Charles Sheffield - La telaraña entre los mundos

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La telaraña entre los mundos: краткое содержание, описание и аннотация

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Charles Sheffield es uno de esos escritores de ciencia ficción que hace que el resto de nosotros piense seriamente en hacer carrera como vendedores de saldos. De hecho, la única razón por la que le permitimos vivir es que también somos lectores de ciencia ficción. Tiene la base científica de un Clarke, la capacidad narrativa de un Heinlein, la aguda ironía de un Pohl o un Kornbluth y la habilidad como constructor de universos de un Niven.
Spider Robinson

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Se levantó rígidamente de la silla, con movimiento trabajoso y torpe aun a pesar de la baja gravedad de la estación.

—Hemos hecho bastante —dijo—. Caramba, no tengo la fuerza que necesito. Hace cincuenta años no me cansaba nunca, y ahora me canso antes de empezar. Ve a buscar a Cornelia, ¿quieres? Dile que hemos terminado y que estás listo para regresar. A menos que haya otras cosas de las que quieras hablar ahora. Del dinero, por ejemplo, no hemos tocado ese tema.

Rob negó con la cabeza.

—Déjeme convencerme de que el Tallo es factible. Tendremos mucho tiempo para hablar de los contratos más adelante. —Miró con curiosidad dentro de los ojos de Regulo—. Pero sí tengo una duda. Si me hago cargo de la ingeniería, ¿cuál será su papel? Usted lo comenzó, y estoy seguro de que querrá intervenir en el proyecto.

—¿Yo? —el anciano rió sin alegría—. Hombre, si tú eres Jack el de las habichuelas, supongo que a mí no me queda otro papel que el del Ogro. Doy el tipo, eso no puedes negarlo. Pero si lo que quieres saber es cuál será mi contribución, te lo diré la próxima vez. No te preocupes, hay suficiente para los dos. Para empezar, está el asunto de la financiación. No hemos hablado de costos, pero, créeme, será más de lo que puedas imaginar. Por suerte, tengo para eso, y para mucho más. He estado ganando muchísimo dinero durante muchísimo tiempo, y además no tengo demasiadas maneras de gastarlo. Por otro lado está el asunto de los materiales. Necesitaremos más de lo que se puede obtener en la Tierra para construir el Tallo-de-habichuela, y te mostraré de dónde provendrá todo. Dime dónde quieres construirlo, y cómo, y yo te conseguiré lo demás.

Avanzó despacio hasta la puerta del estudio y la abrió, apoyándose contra ella. Rob vio hasta qué punto el cuerpo del anciano estaba deteriorado. La ropa le colgaba, holgada, de los hombros encorvados.

—Sigue el pasillo hasta el final y dobla a la derecha —explicó Regulo—. Encontrarás a Cornelia en la primera habitación. Dile a Joseph Morel, que estará con ella, que ya hemos terminado y que quiero hablar con él. —Respiró hondo—. Merlin, he disfrutado con nuestra conversación más que con ninguna otra cosa en el último mes. Haz el diseño. Luego nos veremos.

—¿Aquí?

Regulo negó despacio con la cabeza.

—No lo creo. Este lugar no tiene las comodidades que necesito. Ven a Atlantis. Te mostraré el lugar y tendrás una idea de lo que es un buen sitio para vivir. Cornelia puede organizado todo para llevarte.

Tomó la mano de Rob para estrechársela, pero la levantó alto y la sostuvo entre las suyas. La revisó con curiosidad, volviéndola y estudiando los dedos, las uñas y las palmas.

—Buen trabajo —dijo al fin—. Hasta el tacto. Tiene la temperatura corporal, casi, y la textura puede pasar por piel. ¿Tienes sensibilidad en los dedos?

Rob flexionó los dedos, y le mostró las dos manos.

—Mejores que humanas —respondió—. Puedo notar un cabello a través de un papel, o el año impreso en una moneda.

—¿Y fuerza?

—Mucha. Creo que son el doble de fuertes de lo que habrían sido las mías.

—Ajá —Regulo pasó el pulgar por el dorso de la mano de Rob—. Han realizado un trabajo notable. Fue congelación, ¿no? Me sorprende que no intentaran un proceso de recrecimiento.

—No podían. Soy parte del desafortunado dos por ciento que no puede regenerar. —Rob afrontó los brillantes ojos de Regulo—. ¿Cómo se enteró de la congelación?

