Greg Bear - La fragua de Dios

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La fragua de Dios: краткое содержание, описание и аннотация

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26 de junio de 1996: Europa, la sexta luna de Júpiter, desaparece repentinamente de los cielos, sin dejar tras de sí la menor huella de su existencia. 28 de septiembre de 1996: en el Valle de la Muerte, en California, en pleno corazón de los Estados Unidos, aparece un cono de escoria volcánica que no se halla registrado en ningún mapa geológico de la zona, y a su lado es hallada una criatura alienígena que transmite un inquietante mensaje: “Traigo malas noticias: la Tierra va a ser destruida…”
1 de octubre de 1996: el gobierno australiano anuncia que una enorme montaña de granito, un duplicado casi perfecto de Ayers Rock, ha aparecido de pronto en el Gran Desierto Victoria; junto a ella, tres resplandecientes robots de acero traen consigo un mensaje de paz y amistad…
Así se inicia una de las más apasionantes novelas de ciencia ficción de los últimos tiempos, que combina sabiamente el interés científico, la alta política internacional y la amenaza de una invasión alienígena, para ofrecernos una obra apasionante con una profundidad temática raras veces alcanzada, que se lee de un tirón hasta la última página.

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El general Paul Fulton, comandante en jefe de las Operaciones del Transbordador de la Costa Oeste, estaba en el mismo vuelo con Arthur. Se acercó a él tan pronto como estuvieron en el aire y hubieron terminado su ascensión a 8.500 metros.

—Ah, la buena vieja prensa libre —comentó, ocupando el asiento de su lado—. Discúlpeme, señor Gordon. No tuvimos tiempo de sentarnos y charlar un rato.

—¿Vuelve usted para testificar?

—Ante algunos congresistas clave, ante el Comité de senadores de Actividades Espaciales…, sólo Dios sabe lo que va a hacer Proxmire con esto. Incluso se me escapa cómo consiguió llegar hasta ese comité. El hombre es políticamente inmortal.

Arthur asintió. Tenía la sensación de que su cerebro era como gachas. Había esperado dormir durante todo el vuelo, pero Fulton parecía tener algo en mente.

—Muchos de nosotros estamos preocupados por la elección de Crockerman de ese Trevor Hicks. Es un escritor de ciencia ficción…

—Sólo recientemente —dijo Arthur—. En realidad es un escritor científico más que decente.

—Sí, y en realidad no discutimos la elección de Hicks, pero nos preguntamos acerca de la necesidad del presidente de ir más allá del… grupo primario. Su estado mayor y sus asesores y su Gabinete. Los expertos asignados.

—Deseaba una segunda opinión. Mencionó eso un par de veces.

Fulton se encogió de hombros.

—El Huésped lo impresionó.

—El Huésped me impresionó a mí también —dijo Arthur.

Fulton abandonó bruscamente el tema.

—Habrá dos de nuestros equivalentes australianos en Washington cuando lleguemos. Recién volados de Melbourne. Supongo que eran piezas de repuesto allí abajo. El hombre auténticamente importante, Quentin Bent, se ha quedado atrás. ¿Le conoce?

—No —dijo Arthur—. Hay un cierto abismo entre los hemisferios Norte y Sur, en el campo científico en general, pero sobre todo en astronomía. Aunque Pent no es astrónomo. Es sociólogo, creo.

Fulton parecía dubitativo.

—Su colega, el doctor Feinman…, ¿será capaz de resistirlo?

—Creo que sí. —Arthur se dio cuenta de que estaba empezando a desagradarle el general Fulton, y se preguntó si aquello era razonable. Al fin y al cabo, el hombre sólo estaba intentando reunir información.

—¿Qué es lo que tiene?

—Leucemia crónica.

—¿Terminal?

—Sus médicos creen que es tratable.

Fulton asintió.

—Me pregunto si ése no es un buen diagnóstico también para la Tierra.

Arthur no captó el significado.

—Cáncer —ofreció voluntariamente Fulton—. Cáncer cósmico.

Arthur asintió reflexivamente y miró por la ventanilla, preguntándose cuándo conseguiría algo de tiempo para llamar a Francine, para hablar con Marty, para tocar con los pies el mundo real.

18

El teniente coronel Albert Rogers tomó el mensaje recibido por radio y salió por la puerta de atrás del remolque de comunicaciones, bajando los escalones metálicos de plancha corrugada hasta la blanca y crujiente arena. En realidad no deseaba pensar en las implicaciones de sus órdenes; pensar a un nivel tan esotérico no iba a hacerle ningún bien. El Huésped estaba muerto; Arthur Gordon había ordenado que su equipo investigara el interior del cono. Rogers no iba a permitir que lo hiciera nadie excepto él.

