James BeauSeigneur - A su imagen

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Decker Hawthorne, editor de un modesto periódico local, y Harry Goodman, un escéptico profesor universitario, se unieron veinte años atrás para participar en un fascinante proyecto de investigación: verificar la autenticidad de la Sábana Santa. Ahora, transcurridos los años, los protagonistas vuelven a encontrarse. Goodman le revelará un secreto sobrecogedor: la Sábana contenía restos de células de ADN vivas e incorruptibles…

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En la pista, más adelante, empezó a tomar forma lo que hasta entonces no había sido más que una mancha borrosa. De haberla visto antes, Decker la habría tomado por un arbusto o por el tocón de un árbol o por un animal, pero hasta el instante en que la vio se había fundido tan bien con el fondo que parecía formar parte intrínseca del paisaje.

– Ahí está -dijo Milner.

Decker pisó con fuerza el acelerador. Mientras se acercaban, volvió a preguntarse en qué estado se iban a encontrar a Christopher. La última vez que estuvieron juntos, Christopher le había dicho que empezaba a cuestionarse si su vida no había sido un error. Ahora, cuarenta días después, se había convertido, según Milner, en el hombre que habría de conducir a la humanidad a «la última y más gloriosa etapa de su evolución».

Un instante después pudieron verle con claridad. Llevaba el abrigo y las ropas sucios y hechos jirones. Estaba flaco, pero fornido. En aquellos cuarenta días, el pelo le había crecido hasta taparle las orejas y ahora lucía una espesa barba. Cuando Decker vio su cara, le asombró por un momento el impresionante parecido con el rostro de la Sábana. Aunque con una gran diferencia, no obstante. El semblante de la Sábana destilaba serenidad y aceptación ante la muerte. La expresión de Christopher era la de un hombre decidido a cumplir con su misión.

Milner fue el primero en bajar del Jeep. Corrió hasta Christopher y le abrazó. Las palmadas que le dio en la espalda levantaron una pequeña nube de polvo. Christopher se acercó entonces a Decker, que le tendió la mano. Éste la rechazó y en su lugar le estrechó también entre sus brazos. A pesar del mal olor que despedía, Decker prolongó el abrazo durante un buen rato.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Decker-. Estaba preocupado por ti.

– Sí, sí. Estoy bien. -Entonces se giró levemente para dirigirse a Decker y Milner, y continuó-: Ahora lo veo todo con claridad. Formaba parte del plan.

– ¿De qué plan? -preguntó Decker.

– He hablado con mi padre. Quiere que concluya su tarea.

– Te refieres a… ¿Dios? ¿Has hablado con Dios?

Christopher asintió.

– Sí -dijo en voz baja-. Quiere que complete la misión que empecé hace dos mil años. Y voy a necesitar vuestra ayuda.

Decker se sentía como en la cresta de una ola gigante. De repente, su vida tenía más sentido de lo que jamás pudo imaginar. Había creído lo que Milner le contó sobre el destino de Christopher; de lo contrario, nunca habría dejado a Christopher solo en el desierto. Pero entonces todo había sido teórico. Ahora lo escuchaba de los labios del propio Christopher. Aquél era un momento de inflexión del que no había marcha atrás no sólo en las vidas de aquellos tres hombres, sino en el transcurso mismo del tiempo. Igual que la venida de Cristo había dividido el tiempo en un antes y un después, ésta se convertiría también en una línea de demarcación a partir de la cual iba a medirse todo lo demás. Éste era, sin duda, el nacimiento de una Nueva Era. Decker deseó que Elizabeth estuviera viva para compartir el momento con ella.

– ¿Qué podemos hacer nosotros? -consiguió decir Decker.

– Debemos regresar a Nueva York de inmediato -contestó Christopher-. Hay millones de vidas en juego.

* * *

Antes de salir de Nueva York, Decker había pedido prestado un jet privado a David Bragford, a quien le contó que era para Milner. Tal y como había planeado, el jet y la tripulación esperaban, cuando Decker, Christopher y Milner llegaron al aeropuerto Ben Gurion. Decker le había traído a Christopher algo de ropa y artículos de afeitado, pero aunque aceptó con gusto la ducha del avión de Bragford y el cambio de ropa, Christopher decidió desechar la maquinilla y conservar la barba.

