Haciendo equilibrios encima de un taburete de bambú al final de la jornada, con la cerveza de arroz calentándole la barriga, Jaidee no puede evitar reírse de su huraña subordinada.
Como de costumbre, aun delante de los platos más suculentos, Kanya sigue siendo fiel a su carácter.
– Khun Bhirombhakdi se ha quejado de ti en el cuartel -informa Kanya-. Ha amenazado con pedirle al general Pracha que te arranquen esos labios tan sonrientes.
Jaidee se mete un puñado de pimientos en la boca.
– No me da miedo.
– Se supone que los amarraderos eran su territorio. Su zona protegida, su fuente de sobornos.
– Primero te preocupas por Comercio y ahora por Bhirombhakdi. Ese viejo se asusta hasta de su sombra. Obliga a su mujer a probar todos los platos antes que él para cerciorarse de no coger la roya. -Jaidee sacude la cabeza-. No pongas esa cara tan larga. Deberías sonreír más. Reír un poco. Ten, bébete esto. -Jaidee sirve más sato para su teniente-. Antes nos referíamos a nuestro país como la Tierra de las Sonrisas. -Jaidee hace una demostración práctica-. Y ahí estás tú, cariacontecida, como si te pasaras el día comiendo limas.
– A lo mejor es que antes teníamos más motivos para sonreír.
– Bueno, no te digo que no. -Jaidee vuelve a dejar el sato encima de la mesa desportillada y se queda mirándolo fijamente, pensativo-. Debimos de hacer algo espantoso en nuestra vida anterior para merecernos esta. No se me ocurre otra explicación.
Kanya suspira.
– A veces veo al espíritu de mi abuela merodeando por el chedi cerca de mi casa. En cierta ocasión me dijo que no podría reencarnarse hasta que construyéramos un lugar mejor para recibirla.
– ¿Otro de los phii de la Contracción? ¿Cómo te ha encontrado? ¿No era de Isaán?
– Aun así logró dar conmigo. -Kanya se encoge de hombros-. Es muy desdichada.
– Ya, bueno, supongo que todos terminaremos igual.
Jaidee también ha visto a estos fantasmas, caminando por los bulevares a veces, sentados en los árboles. Los phii están por todas partes. Innumerables. Los ha visto en los cementerios y apoyados en los esqueletos de árboles bo enfermos, lanzándole miradas de irritación todos ellos.
Los médiums hablan de la demencial frustración de los phii , de su imposibilidad para reencarnarse, obligados a hacinarse aquí como las hordas de viajeros en la estación de Hualamphong, esperando un tren que los lleve a las playas. Todos ellos aguardan una reencarnación imposible de obtener porque ninguno se merece el sufrimiento de este mundo en particular.
Los monjes como Ajahn Suthep aseguran que eso son paparruchas. Vende amuletos para repeler a estos phii y dice que no son más que fantasmas hambrientos, creados por la muerte antinatural de comer hortalizas enfermas de roya. Cualquiera puede ir a su capilla y dejar un donativo, o ir al altar de Erawan, hacer una ofrenda a Brahma (quizá conseguir incluso que los bailarines del templo actúen un rato) y comprar la esperanza de que los espíritus encuentren el descanso necesario para alcanzar su próxima reencarnación. Es posible esperar cosas así.
A pesar de todo, hay una invasión de fantasmas. En eso todos están de acuerdo. Las víctimas de AgriGen, de PurCal y de otros como ellos.
– Yo no me lo tomaría como algo personal, lo de tu abuela -responde Jaidee-. Cuando hay luna llena, he visto que los phii se amontonan en las carreteras que rodean el Ministerio de Medio Ambiente. Decenas de ellos. -Sonríe con tristeza-. Creo que no tiene remedio. Cuando pienso que Niwat y Surat van a criarse así… -Respira hondo, conteniendo un exceso de emoción que no quiere exhibir ante Kanya. Toma otro trago-. En cualquier caso, luchar es bueno. Tan solo desearía poder agarrar a algunos ejecutivos de AgriGen y de PurCal y retorcerles el pescuezo. Que probaran un poco de su roya AG134.s. Entonces mi vida estaría completa. Moriría feliz.
