James BeauSeigneur - A su imagen
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Poupardin asintió conforme.
– ¿Qué pasa con China? -preguntó Faure.
– Mañana tiene programada una cena con el nuevo embajador chino. Le he preparado un pequeño dossier. -Poupardin entregó el expediente a Faure-. No creo que encuentre nada alarmante en él. Todos nuestros informes lo describen como un hombre razonable. No espera ninguna promesa. Su criterio a la hora de elegir al nuevo secretario general depende básicamente de que el candidato se muestre receptivo para atender con objetividad lo que China tenga que decir.
– Bueno, creo que podré convencerle de que seré todo oídos -dijo Faure con una sonrisa.
– Claro está que -continuó Poupardin-, puesto que no pide nada a cambio, tampoco podemos contar con su apoyo. Pero si pudiese convencerle de que su mandato estará abierto a cualquier sugerencia, entonces creo que podemos confiar en que por lo menos no vete su candidatura.
– Excelente -dijo Faure, y apiló de nuevo los papeles en un montón sobre su mesa-. Yo diría que nos ha salido barato el cambio de embajador, entonces.
– Sí, señor.
– ¿Y qué hay de Kruszkegin?
– Estamos estudiando su agenda detenidamente para dar con la oportunidad adecuada.
– No dejes de informarme de todos los detalles antes de autorizar cualquier maniobra. No podemos cometer ningún error.
– Sí, señor.
– Muy bien, pues si no hay más asuntos urgentes que tratar… -dijo Faure abriendo su maletín-. Ten, te he conseguido unos vídeos muy interesantes mientras esperaba en París. Son de lo mejorcito.
– Tienen muy buena pinta -dijo Poupardin mientras cogía los discos que le tendía Faure y examinaba con avidez las fotografías de una de las cubiertas-. Podemos verlos juntos cuando vengas esta noche.
– Suena muy apetecible, Gerard, pero prometí a Suzanne y a Betty que las sacaría a cenar en cuanto regresara -dijo Faure refiriéndose a su esposa y su hija. Poupardin estaba visiblemente decepcionado-. Lo siento, Gerard -dijo, y echó un vistazo al reloj-. Pero disponemos de unos minutos ahora, si te apetece.
Poupardin sonrió y se fue a cerrar la puerta con llave.
El sustituto de la embajadora Lee era mucho más joven, un hombre de poco más de cincuenta años. Su capacidad para el ejercicio de sus responsabilidades no tardaría en ser puesta a prueba. El Consejo de Seguridad reanudó sus trabajos con el amargo sabor de los primeros frutos del ultimátum del general Brooks y el consiguiente bloqueo de la frontera chino-paquistaní. Las tropas de la ONU, que se habían visto obligadas a fijar posiciones para hacer cumplir el bloqueo, no tardaron en convertirse en el blanco de francotiradores y guerrilleros paquistaníes. El gobierno paquistaní condenó oficialmente los ataques y los atribuyó a grupos independientes que nada tenían que ver con el ejército paquistaní. Aprovechó además la ocasión para elevar de nuevo sus protestas acerca de lo que consideraba la violación por parte de las fuerzas de la ONU de su carta de naturaleza y del acuerdo firmado con Pakistán para el emplazamiento de tropas en su frontera, por cuanto que el bloqueo le había sido impuesto en contra de sus intereses. El gobierno paquistaní había procedido después a justificar su pasividad ante los ataques de la guerrilla aludiendo que el contingente militar disponible se encontraba destinado en otros emplazamientos.
Pero aún agravaban más la situación las amenazas de una milicia de insurrectos que se hacía llamar Guardia Islámica Paquistaní. Todo apuntaba a que la Guardia Islámica, temerosa de que la guerra no tardaría en decantarse del lado de la India, había colocado bombas nucleares en ocho grandes ciudades indias. La probabilidad de que la Guardia hubiese adquirido armamento nuclear era remota, pero la magnitud de la amenaza no pudo más que obligar al Consejo de Seguridad a tomársela en serio. Las reivindicaciones de la Guardia eran claras. Para empezar, exigía la retirada de territorio paquistaní de todas las fuerzas indias y de la ONU, y en segundo lugar India debía, además, renunciar al control sobre la tan largamente disputada provincia de Jammu Cachemira a favor de Pakistán. El primer ministro Rajiv Advani no tenía intención alguna de ceder a estas exigencias, y por el momento se había limitado a lanzar insultos y amenazas.
