamente con la mirada.
—Estaba seguro de que habías muerto —le dijo Baker—. Yo no... no le pregunté siquiera a Deke. Temía hacerlo. Me alegro de que estés viva.
—También yo me alegro de que vivas —respondió ella.
Rick se dijo que aquello era curioso: por la expresión dolorida de sus rostros, se hubiera dicho que cada uno asistía al funeral del otro. Era evidente, tanto para Rick como para los demás, que habían sido amantes.
¡Y a algunos de los hombres aquello no les gustaba en absoluto! Iba a haber problemas... Pero Rick, una vez más, no tuvo tiempo de pensar en ello. La multitud presionaba, todos hablaban a la vez. Uno de los hombres fornidos dejó de mirar a Johnny y a aquella mujer y se dirigió a Rick:
—¿Estamos en guerra con los rusos? —le preguntó.
—No —replicó Rick—. Lo que queda de Rusia y lo que queda de Estados Unidos son aliados... contra China. Pero podéis olvidaros de todo eso. Hace mucho que la guerra terminó. Entre el cometa, los misiles soviéticos y tal vez, creo, algunos de los nuestros, no quedará nada de China que pueda presentar batalla.
—Aliados... —El hombre fornido parecía perplejo—. Está bien, supongo.
Rick le sonrió.
—La verdad es que si alguna vez podemos llegar a Rusia, no encontraremos nada más que glaciares. Pero si llegamos a China encontraremos rusos, y ellos recordarán que somos aliados. ¿Comprendes?
El hombre frunció el ceño y se alejó, exactamente como si Rick le hubiera tomado el pelo.
Rick Delanty volvió a la antigua rutina. Estaba acostumbrado a hablar en reuniones, con palabras simples que evocaban imagines vividas, explicando sin condescender. Las preguntas eran muchas. Querían saber qué se sentía en el espacio, cuánto tiempo se tardaba en acostumbrarse a la caída libre. A Rick le sorprendió constatar que muchos habían visto sus emisiones de televisión desde el laboratorio espacial y recordaban sus maniobras en un medio ingrávido. ¿Cómo se movían, comían y bebían? ¿Cómo arreglaban los desperfectos por el impacto de un meteoro? ¿Aquella radiante luz solar no era fatal para la vista? ¿Llevaban continuamente gafas de sol?
Aprendió sus nombres. La muchachita era Alice Cox, la mujer con la bandeja de café caliente —¡café auténtico!— era su madre, los hombres fornidos de aspecto desafiante eran los hermanos Christopher, y también el que había preguntado sobre la guerra era un Christopher, pero éste había pasado dentro junto con Deke Wilson y Johnny Baker, dejando a la señora Cox la tarea de anfitriona. Había un hombre al que presentaron como el «alcalde» y otro al que llamaban «jefe de policía», pero a pesar de tales títulos había allí algo sutil que Rick no comprendía, porque los Christopher, sin título alguno, parecen tener una posición superior. Todos los hombres eran fornidos y estaban armados. ¿Acaso se había acostumbrado demasiado al aspecto de extenuación que tenían los hombres de Deke Wilson?
—Dice el senador que podemos ahorrar luz —anunció la señora Cox tras una de sus idas al interior—. Podéis hablar con los astronautas cuando esté demasiado oscuro para trabajar. Y tal vez tendremos una fiesta el domingo.
Hubo murmullos de aceptación y saludos de despedida, y el grupo se dispersó. La señora Cox hizo pasar a los astronautas a la sala de estar y sirvió más café. Era una anfitriona perfecta, y Rick sintió que se relajaba por primera vez desde el aterrizaje. En la granja de Deke Wilson también se servía café, pero muy escaso, y era consumido precipitadamente por hombres que se disponían a montar guardia. Nadie se sentaba cómodamente en un salón, y desde luego el café no se servía en vajilla de porcelana.
—Siento que no haya nadie disponible para hacerles compañía —dijo la señora Cox—. Todo el mundo tiene algo qué hacer. Cuando vuelvan por la noche les acosarán a preguntas.
—No tiene importancia —dijo Pieter—. Le agradecemos su recibimiento. Espero que no le impidamos cumplir con sus obligaciones.
—Bueno, tengo que preparar la cena —dijo la señora Cox—. Si desean algo, sólo tienen que llamarme. —Salió de la estancia no sin antes dejar sobre la mesa la cafetera y añadir—: Será mejor que se lo tomen antes de que se enfríe. Puedo asegurarle que no habrá más durante algún tiempo.
—Gracias —dijo Leonilla—. Son todos tan amables con nosotros...
—No más de lo que se merecen, estoy segura —respondió la señora Cox antes de salir definitivamente.
Pieter, que estaba sentado junto a Leonilla, y ambos a cierta distancia de Rick, fue el primero en hablar.
—De modo que nos hemos encontrado con un gobierno. ¿Dónde está el general Baker?
Rick se encogió de hombros.
—Anda por ahí, con Deke, el senador y algunos otros. Están celebrando una gran conferencia.
—A la que no hemos sido invitados —observó Jakov—. Comprendo que no nos necesiten a Leonilla y a mí, pero ¿por qué no te dejan participar?
—He pensado en eso —dijo Rick—, pero todos salieron muy deprisa. Ya sabes lo que Deke tenía que decirles. Y alguien tenía que quedarse fuera y hablar a la gente. Yo lo he considerado como un cumplido.
—Confío en que tengas razón —dijo Jakov.
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