James BeauSeigneur - El nacimiento de una era

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Siglo XXI. Dos holocaustos nucleares han sacudido el planeta. En Jerusalén 144.000, judíos mesiánicos han desarrollado poderes sobrenaturales. Todos los países se ven obligados a unirse bajo un único mando de la ONU para afrontar un futuro que presagia catástrofes. En el se descubrirá un secreto de relevancia devastadora y universal que revelará el increíble futuro del hombre… y la verdadera naturaleza de Dios.

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Sentada junto al cuerpo de la joven, aturdida, una niña de tres o cuatro años alzó la vista hacia el vehículo y empezó a gritar. Las bombas no habían sido tan compasivas con ella como con su madre; en los dos o tres días siguientes se iría apagando poco a poco hasta que la vida, finalmente, la dejara ir. La cámara se posó sobre ella durante unos instantes. Tenía la piel cubierta de ampollas abiertas.

Christopher apartó la mirada de la pantalla.

– Yo podía haberlo evitado -dijo.

Sus palabras tardaron un poco en traspasar el espanto y registrarse en la mente de Decker.

– Christopher, no había nada que pudieras hacer -contestó Decker-. Es inútil que te eches la culpa.

– Pero algo que podía haber hecho. Antes de salir de Nueva York te dije que Faure iba a hacer algo que desencadenaría una catástrofe, y que nada de lo que yo hiciese podría evitarlo. Pero no era verdad. Había una cosa que sí podía haber hecho. Y ahora, por culpa de mi indecisión, han muerto millones de personas y van a morir muchas más. Incluso después de la guerra seguirán muriendo a causa de la lluvia y el envenenamiento radioactivos. Y si la ONU no acude de inmediato en su ayuda, morirán muchos millones más de hambre y enfermedades.

– Pero es absurdo que te culpes por esto. Si todo es el resultado de alguna decisión de Faure, entonces la responsabilidad es suya y solamente suya.

– Oh, claro que la responsabilidad es enteramente de Faure. Fue él quien restituyó al general Brooks y lo puso de nuevo al mando, y fue él quien indicó a Brooks que lanzara los dos ultimatos. Con el primero, Faure pretendía rematar la guerra a favor de la India. A cambio esperaba obtener el apoyo de Nikhil Gandhi a su candidatura a futuro secretario general. Con el segundo ultimátum, Faure creyó que podría doblegar a la Guardia Islámica. El general Brooks le aseguró que la Guardia no tenía colocadas bombas atómicas en la India, ¡pero Faure sabía el riesgo que estaba corriendo! Si no había bombas, el ultimátum destaparía el farol de la Guardia India. Por otra parte, si la amenaza era real, Faure sabía que la guerra desestabilizaría la India hasta tal punto que Gandhi tendría que regresar casi con toda seguridad para la reconstrucción y entonces, Rajiv Advani le sustituiría como miembro permanente en el Consejo de Seguridad. Fuere cual fuere el resultado, Faure sabía que saldría beneficiado.

– ¿Estás seguro de lo que dices? -preguntó Decker, incapaz de creer que Faure sacrificase tantas vidas para convertirse en secretario general.

– Lo estoy -repuso Christopher-. No digo que Faure pretendiera desencadenar una guerra nuclear. Pero con su inagotable ansia de poder, su desidia al frente de la OMP y la designación de hombres corruptos, Faure creó el ambiente propicio para una guerra. Luego, en su desesperada carrera por convertirse en secretario general, lanzó a los combatientes uno contra otro.

– Christopher tiene razón -afirmó Milner.

– Faure también es el responsable del asesinato de la embajadora Lee -añadió Christopher-. Y ahora planea el de Yuri Kruszkegin. No hay nada que no sea capaz de hacer con tal de alcanzar sus objetivos. He de detenerle ahora, antes de que haga más daño.

– ¿Y por qué no se limitó a asesinar a Gandhi, en lugar de comprometer tantas vidas? -preguntó Decker, que todavía intentaba asimilar la magnitud de la maldad de Faure.

