El anciano desdeña sus palabras con un ademán.
– Los movimientos mecánicos no son un rasgo imprescindible. No hay ningún motivo para que no se puedan eliminar. En cuanto a la infertilidad… -Se encoge de hombros-. Las limitaciones pueden soslayarse. Esos cortafuegos están ahí porque hemos aprendido la lección, pero no son imprescindibles. Algunos de ellos podrían dificultar vuestra fabricación, incluso. Nada en vosotros en inevitable. -Sonríe-. Puede que algún día los neoseres hereden el mundo, y pensaréis en nuestra especie como nosotros pensamos ahora en los pobres neandertales.
Emiko guarda silencio. El fuego crepita.
– ¿Sabes cómo hacerlo? -dice al final-. ¿Puedes ayudarme a reproducirme de verdad, como los cheshires?
El anciano cruza la mirada con el ladyboy .
– ¿Puedes? -insiste Emiko.
El gaijin exhala un suspiro.
– No puedo alterar la mecánica de lo que ya eres. Tus ovarios son inexistentes. Volverte fértil es tan imposible como dotar a tu piel de más poros.
Emiko deja caer los hombros.
El hombre se ríe.
– ¡No pongas esa cara tan larga! De todas formas, los óvulos femeninos nunca me han entusiasmado como material genético. -Esboza una sonrisa-. Bastaría con un mechón de tu pelo. Tú no puedes cambiar, pero tus hijos… en términos genéticos, ya que no físicos… podrían ser diseñados fértiles, parte del mundo natural.
El corazón de Emiko late desbocado en su pecho.
– ¿De veras podrías hacer eso por mí?
– Sí, desde luego. Podría hacer eso por ti. -La mirada del hombre se pierde en la distancia, pensativa. Una sonrisa aletea en sus labios-. Podría hacer eso y más, mucho más.
La chica mecánica no sería ni la sombra de lo que es sin todo el apoyo que he recibido. Quiero expresar mi agradecimiento a las siguientes personas: a Kelly Buehler y a Daniel Spector, por ser unos perfectos anfitriones, darme alojamiento y hacer de guías turísticos durante mi estancia de documentación en Chiang Mai; a Richard Foss, por los volantes; a Ian Chai, por tener la bondad de interceder y solventar algunos de mis flagrantes problemas con Tan Hock Seng; a James Fahn, autor de A Land on Fire , por compartir sus conocimientos y sus opiniones sobre los retos medioambientales a los que se enfrenta Tailandia; a la pandilla de Blue Heaven (especialmente a Tobias Buckell y Bill Shunn, mis primeros lectores), pero también a Paul Melko, Greg van Eekhout, Sarah Prineas, Sandra McDonald, Heather Shaw, Holly McDowell, Ian Tregillis, Rae Carson y Charlie Finlay. Dudo que hubiera sabido encontrar el camino hasta la conclusión del libro sin su sabiduría. También me gustaría dar las gracias a mi editora, Juliet Ulman, que me ayudó a identificar y resolver algunos problemas fundamentales de la trama cuando me encontraba totalmente desorientado. Bill Tuffin se merece una nota de agradecimiento aparte. Tuve la suerte de conocerlo cuando esta novela empezaba a dar sus primeros pasos, y ha resultado ser una mina de información sobre la cultura del sudeste asiático además de un excelente amigo. Por último, quiero dar las gracias a mi esposa, Anjula, por su infatigable apoyo a lo largo de muchos, muchísimos años. Su paciencia y su fe no tienen parangón. Huelga decir que, si bien todas estas personas contribuyeron a sacar lo mejor de este libro, el único responsable de sus errores, omisiones y transgresiones soy yo.
Como nota al margen me gustaría mencionar que, aunque este libro esté ambientado en una versión futura de Tailandia, no debería considerarse representativo de la situación actual del país y sus habitantes. Recomiendo encarecidamente la lectura de autores como Chart Korbjitti, S. P. Somtow, Phra Peter Pannapadipo, Botan, el padre Joe Maier, Kukrit Pramoj, Saneh Sangsuk y Kampoon Boontawee, cuyas obras constituyen una ventana mucho más adecuada desde la que asomarse al reino de Tailandia y sus diversas facetas.
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