28
Desierto de Israel
Acababa de amanecer. Robert Milner guiaba a Decker Hawthorne, que al volante de un Jeep de alquiler atravesaba el puerto de montaña para reunirse con Christopher. Había cargado el coche con comida, agua embotellada y un botiquín de primeros auxilios. En su mente se alternaban la preocupación por el estado en el que iban a encontrar a Christopher y la expectación por lo que Robert Milner le había contado en el vestíbulo del Ramada Renaissance cuarenta días atrás. La desnudez del paisaje le trajo recuerdos de su estancia en el desierto dieciocho años antes, cuando él y Tom Donafin habían recorrido el Líbano en dirección a Israel antes de ser rescatados por Jon Hansen. De repente, le embargaron los sentimientos encontrados que sintió entonces cuando allí tumbado en el suelo, atrapado en la alambrada y con tres rifles apuntándole directamente a la cabeza, había reconocido de repente el emblema de la ONU en los cascos de los soldados y caído en la cuenta de que él y Tom estaban a salvo.
Las otras veces que, en el pasado, había rememorado ese momento, Decker había atribuido su suerte a que se encontraba, una vez más, en el sitio adecuado en el momento oportuno. Ahora no podía sino pensar que era mucho más que eso. De no haber ocurrido, no habría conocido a Jon Hansen y menos aún habría acabado siendo su jefe de prensa. Y de no haber trabajado para Hansen, después secretario general, Christopher no habría disfrutado de las mismas oportunidades para trabajar en la ONU, dirigir luego una de sus agencias más importantes y finalmente convertirse en embajador de la ONU ante el Consejo de Seguridad. Aquello era más que suerte.
Se le ocurrió que la cadena de acontecimientos no había empezado en aquella carretera del Líbano. Antes estaban la destrucción del Muro de las Lamentaciones, y el secuestro de Tom y él; y aún antes de eso, todo lo que había hecho posible que viajara a Turín. Estaba claro que sin aquel viaje a Italia él no habría recibido jamás, aquella fría noche de noviembre, la llamada del profesor Harry Goodman invitándole a visitarle en Los Ángeles para compartir su descubrimiento sobre la Sábana Santa.
Sin dejar de pensar en la sucesión de circunstancias que le habían llevado hasta ese momento preciso, Decker intentó dar con el eslabón más débil de la cadena, con el suceso en apariencia menos importante sin el cual nada de lo demás habría sucedido.
– Hay cosas que debemos atribuir al destino -dijo Robert Milner rompiendo el silencio. Era como si le hubiera estado leyendo el pensamiento.
– Oh… sí, supongo que sí -repuso Decker.
Pocas veces se había sentido Decker tan impaciente como los días antes de su partida hacia Israel en busca de Christopher. Hubo momentos en los que apenas podía concentrarse en su trabajo, tan obsesionado estaba en contar los días que faltaban para el regreso de Christopher e imaginar lo que ocurriría después. Milner había hablado de una era tan oscura y desoladora que la devastación de la Federación Rusa y el Desastre no serían nada en comparación. El horror de ese pensamiento quedaba mitigado por la esperanza de que Milner también pudiera prever el futuro. De momento no había ocurrido ningún cataclismo, eso era evidente, aunque los disturbios en India y Pakistán bien podían ser el anuncio de lo que estaba por llegar. Decker supo entonces que no le quedaba más remedio que aceptar las cosas como vinieran, pero deseaba no tener que pensar una y otra vez en ello, sobre todo si, como decía Milner, aquellos sucesos eran inevitables.
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