– La muerte de la embajadora Lee se atribuyó a un accidente -contestó Milner-. Y muchos considerarían la de Kruszkegin una mera coincidencia. Pero nadie atribuiría al azar la muerte de tres miembros permanentes, sobre todo si al poco tiempo Faure consigue la Secretaría General precisamente gracias a la sustitución de esos representantes. Además, el asesinato de Gandhi no iba a librarle de tener que lidiar desde la Secretaría General con los problemas de la India y Pakistán. Era mucho mejor intentar solucionar la guerra lo antes posible a favor de la India y congraciarse con Gandhi que dejar que recayeran sobre él las sospechas de tres muertes prematuras.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Decker a Christopher.

– En el tercer capítulo del Eclesiastés -repuso Christopher-, el rey Salomón escribió que todo tiene su tiempo: su hora de nacer y su hora de morir, su hora de plantar y su hora de arrancar lo plantado; su hora de curar y su hora de matar.

Decker trasladó su mirada de Christopher a Milner varias veces antes de volverse hacia la pantalla del televisor. Mientras la cámara ofrecía una vista panorámica de la devastación, en la distancia, allí donde la humareda y la nube radioactiva no habían envuelto la tierra con su fúnebre velo, la Luna se elevó sobre el horizonte, un globo rojo como la sangre en el cielo profanado.

* * *

El avión tardó dos horas más en aterrizar en Nueva York. Fueron directamente a la sede de Naciones Unidas, donde el Consejo de Seguridad celebraba una reunión a puerta cerrada. En oriente caía la noche y la guerra avanzaba imparable. Las cabezas nucleares se precipitaban sobre la Tierra como frutos maduros e iluminaban el cielo como estrellas fugaces. La destrucción se extendió casi mil kilómetros por el interior de China, mientras que al sur llegaba hasta la ciudad india de Hyderabad. Al oeste y al norte de Pakistán, las gentes de Afganistán, el sudeste de Irán y el sur de Tajikistán reunían a sus familias y tras juntar todo lo que podían cargar a la espalda se batían en rápida retirada, huyendo de la guerra. En pocos días, la climatología local inundaría sus campos, ríos y arroyos con lluvia tóxica.

Pakistán era ya poco más que una tumba abierta. La India había agotado por completo su arsenal. Lo que le quedaba de ejército sobrevivía en pequeños racimos completamente aislados del mando central. La mayoría de los soldados moriría pronto a causa de la radiación. China era la única potencia combatiente que todavía conservaba el control sobre su ejército y no tenía ningún interés en continuar con la guerra.

Las pocas horas transcurridas desde su partida de Israel y la llegada a la ONU habían sido suficientes para que comenzara y finalizara la guerra. La estimación final de bajas iba a superar los cuatrocientos veinte millones. No había ganadores.

* * *

Christopher abrió la puerta de la sala del Consejo de Seguridad y entró como una exhalación, seguido de cerca por Decker y Milner. Todos los presentes conocían a Decker, pero hacía un año y medio que no veían a Milner y el cambio experimentado por Christopher no se reducía al pelo y la barba; su semblante era otro muy distinto. Al reconocer a Christopher, Gerard Poupardin, que estaba sentado a cierta distancia de Faure, miró a otro asesor y lanzó una carcajada.

– Pero ¿quién se cree que es? ¿Jesucristo?

Christopher aprovechó la oportunidad que le brindaba el desconcertante silencio que se había hecho en la sala.

– Señor presidente -dijo Christopher dirigiéndose al embajador canadiense, que ocupaba el estrado asignado al presidente del Consejo de Seguridad-, aunque no es mi intención interrumpir al consejo en la urgente tarea de aliviar a los pueblos de la India, Pakistán, China y los países vecinos, ¡hay uno entre nosotros que no está en condiciones de emitir su voto ni en el seno de una camarilla de ladrones ni mucho menos en el de tan noble organismo!

– ¡Está usted fuera de orden! -exclamó Faure poniéndose en pie de un salto-. Señor presidente, el representante temporal de Europa está fuera de orden.

El embajador canadiense estiró el brazo para coger el mazo, pero se quedó paralizado ante la potente mirada de Christopher.

– Señores miembros del Consejo de Seguridad -continuó Christopher.

– ¡Está usted fuera de orden! -exclamó Faure por segunda vez.

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