Paolo Bacigalupi - La chica mecánica

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Premios Hugo, Nebula, Locus (Primera Novela) Y John W. Campbell Memorial 2010.
Bienvenidos al siglo XXII. Anderson Lake es el hombre de confianza de AgriGen en Tailandia, un reino cerrado a los extranjeros para proteger sus preciadas reservas ecológicas. Su empleo como director de una fábrica es en realidad una tapadera. Anderson peina los puestos callejeros de Bangkok en busca del botín más preciado para sus amos: los alimentos que la humanidad creía extinguidos. Entonces encuentra a Emiko… Emiko es una «chica mecánica», el último eslabón de la ingeniería genética. Como los demás neoseres a cuya raza pertenece, fue diseñada para servir. Acusados por unos de carecer de alma, por otros de ser demonios encarnados, los neoseres son esclavos, soldados o, en el caso de Emiko, juguetes sexuales para satisfacer a los ricos en un futuro inquietantemente cercano… donde las personas nuevamente han de recordar qué las hace humanas.

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– A los niños les gustará esta.

Abre el diario y echa un vistazo al artículo. El ministro de Comercio Akkarat está que se sube por las paredes. Las citas del Ministerio de Comercio califican a Jaidee de vándalo. A Jaidee le sorprende que no se limiten a llamarle traidor o terrorista. El hecho de que se contengan le indica cuán impotentes deben de sentirse realmente.

Jaidee no puede evitar sonreír a Kanya por encima de las páginas.

– Les hemos hecho daño de verdad.

Una vez más, Kanya no contesta.

Pasar por alto sus momentos de malhumor tiene truco. Cuando Jaidee conoció a Kanya, le pareció que era un poco tonta por el modo en que sus rasgos permanecían siempre impasibles, inmunes a cualquier insinuación de diversión, como si le faltara un órgano. La nariz sirve para oler, los ojos para ver, y todas las personas deben de tener un órgano peculiar que les ayude a detectar el sanuk cuando lo tengan justo delante.

– Deberíamos regresar al ministerio -sugiere Kanya, y se da la vuelta para observar el tráfico fluvial que discurre paralelo al khlong , en busca de un posible medio de transporte.

Jaidee paga el periódico al vendedor de circulares cuando aparece deslizándose uno de los taxis del canal.

Kanya le hace señas y se detiene junto a ellos. Su rueda chirría con la energía acumulada, las olas lamen el terraplén del khlong cuando la estela da alcance a la embarcación. Unos enormes muelles percutores ocupan la mitad de la bomba de desplazamiento. La proa techada del barco está repleta de hombres de negocios chinos de Chaozhou, apiñados como patos camino del matadero.

Kanya y Jaidee suben a bordo de un salto y se quedan de pie en el pasillo junto al compartimiento de los asientos. La niña que hace las funciones de interventora ignora sus uniformes blancos, igual que ellos la ignoran a ella. Cobra treinta baht por un billete a otro hombre que monta con ellos. Jaidee se agarra a uno de los cabos de seguridad cuando la embarcación acelera para alejarse del muelle. El viento le acaricia el rostro mientras navegan khlong abajo, rumbo al corazón de la ciudad. El taxi avanza veloz, zigzagueando entre los pequeños esquifes de palas y las largas lanchas que salpican el canal. A los lados se suceden bloques de casas y tiendas desahuciadas, pha sin , blusas y sarongs de vivos colores tendidos al sol. Las mujeres se lavan su melena negra en las aguas cobrizas del canal. El barco se detiene de pronto.

Kanya mira al frente.

– ¿Qué ocurre?

Ante ellos, un árbol caído bloquea gran parte del canal. Los botes se amontonan a su alrededor, buscando un resquicio por el que colarse.

– Un árbol bo -dice Jaidee. Mira a su alrededor en busca de edificios reconocibles-. Habrá que avisar a los monjes.

Nadie más querrá tocarlo. Ni nadie intentará quedárselo, pese a la escasez de madera. Traería mala suerte. El taxi se mece mientras el tráfico del khlong intenta colarse por la angosta brecha del canal, allí donde el árbol sagrado aún no obstaculiza el movimiento.

Jaidee chasquea la lengua, impacientándose, y levanta la voz:

– ¡Amigos, abran paso! Misión del ministerio. ¡Despejen el camino! -Ondea la placa.

El espectáculo de la insignia y el resplandeciente uniforme blanco es suficiente para que las barcas y los esquifes se hagan a un lado. El piloto del taxi lanza una fugaz mirada de agradecimiento a Jaidee. La embarcación impulsada por muelles percutores se adentra en el tumulto, pugnando por encontrar un hueco.

