Paolo Bacigalupi - La chica mecánica

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Premios Hugo, Nebula, Locus (Primera Novela) Y John W. Campbell Memorial 2010.
Bienvenidos al siglo XXII. Anderson Lake es el hombre de confianza de AgriGen en Tailandia, un reino cerrado a los extranjeros para proteger sus preciadas reservas ecológicas. Su empleo como director de una fábrica es en realidad una tapadera. Anderson peina los puestos callejeros de Bangkok en busca del botín más preciado para sus amos: los alimentos que la humanidad creía extinguidos. Entonces encuentra a Emiko… Emiko es una «chica mecánica», el último eslabón de la ingeniería genética. Como los demás neoseres a cuya raza pertenece, fue diseñada para servir. Acusados por unos de carecer de alma, por otros de ser demonios encarnados, los neoseres son esclavos, soldados o, en el caso de Emiko, juguetes sexuales para satisfacer a los ricos en un futuro inquietantemente cercano… donde las personas nuevamente han de recordar qué las hace humanas.

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– Sesenta mil, setenta mil, ochenta mil…

El reino thai está siendo devorado. Jaidee observa distraídamente el destrozo provocado por sus hombres, y piensa que es obvio. Están siendo devorados por el océano. Casi todas las cajas contienen algo sospechoso. Pero en realidad, las cajas son simbólicas. El problema es ubicuo: en el mercado de Chatachuk se venden tanques químicos de contrabando y los esquifes remontan el Chao Phraya al amparo de la noche, cargados de piñas de nueva generación. Las nubes de polen que barren la península en incesantes oleadas transportan las últimas reescrituras genéticas de AgriGen y PurCal, mientras los cheshires escarban en la basura de los sois y los lagartos jingjok2 devoran los huevos de los chotacabras y los pavos. Los cerambicidos asolan los bosques de Khao Yai mientras la cibiscosis, la roya y la pelusa de fa’gan asolan la vegetación y a la hacinada población de Krung Thep.

Ese es el océano en el que nadan todos. La misma cuna de la vida.

– Noventa… cien mil… ciento diez… ciento veinticinco…

Aunque algunas mentes privilegiadas, como Premwadee Srisati y Apichat Kunikorn, discutan sobre cuál es la mejor defensa o cuestionen la eficacia de las barreras de esterilización por rayos ultravioletas en las fronteras del reino frente a la conveniencia de la mutación genética preventiva, en opinión de Jaidee todos pecan de idealistas. No se pueden poner puertas al océano.

– Ciento veintiséis… ciento veintisiete… ciento veintiocho… ciento veintinueve…

Jaidee se inclina sobre el hombro de la teniente Kanya Chirathivat para ver cómo cuenta el dinero del soborno. A un lado, un par de estirados inspectores de aduanas espera que alguien les devuelva la autoridad.

– Ciento treinta… ciento cuarenta… ciento cincuenta… -entona Kanya, infatigable. Un canto de alabanza a la riqueza para allanar el camino a los nuevos negocios en un país antiguo. Su voz es clara y meticulosa. Con ella, el recuento siempre es correcto.

Jaidee sonríe. Las muestras de buena voluntad no tienen nada de malo.

En el amarradero más próximo, a doscientos metros de distancia, los megodontes barritan mientras extraen la carga del vientre de un dirigible y apilan las cajas para su selección y el visto bueno de aduanas. Los turboventiladores giran y aúllan, estabilizando la gigantesca aeronave anclada sobre sus cabezas. El globo se ladea y da vueltas. Los vientos furiosos y el estiércol de megodonte azotan a los camisas blancas desplegados de Jaidee. Kanya pone una mano encima de los baht que está contando. El resto de los hombres de Jaidee esperan, impasibles, acariciando los machetes mientras las corrientes de aire les fustigan.

Los soplidos de los turboventiladores amainan. Kanya reanuda su cantinela:

– Ciento sesenta… ciento setenta… ciento ochenta…

Los agentes de aduanas están sudando. Ni siquiera en la estación más calurosa hay motivo para sudar así. Jaidee no suda. Claro que no es él quien ha sido obligado a pagar el doble por una protección que seguramente ya era cara la primera vez.

Jaidee casi los compadece. Los pobres diablos no saben qué líneas de autoridad podrían haber cambiado: si se han redirigido los pagos; si Jaidee representa a una nueva potencia, o a una rival; no saben qué papel desempeña dentro de las distintas capas de burocracia e influencia del Ministerio de Medio Ambiente. De modo que pagan. Le sorprende que hayan logrado reunir el dinero, con tan poco margen de antelación. Casi tanto como debieron de sorprenderse ellos cuando sus camisas blancas derribaron las puertas de la oficina de aduanas y aseguraron el perímetro.

