Greg Bear - La fragua de Dios

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La fragua de Dios: краткое содержание, описание и аннотация

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26 de junio de 1996: Europa, la sexta luna de Júpiter, desaparece repentinamente de los cielos, sin dejar tras de sí la menor huella de su existencia. 28 de septiembre de 1996: en el Valle de la Muerte, en California, en pleno corazón de los Estados Unidos, aparece un cono de escoria volcánica que no se halla registrado en ningún mapa geológico de la zona, y a su lado es hallada una criatura alienígena que transmite un inquietante mensaje: “Traigo malas noticias: la Tierra va a ser destruida…”
1 de octubre de 1996: el gobierno australiano anuncia que una enorme montaña de granito, un duplicado casi perfecto de Ayers Rock, ha aparecido de pronto en el Gran Desierto Victoria; junto a ella, tres resplandecientes robots de acero traen consigo un mensaje de paz y amistad…
Así se inicia una de las más apasionantes novelas de ciencia ficción de los últimos tiempos, que combina sabiamente el interés científico, la alta política internacional y la amenaza de una invasión alienígena, para ofrecernos una obra apasionante con una profundidad temática raras veces alcanzada, que se lee de un tirón hasta la última página.

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—Aquí está el «hueso» pectoral central o «proceso» que vimos primero por rayos X. —Apartó a un lado la piel, cortando delicadamente el tejido adherido a ella, hasta que quedó al descubierto un lado del tórax—. Esos procesos unidos proporcionan una flexible pero eficiente caja en torno a los órganos torácicos. Como pueden ver, la caja es bastante rígida en una dirección —apretó con su dedo índice hacia la cabeza del Huésped, sin producir ningún movimiento—, pero flexible en otra. —Apretó hacia abajo, y la caja se hundió ligeramente—. Hay una similitud evidente entre el Huésped y nosotros en este punto, con una caja protectora en torno al tórax, pero las similitudes terminan ahí.

Phan tomó una pequeña sierra circular eléctrica y cortó los procesos a lo largo del lado izquierdo del Huésped, el que miraba a la ventana. Accionando la sierra veinte centímetros hacia arriba, luego otros veinte centímetros hacia un lado desde ambos extremos, luego hacia abajo en la otra dirección, consiguió desprender un glutinoso cuadrado de la caja torácica. Dentro apareció una membrana perlina.

Arthur permanecía sentado, clavado en su silla, con la vista fija en la abertura del pecho del Huésped. Phan maniobró junto a Feinman y los ayudantes en torno a la mesa, deteniéndose unos instantes para contemplar las fotografías. Luego tomó una jeringuilla y la insertó en la membrana perlina, extrayendo una muestra de fluidos. Harry introdujo una fina sonda de biopsia a través de la membrana, un poco más abajo, y extrajo un largo y delgado tubo de tejido.

Lo pasó a un ayudante, que lo selló en un pequeño frasco de cristal y lo pasó con las otras muestras al exterior a través de un cajoncito giratorio de acero inoxidable.

—La temperatura es ahora de doce grados centígrados. Estamos reduciéndola a pocos grados por encima de cero, para inhibir el crecimiento de las bacterias terrestres. Las muestras de tejidos y fluidos serán analizadas y la autopsia proseguirá más adelante. Caballeros, es tiempo de descansar un poco. Mis ayudantes van a tomar más mediciones y retirar muestras de tejido de los miembros. Más tarde, esta misma mañana, empezaremos con la cabeza.

Hicks estaba sentado en la mesa al otro lado del presidente, sonriendo a la camarera mientras ésta le servía una taza de café. Estaban solos en el comedor; era temprano, apenas un poco más tarde de las siete de la mañana. El presidente le había llamado a medianoche y había solicitado su presencia durante el desayuno para una conversación privada.

—¿Qué desea tomar, señor Hicks? —preguntó Crockerman.

—Tostadas y huevos revueltos, creo —dijo—. ¿Puede hacerme una tortilla Denver?

La camarera asintió.

—Lo mismo para mí —dijo Crockerman. Mientras se alejaba, Crockerman echó unos centímetros hacia atrás su silla y se inclinó para tomar unos papeles de un maletín que tenía abierto a su lado—. Tengo una reunión con una madre afligida a las nueve, y con un almirante y un general a las once. Luego debo volar de vuelta a Washington. He estado tomando notas durante toda la noche, intentando poner en orden mis pensamientos. Espero que no ponga usted ninguna objeción a que le bombardee con algunas de mis ideas.

