Greg Bear - La fragua de Dios

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La fragua de Dios: краткое содержание, описание и аннотация

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26 de junio de 1996: Europa, la sexta luna de Júpiter, desaparece repentinamente de los cielos, sin dejar tras de sí la menor huella de su existencia. 28 de septiembre de 1996: en el Valle de la Muerte, en California, en pleno corazón de los Estados Unidos, aparece un cono de escoria volcánica que no se halla registrado en ningún mapa geológico de la zona, y a su lado es hallada una criatura alienígena que transmite un inquietante mensaje: “Traigo malas noticias: la Tierra va a ser destruida…”
1 de octubre de 1996: el gobierno australiano anuncia que una enorme montaña de granito, un duplicado casi perfecto de Ayers Rock, ha aparecido de pronto en el Gran Desierto Victoria; junto a ella, tres resplandecientes robots de acero traen consigo un mensaje de paz y amistad…
Así se inicia una de las más apasionantes novelas de ciencia ficción de los últimos tiempos, que combina sabiamente el interés científico, la alta política internacional y la amenaza de una invasión alienígena, para ofrecernos una obra apasionante con una profundidad temática raras veces alcanzada, que se lee de un tirón hasta la última página.

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—La señora Morgan parece creer que es usted importante —señaló Morris.

—Bueno…

—¿Es usted médico? —preguntó Flagg, con el aspecto de alguien que necesita realmente asistencia médica.

—Soy escritor. Estoy licenciado en ciencias biológicas, pero no soy médico.

—Tenemos todo tipo de licenciados en Shoshone —dijo Morris—. Geólogos, arqueólogos, etnólogos… Estudian a los indios, ¿sabe? A veces entran en el Crow Bar y se sientan y tenemos alguna conversación realmente interesante. No crea que sólo somos un puñado de ratas del desierto.

—No creí que lo fueran —respondió Hicks. ¿Oh?

—De acuerdo. ¿Frank?

—Dentro de poco llegaremos a Furnace Creek.

Hicks miró a través de la ventanilla lateral y vio la arena blanca y tostada y las manchas de vegetación, sucias carreteras a escala de tren de juguete y caminos de tierra. Luego vio la carretera principal. Forrest hizo que la Comanche diera otra pirueta. El estómago de Hicks mantuvo su disciplina, pero Flagg gimió.

—¿Alguien tiene una bolsa? —pidió—. Por favor.

—Puedes contenerte —le aseguró Morris—. Deja las acrobacias, Frank.

—Ahí está —dijo Forrest.

Inclinó el aparato de tal modo que Hicks se descubrió contemplando prácticamente en vertical, debajo de él, un conjunto de edificios esparcidos entre rocas color pardo óxido, cadáveres de árboles verdes y bajas colinas. Pudo distinguir un campo de golf extendiendo su brillante verde por entre la aridez, una pequeña pista de aterrizaje y un aparcamiento asfaltado lleno de coches y camionetas y, elevándose en aquellos momentos del aparcamiento, un helicóptero verde de dos plazas, un Cobra del Ejército.

—Mierda —dijo Forrest, tirando bruscamente hacia atrás de la palanca. Los motores de la avioneta chillaron, y la Comanche giró sobre sí misma como una hoja atrapada por un fuerte viento.

El helicóptero les interceptó y se mantuvo al lado de la Coman-che, sin que importaran los giros y revueltas que ejecutó Forrest. Flagg vomitó, y su vómito golpeó contra las ventanillas laterales y contra Hicks, y pareció cobrar vida propia, burbujeando entre las paredes y el aire. Hicks lo apartó frenéticamente de sí con las manos. Morris chilló y maldijo.

El Cobra fue ganándoles rápidamente la partida. Un copiloto con uniforme y casco en el asiento de atrás les hizo gestos de que aterrizaran.

—¿Dónde está su radio? —preguntó Hicks—. Conéctela. Déjeles que hablen con nosotros.

—Infiernos, no —dijo Forrest—. Si lo hago, tendré que aceptar…

—Maldita sea, Frank, nos dispararán si no hace lo que dicen —exclamó Morris, con la barba agitándose con los movimientos del aparato.

El copiloto del helicóptero señaló meticulosamente la carretera de abajo. Coches verdes y camiones con pintura de camuflaje circulaban a toda velocidad hacia uno y otro lado.

—Será mejor que aterricemos —admitió Forrest. Se apartó del helicóptero, descendió con una sorprendente velocidad, alzó el morro de la Comanche, y posó el aparato con al menos cuatro grandes botes sobre la gris cinta de asfalto.

