Qué bobo e ignorante había sido. Se las daba de comerciante marino, cuando ni siquiera se imaginaba la facilidad con que pueden cambiar las mareas.
Una muchacha sale de debajo de una lona. Le sonríe, demasiado joven para tomarlo por un desconocido y demasiado inocente para darle importancia. Está viva, rebosante de la vitalidad que un anciano solo puede envidiar con sus huesos doloridos. Le sonríe.
Podría ser su hija.
La noche malaca era negra y viscosa, una selva poblada de los chillidos de las aves nocturnas y el palpitante zumbido de los insectos. En el puerto, las aguas oscuras batían suavemente ante ellos. Él y Cuarta Hija, esa perra callejera que no servía para nada, la única que había podido mantener, se escondieron entre los embarcaderos y los botes que se mecían, y cuando la oscuridad se hizo soberana de todo, la condujo hasta el agua, donde las olas corrían al encuentro de la playa en avalanchas acompasadas y las estrellas eran alfileres de oro prendidos en la negrura sobre sus cabezas.
– Mira, Ba. Oro -susurró la niña.
A veces él le contaba que todas las estrellas eran pepitas de oro que estaban a su disposición, porque era china y prosperaría si ponía empeño en el trabajo y respetaba a sus antepasados y las tradiciones. Y ahora, aquí estaban, bajo una manta de polvo de oro, la Vía Láctea extendida sobre sus cabezas como una gigantesca sábana ondeante, tan apretadas entre sí las estrellas que, si fuera lo bastante alto, podría cogerlas, exprimirlas y dejar que se derramaran por sus brazos formando regueros.
Oro por todas partes, inalcanzable.
Entre los barcos de pesca y la pequeña lancha impulsada por muelles, encontró un bote de remos y puso rumbo a alta mar, dirigiéndose a la bahía, siguiendo las corrientes, una mota negra perdida entre los fluctuantes reflejos del océano.
Preferiría que la noche estuviera nublada, pero al menos no había luna. Remaba y remaba mientras las carpas marinas rompían la superficie y rodaban a su alrededor, enseñando las gordas barrigas blancas que los miembros de su clan habían diseñado para alimentar a una nación hambrienta. Remaba y las carpas los rodeaban, mostrando unos vientres pálidos abultados ahora con la sangre y los tendones de sus creadores.
Por fin la pequeña embarcación llegó al objeto de su búsqueda, un trimarán anclado en alta mar. El lugar donde dormían los marineros de Hafiz. Subió a bordo y caminó entre ellos sin hacer ruido. Estudiándolos a todos mientras dormían a pierna suelta, protegidos por su religión. Con vida y a salvo cuando a él ya no le quedaba nada.
Los remos le habían dejado doloridos los brazos, los hombros y la espalda. Achaques de anciano. El entumecimiento de la debilidad.
Caminó entre ellos de puntillas, rastreando, demasiado viejo para la supervivencia pueril, y sin embargo incapaz de renunciar a ella. Quizá lograra sobrevivir todavía. Quizá lo consiguiera la única boca que le quedaba por alimentar. Aunque solo fuera una niña. Aunque no pudiera hacer nada por sus antepasados, al menos era de su clan. Una viruta de ADN que aún podría salvarse. Cuando por fin encontró el cuerpo que buscaba, se agachó y lo tocó con delicadeza, tapó la boca del hombre.
– Viejo amigo -susurró.
Los ojos del hombre se abrieron desmesuradamente cuando despertó.
– ¿ Encik Tan? -Hizo ademán de saludar con gesto marcial, pese a estar medio desnudo y tendido de espaldas. A continuación, como si recordara el cambio que se había operado en sus respectivas suertes, bajó la mano y se dirigió a Hock Seng como jamás hubiera osado hacer en la vida real-: ¿Hock Seng? ¿Todavía estás vivo?
Hock Seng frunció los labios.
– Esta inútil boca que alimentar y yo tenemos que ir al norte. Necesito tu ayuda.
Hafiz se sentó, frotándose los ojos. Echó una mirada furtiva al resto del clan, que seguía durmiendo.
– Si te delatara, me embolsaría una fortuna -susurró-. El líder de Tres Prosperidades. Sería rico.
– No eras pobre cuando trabajabas conmigo.
– Tu cabeza vale más que todos los cráneos chinos apilados en las calles de Penang. Y estaría a salvo.
