Paolo Bacigalupi - La chica mecánica

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Premios Hugo, Nebula, Locus (Primera Novela) Y John W. Campbell Memorial 2010.
Bienvenidos al siglo XXII. Anderson Lake es el hombre de confianza de AgriGen en Tailandia, un reino cerrado a los extranjeros para proteger sus preciadas reservas ecológicas. Su empleo como director de una fábrica es en realidad una tapadera. Anderson peina los puestos callejeros de Bangkok en busca del botín más preciado para sus amos: los alimentos que la humanidad creía extinguidos. Entonces encuentra a Emiko… Emiko es una «chica mecánica», el último eslabón de la ingeniería genética. Como los demás neoseres a cuya raza pertenece, fue diseñada para servir. Acusados por unos de carecer de alma, por otros de ser demonios encarnados, los neoseres son esclavos, soldados o, en el caso de Emiko, juguetes sexuales para satisfacer a los ricos en un futuro inquietantemente cercano… donde las personas nuevamente han de recordar qué las hace humanas.

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Jaidee hace una mueca.

– Seguro que se os ocurre alguna excusa. Podríais decir que se produjo una estampida entre los megodontes de carga. -Da sendas palmaditas en la espalda a los agentes de aduanas-. ¡Animad esas caras! ¡Utilizad la imaginación! Deberíais tomároslo como una oportunidad para hacer méritos.

Kanya termina de guardar el dinero. Cierra la bolsa de tela y se la cuelga al hombro.

– Hemos terminado.

Campo abajo, un nuevo dirigible desciende lentamente. Sus gigantescos ventiladores accionados por muelles percutores agotan los últimos julios maniobrando a la bestia sobre los anclajes. Unos cables se desenrollan de su vientre, arrastrados por plomadas. Los operarios del amarradero esperan con las manos en alto para enganchar el monstruo volador a sus tiros de megodontes, como si estuvieran rezando a un dios colosal. Jaidee observa con interés.

– En cualquier caso, la Benévola Asociación de Jubilados del Real Ministerio de Medio Ambiente os lo agradece. Al menos con ellos ya habéis hecho méritos.

Empuña el machete y se vuelve hacia sus hombres.

– ¡ Khun oficiales! -exclama por encima del zumbido de los ventiladores de los dirigibles y el barrito de los megodontes de carga-. ¡Os propongo un reto! -Apunta el machete en dirección al dirigible que desciende-. ¡Ofrezco doscientos mil baht al primero que registre una caja de esa aeronave de ahí! ¡Vamos! ¡Esa de ahí! ¡Deprisa!

Los agentes de aduanas se lo quedan mirando, perplejos. Intentan decir algo, pero el rugido de los ventiladores de los dirigibles ahoga sus voces. Protestan de forma inaudible: «¡Mai tum! ¡Mai tum! ¡Mai tawng tum ! ¡No no nonono! » , mientras agitan los brazos y objetan, pero Jaidee ya está cruzando el aeródromo a la carrera, blandiendo el machete y aullando tras esta nueva presa.

A su espalda, los camisas blancas lo siguen como una oleada. Sortean cajas y trabajadores, saltan por encima de las amarras, pasan por debajo de los vientres de los megodontes. Sus hombres. Sus leales adeptos. Sus hijos. Quienes responden a su llamada son locos seguidores de ideales y de la reina, insobornables, con todo el honor del Ministerio de Medio Ambiente alojado en sus corazones.

– ¡Esa! ¡Esa de ahí!

Galopan por la pista de aterrizaje como tigres albinos, dejando los restos de los contenedores japoneses desperdigados tras ellos como la estela de un tifón. Las voces de los agentes de aduanas se apagan con la distancia. Jaidee está ya muy lejos de ellos, sintiendo la fuerza de las piernas que lo impulsan, el placer de la caza limpia y honorable, corriendo cada vez más deprisa, seguido por sus hombres, que devoran la distancia con el paso cargado de adrenalina del propósito puro de un guerrero, que blanden sus machetes y sus hachas contra la gigantesca máquina que desciende del cielo, cerniéndose sobre ellos como el rey demonio Tosacan, de tres mil metros de alto, abatiéndose sobre ellos. El megodonte de todos los megodontes, y en su costado, en caracteres farang , las palabras: CARLYLE E HIJOS.

Jaidee no es consciente del alarido de júbilo que ha escapado de sus labios. Carlyle e Hijos. El irritante farang que con tanta desfachatez habla de cambiar los sistemas de créditos de contaminación, de eliminar las inspecciones de cuarentena, de racionalizar todo lo que ha mantenido al reino con vida mientras otros países sucumbían, el extranjero que goza de tanto favor con el ministro de Comercio Akkarat y el somdet chaopraya, el protector de la Corona. Esto es un verdadero trofeo. Jaidee se entrega a la persecución. Extiende los brazos hacia los cables de amarre mientras los hombres pasan corriendo por su lado, más jóvenes, rápidos y devotos, todos ellos empeñados en inmovilizar a su presa.