—De la misma manera que supe que tus manos eran artificiales —Regulo no se amilanó—. ¿No se te ha ocurrido que estudié cada detalle de tu biografía antes de pedirle a Cornelia que se pusiera en contacto contigo? Soy como tú, quiero saber con quién voy a trabajar. No te preocupes, no soy de los que se meten en los asuntos privados de la gente. Me interesaron tus manos como una pieza de ingeniería de precisión de primera, eso es todo. ¿Cuánto tardó el equipo de cibernética en realizar ese trabajo?

—Demasiado tiempo —Rob hizo una mueca al recordar—. El último par me lo colocaron hace ocho años, el día que cumplía diecinueve años. Decidieron que ya había dejado de crecer. Pero tuve doce pares provisionales, a medida que crecía.

Regulo movía la cabeza, comprensivo.

—Habrán sido muchísimas operaciones. Yo he tenido varias, de manera que sé por lo que habrás pasado.

Levantó la cabeza como para decir algo más, pero pareció cambiar de idea.

—Sesenta y dos operaciones, según los registros del hospital —dijo Rob tras un momento de silencio—. Claro que era demasiado pequeño para recordar las primeras. Pero sólo cuento las operaciones en las que me ponían manos nuevas. Para las demás podían usar anestesia, porque no tenían que hacer pruebas para realizar las conexiones nerviosas exactas.

Regulo pareció de pronto molesto por el tema de la conversación. Asintió, le dio una palmadita a Rob en el hombro y regresó despacio a la gran oficina.

En la habitación situada al final del corredor, Rob encontró a Corrie absorta charlando con un hombre corpulento, colorado de cara, con una bata blanca. Estaba de pie de perfil, y se le veía el cabello rubio muy corto encima de una frente abultada y una nariz prominente. Rob notó lo ancho de la espalda y el pecho hundido. El hombre hablaba con Corrie en voz baja. Ella parecía escuchar sus palabras con avidez. Cuando Rob entró en la habitación la charla se interrumpió. Hubo un súbito e incómodo silencio.

—Bueno, Corrie —dijo Rob al fin, ya que ninguno de los otros dos parecía dispuesto a hablar en primer lugar—. Regulo y yo hemos terminado. Volvemos en el Remolcador hacia la Tierra. —Se dirigió al hombre—. Usted debe de ser Joseph Morel. Regulo me ha dicho que querría hablar con usted, si ya había finalizado su trabajo.

El otro hombre posó sus fríos ojos grises en Rob, hizo una pequeña inclinación de cabeza y lo acompañó con un extraño y anticuado movimiento de las caderas.

—Mis disculpas por no haberme presentado. Cornelia y yo estábamos absortos en nuestra conversación, hasta tal punto que he olvidado las más elementales reglas de cortesía. Soy Joseph Morel, como usted ha adivinado. No nos conocemos, pero hace muchos años conocí a su padre, Gregor. —Sonrió—. Se le parece en algunos rasgos.

Merlin miró a Joseph Morel con nuevo interés. Las cicatrices estaban allí, en las sienes y en la nuca, evidencia cierta de un tratamiento de rejuvenecimiento. Suponiendo que se lo hubiera hecho sólo una vez, Morel tendría unos cincuenta y cinco años, apenas más joven de lo que habría sido Gregor Merlin de estar vivo.

—Lo conocí en Göttingen —continuó Morel—. Estudiábamos juntos allí. Lamenté mucho enterarme de su desdichado accidente.

Los tres comenzaron a caminar hacia la oficina de Regulo.

—Era un científico prometedor —continuó Morel. Sacudió la cabeza con pena—. Lamento que no haya vivido para desarrollar sus capacidades.

Miró a Rob de soslayo.

—Me ha dicho Regulo que usted ha heredado su talento, aunque ha elegido dedicarse a otro campo. Regulo espera mucho de usted.

Morel hizo una leve inclinación de cabeza y entró en el estudio, y Rob y Corrie continuaron por el corredor hacia el Remolcador. Dentro de la habitación, Regulo había vuelto a encender la gran pantalla que mostraba la Luna, la Tierra y el garfio espacial en un infinito y complejo patrón de rotación. Morel se dirigió hacia el gran escritorio y se paró frente a él.

—Por los comentarios que me hizo Merlin, debo asumir que tienes intenciones de proseguir —dijo—. ¿Puedo recordarte de nuevo que Caliban ha sugerido, tres veces, que una relación con Merlin sería indeseable, quizás incluso peligrosa?

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