Hicks intentó controlarse contra el bullir de todas sus visceras en su interior. Cuando estuvieron rodeados por lo que tomó por hombres del Servicio Secreto —con trajes grises y marrones— y policía militar con uniformes azul oscuro, lo había conseguido. Flagg había dejado caer su cabeza y seguía medio atontado en su asiento.

—Maldita sea —dijo Morris, lo más original de su repertorio que pudo encontrar.

15

Arthur, más encorvado de lo habitual, descendió por el embaldosado pasillo de la hostería, sin contemplar apenas las paredes de adobe y los tapices navajos blancos, negros y grises que colgaban encima de los antiguos anaqueles. Llamó a la puerta de Harry y retrocedió unos pasos, las manos en los bolsillos. Harry abrió la puerta y agitó el brazo, impaciente, para que entrara. Luego regresó al cuarto de baño para terminar de afeitarse. Se estaban preparando todos para reunirse a cenar con el presidente en el espacioso comedor del complejo dentro de una hora.

—No se lo está tomando muy bien —dijo Arthur.

—¿Quién, Crockerman? ¿Qué esperabas?

—Algo mejor que esto.

—Todos estamos mirando por el cañón de una pistola.

Arthur alzó la vista hacia la brillante puerta abierta del cuarto de baño.

—¿Cómo te sientes tú?

Harry salió levantándose una oreja para pasar la navaja por debajo de ella, el rostro blanco con los restos de la crema de afeitar.

—Bastante bien —dijo—. Dentro de un par de días tendré que irme para el tratamiento. Te lo advertí.

Arthur agitó la cabeza.

—Ningún problema. Está previsto. El presidente se marcha pasado mañana. Mañana conferencia con Xavier y Young.

—¿Y a continuación qué?

—Negociaciones con los australianos. Ellos nos mostrarán los suyos, nosotros les mostraremos los nuestros.

—¿Y luego qué?

Arthur se encogió de hombros.

—Quizá nuestro aparecido sea un mentiroso.

—Si me lo preguntas —dijo Harry—, te diré que…

—Lo sé. Todo el asunto apesta.

—Pero Crockerman ha tragado el mensaje. Está trabajando en él. Young y Xavier habrán visto el lugar… Ah, Señor. —Harry se secó el rostro con una toalla—. Esto no es tan divertido como pensé que iba a ser. ¿No es una jodida mierda? La vida es siempre una jodida mierda. Estábamos tan excitados. Ahora es una pesadilla.

Arthur alzó una mano.

—¿Adivinas quién fue capturado a bordo de una avioneta con tres tipos del desierto?

Harry parpadeó.

—¿Cómo demonios debería adivinarlo?

—Trevor Hicks.

Harry se lo quedó mirando.

—No lo estás diciendo en serio.

—El presidente está leyendo su novela en estos momentos, lo cual ya es humor, y no se trata en absoluto de una coincidencia. Evidentemente, tenía la impresión de que aquí había material para investigar. Los tres tipos del desierto han sido devueltos a Shoshone con una fuerte reprimenda y la pérdida de su aparato y licencia. Hicks ha sido invitado a la cena de esta noche.

—Esto es una locura —murmuró Harry, apagando la luz del cuarto de baño y tomando su camisa de la esquina de la cama—. Se trata de un periodista.

—Crockerman quiere hablar de algunas cosas con él. Obtener una segunda opinión.

—Ya tiene un centenar de opiniones a su alrededor.

—La última vez que me encontré con Hicks —dijo Harry—, supongo que le caí bien.

—Ahora tienes tu oportunidad.

Arthur abandonó la habitación de su amigo unos minutos más tarde, sintiéndose peor que nunca. No podía desprenderse de las sensibilidades de un niño decepcionado. Aquél había sido un maravilloso regalo anticipado de Navidad, brillante y lleno de esperanzas de un inimaginable futuro, un futuro de seres humanos interactuando con otras inteligencias. Ahora, por el amor de Dios, la Tierra podía dejar de existir en cualquier momento.

Inspiró profundamente y cuadró los hombros, deseando, no por primera vez, que el esfuerzo físico eliminara sus lúgubres pensamientos.

Las camareras y cocineros detrás de las blancas paredes y columnas paneladas en cobre del comedor habían presentado un menú formal de chuletas, arroz y ensalada César, con las verduras de la ensalada un poco pasadas debido a la interrupción de los suministros, pero todo lo demás muy aceptable. Alrededor de una mesa rectangular formada por cuatro mesas más pequeñas reunidas se sentaban los principales actores de la función en la Caldera, más Trevor Hicks, que actuaba como si quisiera recuperar en un momento todo el tiempo perdido.

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