Larry Niven - El martillo de Lucifer

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El martillo de Lucifer: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando EL MARTILLO DE LUCIFER, el cometa gigante, chocó contra la Tierra, hizo pedazos la civilización. Los días felices habían terminado. Estaban viviendo el fin del mundo. Los terremotos eran tan fuertes que no podían medirse con la escala de Ritcher. Las olas marinas alcanzaban alturas incalculables. Las ciudades se convirtieron en océanos, y los océanos en nubes. Era el principio de la nueva Edad del Hielo. Y el final de los gobiernos, los planes, los hospitales y el derecho. Y sobre ellos, igual que otro martillo del demonio, la más terrible selección del hombre hecha por el hombre que jamás se había producido.

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Leonilla hizo un gesto de asentimiento.

—Esta es la primera vez que me siento a salvo desde que aterrizamos. Creo que les gustamos. ¿De veras no les importa que seas negro, Rick?

—En general, adivino si eso le molesta o no a la gente. Y en este caso puedo decir que no, pero de todos modos hay algo extraño... ¿No os habéis dado cuenta? Después de averiguar lo de la guerra, todos querían saber cosas del espacio. Nadie, nadie en absoluto, nos preguntó por lo que sucede en la Tierra.

—Es cierto —convino Pieter—, pero pronto tendremos que decírselo.

—Ojalá pudiéramos evitarlo —dijo Leonilla—, pero me temo que, en efecto, tendremos que hacerlo.

Quedaron en silencio. Rick se levantó y sirvió el resto del café. Desde la cocina les llegaban sonidos de actividad, y a través de las ventanas podían ver hombres transportando piedras, arando los campos... Era un duro trabajo, y sin duda todos, incluso Leonilla, tendrían que hacerlo. Rick así lo esperaba. Se dio cuenta de que había rogado en silencio que hubiera trabajo, algo qué hacer, algo que le hiciera sentirse útil de nuevo y olvidarse de Houston, El Lago y el maremoto...

Pero de momento le habían recibido como a un héroe, lo mismo que a Leonilla y Pieter, y estaban a salvo, rodeados por hombres armados que no querían hacerles ningún daño.

De algún lugar al fondo de la casa llegaba un murmullo de voces. Debía ser el senador, Johnny Baker, Deke Wilson y el personal de confianza del senador que planeaban... ¿qué? Rick pensó que estaban decidiendo qué hacer con ellos. ¿Estaría allí también la hija del senador? Rick recordó de qué manera ella y Johnny se habían mirado, hablándose en voz baja y sus rostros casi tocándose, ajenos a la gente que les rodeaba. ¿De qué modo afectaría aquello a las decisiones del senador?

Tuvo casi la certeza de que al senador podría gustarle aquella situación. Johnny Baker era general de la Fuerza Aérea. Si Colorado Springs tenía realmente el poder que afirmaba, eso podría ser importante.

—¿Cuántos hombres hay aquí? —preguntó Pieter, haciendo salir a Rick de sus reflexiones—. Calculo que son varios centenares. Y tienen muchas armas. ¿Crees que es suficiente?

Rick se encogió de hombros. Había estado pensando en el futuro lejano, en semanas y meses por delante, y casi logró olvidar por qué se habían presentado en la fortaleza del senador precisamente entonces.

—Ha de bastar —dijo Rick, sintiendo también la tensión de Pieter y Leonilla. Nunca se le había ocurrido que el senador no tuviera suficiente fuerza. Había estado tan seguro de que en alguna parte había hombres y mujeres civilizados, seguridad auténtica, civilización y orden...

Y tal vez no había nada de ello, en ningún lugar. Rick se estremeció levemente, pero no dejó de sonreír, y los tres hombres permanecieron sentados en la sala de paredes forradas de madera, esperando y confiando.

—Se llaman a sí mismos el Ejército de la Nueva Hermandad —dijo Deke, paseando la mirada entre los presentes:

Harvey Randall, Al Hardy, el general Johnny Baker, George Christopher, alejado del grupo, sentado en un extremo de la sala, y el senador Jellison en su sillón de juez. En los ojos de Deke podía leerse la inquietud que sentía. Se llevó su vaso a los labios y esperó un minuto a que el whisky produjera su antigua magia. Luego añadió con voz más firme—: También aseguran que constituyen el gobierno legal de California.

—¿Con qué autoridad? —preguntó Al Hardy.