Pero este dirigible es más listo que el último.

Al ver el enjambre de camisas blancas que convergen sobre su posición de aterrizaje, el piloto reorienta los turboventiladores. La ráfaga de aire baña a Jaidee. Las aspas crujen y chirrían cuando el piloto dilapida gigajulios en un intento por alejarse del suelo. Los cabos del dirigible se retraen como serpientes, enroscándose en las bobinas como los brazos de un pulpo asustado. Los turboventiladores aplastan a Jaidee contra el suelo cuando alcanzan el límite de su potencia.

El dirigible se eleva.

Jaidee se incorpora y entorna los párpados frente al viento caliente mientras el dirigible disminuye de tamaño en la negrura de la noche. Se pregunta si la monstruosidad desaparecida habría sido alertada por las torres de control o el servicio de aduanas, o si el piloto sería sencillamente lo bastante listo como para comprender que a sus empleadores no les haría gracia recibir una inspección de los camisas blancas.

Jaidee frunce la expresión. Richard Carlyle. Ese sí que es más listo que el hambre. Siempre reunido con Akkarat, siempre presente en las galas benéficas celebradas en honor de las víctimas de la cibiscosis, repartiendo dinero a espuertas, sin dejar de hablar de las virtudes del libre comercio. Uno más de las docenas de farang que han regresado a las costas como medusas tras una virulenta epidemia del agua, solo que Carlyle es el más visible. El que más irrita a Jaidee con su sempiterna sonrisa.

Jaidee se yergue del todo y se sacude la tela de cáñamo blanca del uniforme. Da igual; el dirigible volverá. Repeler a los farang es tan imposible como alejar el mar de la playa. La tierra y el océano deben tocarse. Estos hombres en cuyo corazón solo hay sitio para los beneficios deben entrar en el país a cualquier precio, y Jaidee siempre estará allí para recibirlos.

Kamma .

Jaidee regresa despacio a los destrozados contenidos de las cajas inspeccionadas, enjugándose el sudor de la cara, resollando a causa del esfuerzo de la carrera. Por señas, indica a sus hombres que continúen con la tarea.

– ¡Ahí! ¡Abrid esas de ahí! No quiero que dejéis ni una sola caja sin registrar.

Los agentes de aduanas están esperándole. Remueve los trozos de una caja nueva con la punta del machete mientras se acercan dos hombres. Son como perros. Es imposible librarse de ellos a menos que se les dé algo de comer. Uno de ellos intenta evitar que Jaidee incruste el machete en otra caja.

– ¡Hemos pagado! Daremos parte. Se abrirá una investigación. ¡Esto es suelo internacional!

Jaidee hace una mueca.

– ¿Qué hacéis aquí todavía?

– ¡Hemos pagado una buena suma por tu protección!

– Más que buena. -Jaidee se abre paso entre los hombres-. Pero no he venido para debatir sobre eso. Vuestro damma es protestar. El mío es defender nuestras fronteras, y si eso significa que debo invadir vuestro «suelo internacional» para salvar nuestro país, que así sea. -Descarga un machetazo y otra caja se abre como una nuez en medio de una lluvia de astillas de madera de WeatherAll.

– ¡Te has excedido!

– Es probable. Pero tendréis que enviar a alguien del Ministerio de Comercio para que me lo diga personalmente. -Traza un círculo en el aire con el machete, contemplativo-. A menos que queráis rebatirlo ahora, con mis hombres.

Los dos dan un respingo. A Jaidee le parece atisbar el aleteo de una sonrisa en los labios de Kanya. Mira de soslayo, sorprendido, pero el rostro de su teniente vuelve a ser una máscara de profesionalidad. Es agradable verla sonreír. Jaidee se pregunta por un momento si hay algo más que puede hacer para incitar un segundo destello de dientes de su taciturna subordinada.

Por desgracia, los agentes de aduanas parecen estar reconsiderando su posición; retroceden ante el machete.

– No creas que puedes insultarnos de esta manera sin que haya consecuencias.

– Por supuesto que no. -Jaidee descarga un nuevo tajo sobre la caja, terminando de destrozarla-. Cuando elevéis vuestras quejas, aseguraos de decir que el responsable fui yo, Jaidee Rojjanasukchai. -Sonríe de nuevo-. Y también que intentasteis sobornar al Tigre de Bangkok.

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