– Probablemente tú tampoco te reencarnarás -observa Kanya-. Eres demasiado bueno para pasar otra vez por este infierno.
– Con suerte me reencarnaré en Des Moines y podré poner una bomba en sus laboratorios de piratería genética.
– Soñar es gratis.
El tono de Kanya hace que Jaidee levante la cabeza.
– ¿Qué te preocupa? ¿Por qué estás tan triste? Renaceremos en un sitio precioso, seguro. Los dos. Piensa en los méritos que hicimos anoche. Pensé que esos heeya de aduanas iban a cagarse en los pantalones cuando incendiamos las mercancías.
Kanya hace una mueca.
– Seguramente jamás se habían encontrado con un camisa blanca al que no pudieran sobornar.
Así de fácil, la teniente consigue aniquilar el buen humor de Jaidee. No es de extrañar que les caiga mal a todos en el ministerio.
– No. Eso es verdad. Todo el mundo acepta sobornos últimamente. No es como antes. La gente no se acuerda de los malos tiempos. No tiene tanto miedo como antes.
– Y ahora tú te metes en la boca de la cobra con Comercio -lo reprende Kanya-. Tras el golpe del doce de diciembre, es como si el general Pracha y el ministro Akkarat estuvieran dando vueltas constantemente el uno alrededor del otro, buscando una nueva excusa para pelearse. Jamás dieron por zanjada su enemistad, y ahora tú has vuelto a enfurecer a Akkarat. La situación es más inestable que nunca.
– Bueno, siempre he sido demasiado jai rawn para mi propio bien. Chaya también se queja de lo mismo. Por eso te tengo cerca. No obstante, yo no me preocuparía de Akkarat. Echará espumarajos por la boca durante algún tiempo, pero se le pasará. Aunque no le guste, el general Pracha tiene demasiados aliados en el ejército como para intentar dar otro golpe de Estado. Con el primer ministro Surawong muerto, a Akkarat en realidad no le queda nada. Está solo. Sin megodontes ni tanques que respalden sus amenazas, por rico que sea Akkarat, en el fondo no es más que un tigre de papel. Le vendrá bien aprender esta lección.
– Es peligroso.
Jaidee la mira con gesto serio.
– Las cobras también. Y los megodontes. Y la cibiscosis. Estamos rodeados de peligros. Akkarat… -Jaidee se encoge de hombros-. En cualquier caso, ya es agua pasada. No puedes hacer nada por cambiarlo. ¿Para qué preocuparse ahora? Mai pen rai . Da igual.
– Aun así, deberías andarte con cuidado.
– ¿Lo dices por el hombre de los amarraderos? ¿El que vio Somchai? ¿Te asustó?
Kanya se encoge de hombros.
– No.
– Qué sorpresa. A mí sí. -Jaidee observa a Kanya, preguntándose cuánto debería contarle, cuánto debería revelar sobre lo bien que conoce el mundo que le rodea-. Me da muy mala espina.
– ¿En serio? -Kanya parece preocupada-. ¿Tienes miedo? ¿De un estúpido hombre solo?
Jaidee niega con la cabeza.
– No me asusta tanto como para correr a esconderme tras el pha sin de Chaya, pero así y todo, lo he visto antes.
– No me habías dicho nada.
– Al principio no estaba seguro. Ahora sí. Creo que trabaja para Comercio. -Hace una pausa, tanteando el terreno-. Creo que vuelven a andar tras mi pista. Quizá planeen otro intento de asesinato. ¿Qué te parece?
– No se atreverían a ponerte la mano encima. Su Majestad la Reina ha hablado a tu favor.
Jaidee se acaricia el cuello, allí donde la vieja cicatriz de una pistola de resortes destaca aún pálida contra la piel atezada.
– ¿Ni siquiera después de lo que les hice en los amarraderos?
Kanya se pone rígida.
– Te pondré un guardaespaldas.
Jaidee se ríe de su ferocidad, al mismo tiempo que se siente enternecido y tranquilizado por ella.
– Eres muy considerada, pero contratar un guardaespaldas sería una tontería. Todo el mundo sabría que se me puede intimidar. Eso no es propio de un tigre. Ten, prueba esto. -Echa más plaa con cabeza de serpiente en el plato de Kanya.
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