—Su proclamación estaba firmada por el vicegobernador. Ahora se hace llamar «gobernador en funciones».

Hardy frunció el ceño.

—¿El honorable James Wade Montross?

—Así se llama —dijo Deke—. ¿Puedo servirme un poco más de whisky?

Hardy miró al senador, el cual hizo un gesto de asentimiento, y volvió a llenar el vaso de Deke.

—Montross —musitó Al—. Así que el Chalado ha sobrevivido. —Miró a los demás y añadió rápidamente—: En política solemos dar apodos a la gente. El Perdedor, el Estoico. A Montross le llamábamos el Chalado.

—Chalado o no, me ha dado un plazo de siete días para que me una a su gobierno —dijo Deke—. En caso contrario, su Ejército de la Nueva Hermandad tomará mis terrenos a la fuerza.

El granjero abrió su chaqueta de campaña, obtenida de excedentes del Ejército, y sacó un papel de un bolsillo interior. Era un ejemplar multicopiado, pero estaba escrito a mano, con una elegante caligrafía. Se lo entregó a Hardy, el cual le echó un vistazo y luego lo pasó al senador Jellison.

—Es la firma de Montross —dijo Hardy—, no cabe duda.

Jellison asintió.

—Podemos considerar la firma como verdadera. —Miró a todos los presentes—. El vicegobernador proclama un estado de emergencia y se arroga la suprema autoridad en California.

George Christopher soltó un gruñido, un áspero ruido rasposo.

—¿También nos manda a nosotros?

—A todos —dijo Jellison—. También menciona el anuncio de Colorado Springs. ¿Sabe algo de eso, general Baker?

Johnny Baker asintió. Estaba sentado junto a Harvey Randall, pero no parecía formar parte del grupo. Los antiguos dioses habían regresado, al menos de momento. ¿Hasta cuándo serían dioses? Harvey había sido testigo del encuentro de Baker y Maureen, y se había sentido despechado.

—Captamos una emisión de radio de Colorado Springs —dijo Baker—. Estoy seguro de que era auténtica. Hablaban en nombre del presidente de la Cámara de Representantes...

—Un idiota senil —dijo Al Hardy.

—...el cual actúa como presidente —prosiguió el astronauta—. Su jefe de estado mayor parece ser un teniente coronel honorario llamado Fox. Creo que es Byron Fox, y en ese caso le conozco. Era uno de los profesores de la Academia, un buen hombre.

George Christopher había estado refrenando su impaciencia. Ahora habló con voz baja y llena de ira.

—Montross, ese hijo de perra. Estuvo por aquí hace un par de años, tratando de organizar a los recolectores. ¡Se presentó en mis tierras! Y no pude echar a aquel intruso bastardo, porque llevaba cincuenta policías estatales con él.

—Yo diría que Jimmy Montross tiene mucho poder legal —dijo el senador Jellison—. Es el funcionario de mayor rango en California, suponiendo que el gobernador haya muerto, lo cual es muy probable.

—Entonces, ¿ha desaparecido Sacramento? —preguntó Johnny Baker.

Al Hardy asintió.

—Por lo que sabemos, esa zona está totalmente sumergida. Harry exploró el noroeste hace un par de semanas, y encontró a alguien que le habló de gente que intentaba llegar a Sacramento. No encontraron más que agua, como en el valle de San Joaquín.

—Maldición —exclamó Baker—. En ese caso, la central nuclear ya no existe.

—En efecto —dijo Hardy—. Lo lamento.

—Deke, no vas a rendirte a ese maldito Montross, ¿verdad? —inquirió George Christopher.

—He venido aquí para pedir ayuda —dijo Wilson—. Pueden vencernos. Ese ejército es muy numeroso.

—¿Cuánta gente tienen? —preguntó Al Hardy.

—Mucha.

—Hay algo que me confunde —dijo el senador Jellison—. Deke, ¿estás seguro de que esa banda de caníbales contra la que luchaste forma parte de ese grupo con el que Montross está asociado?

—Ya lo he dicho, ¿no?

—Bueno, no te molestes. —La famosa simpatía del senador se puso de súbito en evidencia—. Es que me ha sorprendido, simplemente. Montross era un chalado, pero no estaba loco de atar, ni tampoco era estúpido. Era el paladín de los oprimidos...

Christopher gruñó de nuevo.

—...o eso decía —siguió diciendo Jellison—. Pero me cuesta creer que esté en relaciones amistosas con unos caníbales.

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