—En absoluto —dijo Hicks—. Pero primero debo dejar muy clara mi situación. Soy periodista. Vine aquí en busca de una historia. Todo esto…, su petición de que me quede aquí, en vez de ser echado a patadas con los demás, resulta…, bien, resulta extraordinario. Honestamente debo decirle que, bajo las circunstancias, yo… —No supo qué decir a continuación, y se quedó mirando a los intensos ojos castaños de Crockerman. Alzó la mano e hizo un gesto vago hacia la puerta del comedor—. No se confía en mí aquí, y es lógico. Soy un intruso.

—Es usted un hombre con imaginación y perspicacia —dijo Crockerman—. Los demás son simplemente expertos. El señor Gordon y el señor Feinman son expertos y tienen imaginación, y el señor Gordon ha estado muy cerca de este tipo de problema, como administrador del BETC. Quizás haya estado demasiado cerca, no lo sé. He estado preguntándome si estamos enfrentándonos realmente o no con extraterrestres, como él quiere hacernos creer. Usted posee distanciamiento, una perspectiva nueva que tal vez me resulte muy útil.

—¿Cuál es mi situación oficial, mi papel? —preguntó Hicks.

—Obviamente, no puede usted publicar la historia en estos momentos —dijo Crockerman—. Quédese aquí, trabaje con nosotros hasta que la historia esté madura para ser difundida al público. Sospecho que vamos a tener que hacerla pública pronto, aunque Carl y David muestran un profundo desacuerdo. Si la lanzamos al público, usted tendrá su exclusiva. Dará el primer golpe.

Hicks frunció el ceño.

—¿Y nuestras conversaciones?

—Por el momento, todo lo que nos digamos el uno al otro no será discutido en ninguna otra parte. Más tarde, en el relato global de la historia, en nuestras memorias o en cualquier otra parte… —Crockerman asintió a las paredes—. Ningún problema.

—Me gustaría saber algunos detalles más —dijo Hicks—, especialmente si el señor Rotterjack y el señor McClennan o el señor Lehrman poseen control sobre mí o mi historia. Pero por el momento, estoy de acuerdo. No informaré de lo que nos digamos particularmente el uno al otro.

Crockerman depositó los papeles sobre la mesa, delante de él.

—Bien, éstos son mis pensamientos. O bien hemos sido invadidos dos veces durante este último año, o alguien nos está mintiendo.

—La elección parece estar entre la condenación y una política de amistad espacial —dijo Hicks.

El presidente asintió.

—He efectuado algunos diagramas lógicos. —Le tendió la primera hoja de papel—. Diagramas de Venn. Restos limitados de mis días de matemáticas universitarias. —Sonrió—. Nada complicado, sólo algunos esquemas para ayudarme a perfilar las posibilidades. Apreciaría sus críticas.

—De acuerdo. —Hicks contempló el papel que le tendía el presidente. Breves anotaciones de escenarios posibles, encerradas en círculos separados y que se intersectaban.

—Si esas dos naves espaciales tienen orígenes similares, veo varias posibilidades. Primera, los australianos están enfrentándose a un grupo escindido de extraterrestres, una especie de facción disidente. Pero nuestra información es correcta, y el objetivo primordial de toda la misión es destruir la Tierra, y el Huésped representa realmente a los supervivientes de su última conquista. ¿De acuerdo conmigo hasta ahora?

—Sí.

—Segundo —prosiguió el presidente—, estamos enfrentándonos a dos acontecimientos separados, que por algún azar literalmente astronómico se han producido simultáneamente. Dos grupos de alienígenas, completamente independientes o sólo marginalmente conectados entre sí. O tercero, no nos estamos enfrentando en absoluto a alienígenas, sino tan sólo a emisarios.

Harry alzó una ceja.

—¿Emisarios?

—No me siento completamente cómodo con la enormidad del universo. —Crockerman no dijo nada durante diez o quince segundos, contemplando la mesa, su rostro pasivo pero sus ojos mirando arriba y abajo entre la vela y su taza de café—. Supongo que usted sí.

—Soy humano —dijo Hicks—. También me siento limitado. Acepto la enormidad sin comprenderla o sentirla realmente.

—Eso hace que me sienta mejor. Entonces no lo estoy haciendo tan mal, ¿no cree? —preguntó Crockerman.

—No, señor.

—Me pregunto si tal vez, cartografiando nuestro universo desde una perspectiva científica, no habremos perdido algo…, la conciencia de… —Hizo de nuevo una pausa, buscando las palabras adecuadas—. Transgresiones. Si no estaremos pensando en Dios como en una inteligencia superior, no humana, pero que exige ciertas obediencias… ¿Me sigue?

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