– Doscientos mil. -Kanya le mira a la cara-. Está todo.

Jaidee sonríe.

– Te dije que pagarían.

Kanya no le devuelve la sonrisa, pero Jaidee no deja que eso empañe su satisfacción. Es una noche plácida y calurosa, han conseguido un montón de dinero y, de propina, han visto sudar al servicio de aduanas. A Kanya siempre le ha costado aceptar la buena suerte cuando esta se cruza en su camino. En algún momento de su corta vida debió de perder la capacidad de deleitarse. La hambruna del nordeste. La pérdida de sus padres y hermanos. Las complicadas peregrinaciones a Krung Thep. En algún momento perdió el don de la alegría. Tampoco sabe apreciar el sanuk , la diversión, ni siquiera una diversión tan intensa, el sanuk mak de sacudir con éxito los cimientos del Ministerio de Comercio o la celebración del Songkran. Por eso, cuando Kanya acepta los doscientos mil baht del Ministerio de Comercio y no pestañea salvo para protegerse del azote del polvo de los puntos de anclaje, por supuesto sin sonreír, Jaidee no permite que eso hiera sus sentimientos. Kanya no sabe divertirse, es su kamma .

Aun así, Jaidee se compadece de ella. Incluso las personas más desfavorecidas sonríen de vez en cuando. Kanya, prácticamente nunca. No sonríe cuando se siente azorada, ni cuando se irrita, ni cuando se enfada, ni cuando se alegra. Eso incomoda a los demás, su absoluta falta de decoro, y es el motivo de que terminara aterrizando en la unidad de Jaidee. Nadie más la soporta. Forman una pareja curiosa. Jaidee, que siempre encuentra algún motivo para sonreír, y Kanya, cuyo semblante es tan frío que parece tallado en jade. Jaidee sonríe otra vez, enviando una dosis de buena voluntad a su teniente.

– En tal caso, nos lo llevamos.

– Te has excedido en tus funciones -murmura uno de los agentes de aduanas.

Jaidee se encoge de hombros, complaciente.

– La jurisdicción del Ministerio de Medio Ambiente se extiende a todos los rincones donde el reino thai se vea amenazado. Así lo quiere Su Majestad la Reina.

Los ojos del hombre son fríos, aunque se obliga a esbozar una sonrisa conciliadora.

– Ya sabes a qué me refiero.

Jaidee sonríe a su vez, exorcizando la mala fe de su interlocutor.

– No pongas esa cara tan larga. Podría haber pedido el doble, y hubierais tenido que pagar de todas maneras.

Kanya empieza a guardar el dinero mientras Jaidee remueve los restos de una caja con la punta del machete.

– ¡Fijaos en las mercancías tan importantes que hay que proteger! -Da la vuelta a un montón de quimonos. Enviados probablemente a la esposa de algún ejecutivo japonés. La desordenada lencería vale más que su sueldo de un mes-. No estaría bien que algún agente manoseara todo esto con sus dedos mugrientos, ¿verdad? -Sonríe y mira a Kanya de reojo-. ¿Te apetece algo? Es seda auténtica. Los japoneses todavía tienen gusanos de seda, ¿lo sabías?

Kanya, atareada con el dinero, ni siquiera levanta la cabeza.

– No es de mi talla. Todas esas mujeres de directivos japoneses engordan a base de calorías modificadas gracias a los acuerdos con AgriGen.

– ¿Estarías dispuesto a robar? -El rostro del agente de aduanas es una máscara de rabia controlada tras una forzada sonrisa de cortesía.

– Por lo visto no. -Jaidee se encoge de hombros-. Parece que mi teniente tiene mejor gusto que los japoneses. En cualquier caso, estoy seguro de que recuperaréis los beneficios. Esto no será más que un pequeño inconveniente.

– ¿Y qué hay del daño? ¿Cómo vamos a explicar eso? -El otro agente de aduanas hace un gesto con el que abarca un biombo de estilo Sony que yace tirado en el suelo, medio destrozado.

Jaidee estudia el artefacto. Muestra lo que supone que debe de ser el equivalente de una familia samurái de finales del siglo XX: un directivo de Mishimoto Fluid Dynamics supervisando a un grupo de peones mecánicos en el campo y… ¿Son diez manos en cada trabajador lo que ven sus ojos? Jaidee se estremece ante la estrafalaria blasfemia. La pequeña familia natural retratada al filo del campo no parece inmutarse, claro que… son japoneses: incluso consienten que sus hijos se diviertan con monos mecánicos.

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