He tropezado con un premio gordo, se dijo cuando el presidente y el secretario de Defensa entraron en el comedor y ocuparon sus asientos. Dos agentes del Servicio Secreto comían en una pequeña mesa cerca de la puerta.
Crockerman hizo una cordial inclinación de cabeza a Hicks, sentado al lado del presidente y frente a Lehrman.
—Esa gente ha hecho realmente un buen trabajo, ¿no creen? —dijo el presidente después de que fuera servido y consumido el plato principal. Por una especie de silencioso decreto mutuo, toda la charla durante la cena había sido sobre cosas triviales. Ahora fue traído el café en un viejo y dentado servicio de plata, servido en el propio juego de tazas de porcelana china del propietario, y pasado a lo largo de la mesa. Harry rechazó su taza. Arthur cargó su café con dos terrones de azúcar.
—Así que conoce usted al señor Feinman y al señor Gordon —dijo Crockerman mientras se reclinaban en sus asientos, con las tazas en la mano.
—Les conozco por su reputación, y conocí al señor Gordon en una ocasión cuando él se hallaba al mando del BETC —dijo Hicks. Sonrió e hizo un gesto con la cabeza a Arthur, como si se diera cuenta por primera vez de su presencia.
—Estoy seguro de que nuestra gente le ha preguntado ya qué le impulsó a venir al Furnace Creek Inn.
—Es un secreto muy mal guardado el que aquí está ocurriendo algo extraordinario —dijo Hicks—. Me impulsó una intuición.
El presidente exhibió otra de sus débiles, casi desanimadas sonrisas, y agitó la cabeza.
—Me sorprende haber sido traído aquí —prosiguió Hicks—, tras la forma en que fui tratado inicialmente. Y me siento absolutamente asombrado de encontrarle a usted aquí, señor presidente, aunque ya había deducido que tenía que hallarse por estos lugares, a través de una cadena de razonamientos que describí ya a sus agentes del Ejército y del Servicio Secreto. Digamos que estoy sorprendido de descubrir que mi intuición era certera. ¿Qué ocurre aquí?
—No estoy seguro de que podamos decírselo. No estoy seguro de por qué le he invitado a cenar, señor Hicks, y sin duda los demás caballeros que me rodean están menos seguros aún que yo. ¿Señor Gordon? ¿Tiene usted alguna objeción a la presencia de un escritor, de un periodista?
—Siento curiosidad. No pongo ninguna objeción.
—Porque creo que estamos todos demasiado metidos en esto —dijo Crockerman—. Me gustaría solicitar alguna opinión externa.
Harry hizo a Arthur un guiño desprovisto de todo humor.
—Estoy en la más absoluta oscuridad, señor —dijo Hicks.
—¿Por qué cree que estamos aquí?
—He oído…, no importa cómo, no pienso revelarlo, que hay un aparecido aquí. Supongo que es algo que tiene que ver con el descubrimiento australiano en el Gran Desierto Victoria.
McClennan escudó los ojos con una mano y agitó la cabeza.
—La transmisión no desmodulada del Air Force One. Es algo que ha ocurrido antes. Habría que fusilarlos a todos.
Crockerman desechó aquello con un gesto de la mano. Sacó un cigarro de su bolsillo, luego preguntó con una inclinación de cejas si alguien compartía su vicio. Educadamente, todos los reunidos alrededor de la mesa declinaron la invitación. Crockerman mordisqueó la punta del cigarro y lo encendió con un antiguo Zippo de plata.
—Tengo entendido, que consiguió usted una autorización para entrar en las bases militares y los laboratorios de investigación.
—Sí —dijo Hicks.
—Sin embargo, no es usted ciudadano de los Estados Unidos.
—No, señor presidente.
—¿Es un riesgo de seguridad, Carl? —preguntó Crockerman a McClennan.
El asesor de Seguridad Nacional agitó la cabeza, con los labios fruncidos.
—Excepto el hecho de ser extranjero, sus informes son buenos.