A Hock Seng le dieron ganas de responder en tono airado, pero Hafiz levantó una mano, indicando silencio. Condujo a Hock Seng hasta el borde de la cubierta, contra la barandilla. Se arrimó a él hasta que sus labios rozaron casi el oído de Hock Seng.
– ¿Sabes en qué aprieto me pones? Tengo parientes que ahora se ponen pañuelos verdes en la cabeza. ¡Mis propios hijos! Este no es un lugar seguro.
– ¿Crees que eso me pilla de nuevas?
Hafiz tuvo el decoro de apartar la mirada, azorado.
– No puedo ayudarte.
Hock Seng puso mala cara.
– ¿Esto es lo que me merezco por portarme bien contigo? ¿Acaso no estuve en tu boda? ¿No os cubrí de regalos a Rana y a ti? ¿No os agasajé durante diez días? ¿No pagué el ingreso de Mohammed en la Universidad de Koneru Lakshmaiah?
– Hiciste eso y más. Es mucho lo que te debo. -Hafiz inclinó la cabeza-. Pero ya no somos las mismas personas de antes. Los pañuelos verdes están por todas partes entre nosotros, y los que sentíamos afecto por la plaga amarilla solo podemos salir malparados. Tu cabeza compraría la seguridad de mi familia. Lo siento. Es así. No sé por qué no te capturo ahora mismo.
– Tengo diamantes, jade.
Hafiz suspiró y se dio la vuelta, exhibiendo los hombros anchos y musculosos.
– Si aceptara tus joyas, con la misma facilidad me sentiría tentado de quitarte la vida. Si hablamos de dinero, tu cabeza será siempre el trofeo más valioso. Será mejor rehuir las tentaciones de la fortuna.
– Entonces, ¿vamos a despedirnos así?
Hafiz volvió a encararse con Hock Seng, implorante.
– Mañana les entregaré tu clíper, el Lucero del alba , y renegaré de ti por completo. Si fuera más listo te entregaría también a ti. Todos los que han ayudado a la plaga amarilla son sospechosos ahora. Los que engordamos gracias a la industria china y prosperamos gracias a vuestra generosidad somos los más odiados de la nueva Malasia. El país ha cambiado. La gente tiene hambre. Está furiosa. Nos llaman piratas de calorías, especuladores y perros amarillos. Nada consigue apaciguarlos. Vuestra sangre se ha derramado ya, pero aún tienen que decidir qué hacer con nosotros. No puedo poner en peligro a mi familia por ti.
– Podrías venir al norte con nosotros. Navegaríamos juntos.
Hafiz exhaló un suspiro.
– Los pañuelos verdes patrullan las costas en busca de refugiados. Sus redes son amplias y llegan a todas partes. Y quienes caen en ellas son ejecutados.
– Pero nosotros somos astutos. Más que ellos. Podríamos eludirlos.
– No, eso es imposible.
– ¿Cómo lo sabes?
Hafiz desvió la mirada, avergonzado.
– Mis hijos alardean delante de mí.
Hock Seng frunció el ceño con amargura, sin soltar la mano de su hija.
– Lo siento -dijo Hafiz-. La vergüenza me acompañará hasta que muera. -Giró sobre los talones de repente y corrió hacia la despensa. Regresó con unos mangos y papayas de aspecto lozano. Un paquete de U-Tex. Un melón cibi de PurCal-. Ten, acéptalo. Lamento no poder hacer más. Lo siento. Debo pensar también en mi propia supervivencia. -Y tras pronunciar esas palabras, vio a Hock Seng desembarcar y perderse de vista entre las olas.
Un mes más tarde, Hock Seng cruzó la frontera en solitario, arrastrándose por la selva infestada de sanguijuelas tras haber sido abandonado por los cabezas de serpiente que les habían traicionado.
Hock Seng ha oído que quienes ayudaron al pueblo amarillo después murieron en masa, arrojándose al mar desde los acantilados para nadar como podían hasta aplastarse contra las rocas de la costa o ser abatidos a tiros mientras flotaban. A menudo se pregunta si Hafiz sería una de aquellas víctimas, o si su regalo, el último clíper sin vías de agua de las Tres Prosperidades, habría sido suficiente para salvar a su familia, si sus hijos pañuelos verdes intercedieron por él, o si se quedaron mirando fríamente mientras su padre sufría por sus numerosos pecados.
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