Mientras degustaba su primera comida en cuarenta días, Decker le resumió todo lo acontecido en la ONU. Luego, Christopher se dedicó a estudiar con suma atención el montón de documentos que Decker había traído para que él examinara.

* * *

A las tres horas de vuelo, uno de los miembros de la tripulación entró en la cabina con un gesto de honda preocupación.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Decker.

– Señor -dijo-, el comandante acaba de escuchar el parte de radio. Al parecer, ha estallado la guerra nuclear en la India.

– Llegamos tarde -susurró Christopher para sí al tiempo que hundía el rostro entre las manos.

El miembro de la tripulación continuó.

– La Guardia Islámica Paquistaní ha detonado dos bombas nucleares en Nueva Delhi. Hay millones de muertos.

Permanecieron en silencio, sobrecogidos, durante un buen rato, luego Decker se dirigió a Milner.

– Esto es de lo que hablabas en Jerusalén, ¿verdad?

– Sólo el comienzo -dijo Milner, que se inclinó hacia adelante y pulsó el mando a distancia para encender la televisión por satélite.

En la pantalla apareció, casi al instante, el hongo de la primera bomba atómica que había estallado en Nueva Delhi. Pareció que la espesa nube de escombros hacía retroceder el cielo como un inmenso rollo de pergamino viejo y resquebrajado. Dos días después de que la Guardia Paquistaní hiciera pública la colocación de artefactos nucleares, la cadena de televisión había instalado cámaras de control remoto que grababan sin cesar desde las afueras de las ciudades señaladas, por si la Guardia hacía efectivas sus amenazas. Aun a dieciséis kilómetros de distancia, la cámara empezó a vibrar violentamente cuando la colosal onda expansiva de la explosión hizo temblar la tierra. Ante la cámara, varios cientos de metros más allá, un pequeño edificio de dos plantas se vio sacudido por el temblor antes de venirse abajo. Un instante después, un brillante resplandor en la pantalla marcaba el momento de la segunda explosión.

«Esto es lo que ocurría hace aproximadamente una hora -dijo el comentarista, su voz sembrada de terror-, cuando dos explosiones atómicas, detonadas por la Guardia Islámica Paquistaní, sacudían el subcontinente indio. Se cree que la acción podría responder a la prohibición de entrada de armas en Pakistán desde China y al nuevo ultimátum lanzado por el general Brooks, comandante en jefe de las fuerzas de la ONU destacadas en la región. Fuentes próximas a la Guardia Islámica Paquistaní informan de que los líderes del movimiento estaban convencidos de la inminente localización de las bombas por parte de fuerzas especiales de la ONU, lo que habría situado a la India en una posición más que favorable para, definitivamente, invadir Pakistán.

»Escasos minutos después de las explosiones, el gobierno paquistaní condenaba el ataque de la Guardia e insistía en calificar el movimiento como un grupo insurrecto sin relación alguna con el gobierno paquistaní. Pero, para entonces, la India ya había lanzado contra Pakistán su respuesta en forma de dos misiles de cabeza nuclear. China, que al parecer ya estaba preparada para contrarrestar la respuesta de la India, ha puesto en marcha sus sistemas de interceptación, que han neutralizado con éxito los misiles indios antes de que alcanzaran su objetivo.

»Antes de este lanzamiento, China había intentado permanecer neutral durante el largo conflicto entre sus vecinos. Neutralidad que, no obstante, ha sido puesta en entredicho con frecuencia, por haber sido comerciantes chinos los principales suministradores de armamento de Pakistán.»

Mientras Christopher, Decker y Milner miraban la televisión, no dejaban de llegar nuevas informaciones. La guerra estaba desarrollándose a un ritmo frenético. En respuesta a la intervención de China, la India había lanzado un ataque convencional contra sus estaciones de interceptación y enviado al mismo tiempo cinco misiles más contra Pakistán. Tres consiguieron ser neutralizados; dos alcanzaron sus objetivos.

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