Lehrman se inclinó hacia delante y dijo:
—Señor presidente, creo que esta conversación debería terminar aquí. El señor Hicks no posee autorización formal y…
—Maldita sea, Otto, es un hombre inteligente. Estoy interesado en su opinión.
—Señor, podemos encontrar y autorizar a todo tipo de expertos para que usted hable con ellos —dijo McClennan—. Este tipo de cosas es contraproductivo.
Crockerman alzó lentamente la vista hacia McClennan, los labios fuertemente fruncidos.
—¿Cuánto tiempo tenemos hasta que esta máquina empiece a desmantelar la Tierra?
El rostro de McClennan enrojeció.
—Nadie lo sabe, señor presidente —dijo.
Hicks envaró la espalda y miró a su alrededor en la mesa.
—Disculpe —dijo —, pero…
—Entonces, Carl —prosiguió Crockerman—, ¿no es la manera formal y consumidora de tiempo la contraproducente?
McClennan miró a Lehrman, como suplicándole. El secretario de Defensa alzó ambas manos.
—Usted es el jefe, señor —dijo.
—Dentro de unos ciertos límites, sí —admitió malhumoradamente Crockerman—. He decidido confiar en el señor Hicks.
—El señor Hicks, si me permite decirlo, es una celebridad en los medios de comunicación —apuntó Rotterjack—. No ha efectuado ninguna investigación, y sus cualificaciones son puramente como periodista y escritor. Estoy sorprendido, señor, de que extienda usted ese tipo de privilegio a un periodista .
Hicks, con los ojos entrecerrados, no dijo nada. La suave y soñadora sonrisa del presidente regresó.
—¿Ha terminado usted ya, David?
—Podría ser un riesgo, señor. Estoy de acuerdo con Carl y Otto. Todo esto es altamente irregular y peligroso.
—Le pregunté si había terminado.
—Sí.
—Entonces déjeme repetirlo de nuevo. He decidido confiar en el señor Hicks. Supongo que su pase de seguridad será procesado inmediatamente.
McClennan rehuyó los ojos del presidente.
—Haré que se ocupen ahora mismo de ello.
—Estupendo. Señor Gordon, señor Feinman, no estoy expresando ninguna duda acerca de sus capacidades. ¿Ponen alguna objeción al señor Hicks?
—No, señor —dijo Arthur.
—Yo no tengo nada contra los periodistas o escritores —dijo Harry—. Por muy desacertada que considere la novela del señor Hicks.
—Estupendo. —Crockerman meditó unos instantes, luego asintió y dijo—: Creo recordar que rechazamos la petición de Arthur de incluir en nuestro equipo a un tal señor Dupres, simplemente porque es extranjero. Espero que a ninguno de ustedes le importe una ligera inconsistencia ahora…
»Tenemos realmente un aparecido, señor Hicks. Nos ha dejado un visitante extraterrestre al que llamamos el Huésped. El Huésped es un ser vivo, no un robot ni una máquina, y nos dice que condujo una nave espacial desde su mundo a éste. Pero… —El presidente le contó a Hicks la mayor parte de la historia, incluida su versión de la advertencia del Huésped. De nuevo, nadie le corrigió.
Hicks escuchó atentamente, con el rostro blanco. Cuando Crockerman hubo terminado, dando chupadas a su cigarro y arrojando un glóbulo de humo en expansión, Hicks se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa.
—Que me condene —dijo, en voz muy baja y deliberadamente casual.
—Eso es lo que nos ocurrirá a todos si no decidimos qué hacer, y pronto —dijo Crockerman. Todos los demás estuvieron de acuerdo. Aquella era la función del presidente, y muy pocos, si acaso había alguno, se sentían felices con ella.
—Ustedes están hablando con los australianos. Ellos saben acerca de esto, por supuesto —dijo Hicks.
—Todavía no se lo hemos dicho —admitió Crockerman—. Estábamos preocupados por los efectos que podía tener la noticia sobre nuestra gente si se divulgaba.
—Por supuesto —dijo Hicks—. Yo…, tampoco sé lo que haría. Parece que hemos metido el pie en un auténtico avispero, ¿no?
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