Mientras rodean las ramas desnudas del árbol, todos los pasajeros del taxi del khlong dedican hondos wais de respeto al árbol caído, juntando las palmas de las manos y llevándoselas a la frente.

Jaidee hace un wai a su vez y estira el brazo para acariciar la madera enferma, dejando que sus dedos resbalen por la superficie mientras pasan por su lado. Está salpicada de diminutos orificios. Si arrancara la corteza, una fina red de túneles describiría la muerte del árbol. Un árbol bo . Sagrado. El árbol bajo el cual Buda encontró la sabiduría. Y sin embargo no pudieron hacer nada por salvarlo. No sobrevivió ni una sola variedad de higuera, pese a todos sus intentos. Los cerambicidos fueron demasiado para ellos. Cuando los científicos fracasaron, rezaron a Phra Seub Nakhasathien, un último acto de desesperación, pero ni siquiera el mártir logró salvarlos al final.

– No podíamos salvarlo todo -murmura Kanya, como si le estuviera leyendo el pensamiento.

– No podíamos salvar nada. -Jaidee deja que sus dedos resbalen por los surcos que señalan la acción de los cerambicidos-. Los farang tienen que rendir cuentas por un montón de cosas, y aun así Akkarat pretende negociar con ellos.

– Con AgriGen no.

Jaidee esboza una sonrisa de amargura y retira la mano del árbol abatido.

– No, con ellos no. Pero sí con otros como ellos, en cualquier caso. Piratas genéticos. Fabricantes de calorías. Incluso con PurCal, cuando aprietan las hambrunas. ¿Por qué te crees que dejamos que permanezcan agazapados en Koh Angrit? Por si acaso les necesitamos. Por si acaso fracasamos y debemos apelar a ellos y suplicarles que nos den su arroz, su trigo y su soja.

– Ahora tenemos nuestros propios piratas genéticos.

– Gracias a la previsión de Su Majestad Imperial el rey Rama XII.

– Y al chaopraya Gi Bu Sen.

– «Chaopraya.» -Jaidee hace una mueca-. Nadie tan malvado debería ostentar un título tan respetable.

Kanya se encoge de hombros, pero no insiste. Pronto dejan atrás el árbol bo . Desembarcan en el puente de Srinakharin. La fragancia de los puestos de comida atrae a Jaidee, que indica a Kanya que le siga mientras se adentra en un soi diminuto.

– Somchai asegura que aquí venden un som tam delicioso. Las papayas están limpias y son de la mejor calidad, según él.

– No tengo hambre -responde Kanya.

– Por eso estás siempre de un humor de perros.

– Jaidee… -empieza Kanya, pero se interrumpe.

Jaidee vuelve la vista atrás y repara en su expresión preocupada.

– ¿Qué sucede? Sigamos adelante.

– Me preocupa el asunto de los amarraderos.

Jaidee se encoge de hombros.

– No hace falta que te preocupes.

Frente a ellos, los puestos y las mesas de comida se agolpan contra las paredes del callejón, pegadas unas a otras. Pequeños cuencos de nam plaa prik aguardan ordenadamente en el centro de las tablas que sirven de improvisados mostradores.

– ¿Lo ves? Somchai tenía razón. -Jaidee encuentra el carrito de ensaladas que buscaba y examina las especias y la fruta; empieza a pedir para los dos. Kanya se cierne sobre él como un denso nubarrón de mal genio.

– Doscientos mil baht es mucho dinero para que Akkarat se resigne a perderlo así como así -murmura mientras Jaidee le pide a la vendedora de som tam que añada más pimientos.

Jaidee asiente con la cabeza, pensativo, mientras la mujer mezcla los hilos de papaya verde con el resto de las especias.

– Cierto. No me imaginaba que hubiera tanto dinero en juego ahí fuera.

Suficiente para subvencionar un laboratorio de investigación genética nuevo, o para destinar quinientos camisas blancas a la inspección de los criaderos de tilapias de Thonburi… Menea la cabeza. Y esto con una sola redada. Asombroso.

En ocasiones le parece que sabe cómo funciona el mundo, pero entonces, de vez en cuando, levanta la tapa de una parte de la ciudad divina que no conocía y descubre un nido de cucarachas donde menos se lo esperaba. Las sorpresas no tienen fin.

Se dirige al siguiente puesto de comida, cargado de bandejas de cerdo recubierto de pimiento y tiras de bambú RedStar. Plaa con cabeza de serpiente fritos, rebozados y crujientes, pescados en el río Chao Phraya ese mismo día. Encarga más comida. Suficiente para los dos, y sato para beber. Se sienta a una mesa al aire libre mientras preparan el pedido.

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