Había estado planeando aquella misión. Había trazado diagramas incompletos del interior del aparecido en un pequeño bloc de notas, poco más que suposiciones basadas en longitud, altura, anchura y el ángulo y longitud del tubo que avanzaba a través de la roca sólida. Trepar por el tubo no presentaría ningún problema: aunque girara en vertical hacia arriba, podía considerar el asunto como trepar por el interior de una chimenea, la espalda contra un lado, las piernas formando tijera y los pies apretados contra el otro, ascendiendo centímetro a centímetro. Llevaría una grabadora vídeo digital en miniatura, más pequeña que la palma de su mano, y una videocámara del tamaño de un dedo montada en su casco. Una Hasselblad para fotos de alta resolución y otra cámara más pequeña, una Leica de 35 mm automática, completarían su equipo. Dudaba que la investigación tomara más de un día. Había, por supuesto, la posibilidad de que el aparecido estuviera perforado en su interior como un panal. De alguna forma, lo dudaba.

Mientras un sargento y un cabo traían las provisiones que había pedido del remolque de almacenamiento, trazó su itinerario y examinó las medidas de emergencia con su segundo al mando, el mayor Peter Keller. Luego Rogers se colocó la mochila pectoral y las pesadas botas de escalada, enrolló tres largos de cuerda y los colgó de su cinturón, y se dirigió hacia el lado sur del aparecido.

Comprobó el reloj y ajustó el cronómetro a cero. Eran las seis de la mañana. El desierto estaba envuelto todavía en el gris del preamanecer, con altos cirros extendiéndose de horizonte a horizonte en una fina capa. El desierto olía a limpio aire frío, con un asomo de resina seca.

—Déme un impulso —dijo Rogers a Keller. El mayor entrelazó los dedos de ambas manos para formar un apoyo y Rogers metió su pie izquierdo; con un «¡hop!», Keller lo alzó hasta la boca del túnel. Rogers permaneció tendido por unos instantes de espaldas en el pozo que formaba ángulo, contemplando la primera curva, a unos doce metros roca adentro.

—De acuerdo —dijo, pulsando el botón de su reloj para poner en marcha el cronómetro—. Allá voy.

Habían rechazado la idea de desenrollar un cable telefónico y comunicarse directamente por él mientras trepaba. La grabadora vídeo iba equipada con un pequeño micro de solapa, a través del cual podría nacer observaciones orales; la cámara vídeo efectuaría una grabación adecuada de lo que viera, momento a momento. Si se presentaban el momento y la oportunidad, tomaría fotos con las otras cámaras.

—Buena suerte, señor —dijo Keller mientras Rogers iniciaba su ascensión en ángulo túnel arriba.

—Al infierno con eso —gruñó Rogers para sí mismo. Los primeros diez metros fueron fáciles, un lento arrastrarse. En la curva, hizo una pausa para encender una luz en la oscuridad. El túnel formaba un ángulo directo hacia arriba tras los primeros diez metros de inclinación. Anotó esto en voz alta para el registro, luego miró hacia abajo por encima de su estómago y piernas, al camafeo del rostro de Keller. Keller hizo un «okay» formando un círculo con el índice y el pulgar. Rogers hizo parpadear dos veces su luz.

—Estoy metiéndome en la barriga de una nave espacial alienígena —se dijo silenciosamente a sí mismo, haciendo una mueca para relajar su tensa mandíbula y sus músculos faciales—. Estoy arrastrándome hacia arriba, hacia lo desconocido. Eso es. No tengo por qué tener miedo. —Y no lo tenía…, sentía una especie de calma energética, casi una excitación que lo abrumaba.

Pensó en su esposa y en su hija de cuatro años que vivían en Barstow, y en una variedad de escenarios reflejados detrás de sus rostros. Heroico padre muerto y beneficios económicos para el resto de sus vidas. En realidad, lo de los beneficios no estaba demasiado claro. Debería ser así. Se prometió comprobarlo inmediatamente cuando regresara. Un pensamiento mejor: heroico padre vivo y retiro a los veinte años y la posibilidad de meterse en el mundo de los negocios, quizá como asesor de cuestiones de defensa, aunque nunca había pensado en eso antes. El primer hombre en el interior de una nave espacial alienígena. Los bienes inmuebles eran más atractivos. No en Barstow, de todos modos. Quizás en San Diego, aunque el hecho de ser un ex-Marine sería de mayor ayuda aquí.

Empezó a ascender, con el suelo de caucho de las botas aferrándose a la roca y las manos apoyadas contra la pared opuesta. Primero un pie, luego el otro. Sin dañar la nave espacial; ni siquiera un rasguño. Se izó con un gruñido, asegurando de nuevo sus botas y manos contra la roca. Una superficie lisa, nada parecido a la lava. Sin rasgos distintivos y gris, amorfa. Los astronautas habían recibido entrenamiento en geología cuando alunizaron por primera vez. No era necesario entrenar a un coronel del Ejército. Además, aquél no era un lugar natural; ¿de qué le serviría allí la geología?

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